La vivacidad reflexiva
Fernando Savater (San Sebastián, 1947) apareció en nuestro mundo literario y filosófico ya armado por una manera de saber que no tardaría en desplegar su temperamento y que, sin cesar en su curiosidad, se iría adentrando en la exploración de sus propios medios expresivos. En una carrera de escritor ya larga, ha publicado ensayos, tratados, crítica de cine y literatura, comentarios y reportajes de hípica, obras de teatro, novelas… y de alguna manera siempre ha hecho lo mismo: una obra literaria de carácter reflexivo (o una reflexión fuertemente literaria) que con rapidez identificamos con él, porque sin duda ha logrado un estilo que le es propio. No me cabe duda de que Savater es un literato. Nuestros profesores de filosofía más ergóticos habrán sonreído ante esta afirmación, creyendo que no considero a Savater un filósofo (aunque mi opinión cuente poco en las jerarquías del saber); pero no es así: en realidad pienso que es un filósofo frecuente, aunque no sistemático. Hay, sin embargo, filósofos sistemáticos que no piensan con frecuencia. Ciertamente, los hay sesudos y capaces de generar ideas motores, preguntas inquietantes, y no parece que Savater los haya ignorado; los ha tenido en cuenta, no tanto para repetir el mantra como para pensar por su cuenta y riesgo dichas aportaciones. No sé si habrá contribuido a la Historia de la Filosofía (probablemente no, son pocos los que lo hacen, y no creo que, por ejemplo, alguien tan inteligente y tan escritor como Cioran forme parte de dicha Historia), pero no me cabe duda de que ha dado que pensar a muchos y de que nos ayuda a pensar en muchas ocasiones, quizás porque, entre otras razones, hay en él una firme voluntad de educar desde la convicción de que sin autonomía reflexiva no hay verdadera educación.
Me es grato confesar que desde que lo leí por primera vez, a comienzos de los años setenta en la revista Triunfo, siempre lo he tenido por un referente, aunque sea para disentir o pensar de manera distinta con respecto a algo. Pero sobre todo, me gustaría haber aprendido de lo que he admirado en él durante tantos años: entre otras cosas, a pensar en lo posible por mi cuenta, sabiendo que el saber lo es de todos y no juguete de una escolástica engreída en su propia mecánica. Por otro lado, Savater ha reflexionado sobre sus aficiones, no tanto para dotarlas de un estatuto de seriedad como para acentuar el sentido del placer. Pensar lo gratuito alejándolo del secular sentimiento de culpa y devolviéndolo al espacio del juego, allí donde el placer es, sobre todo y sin más, una heroica afirmación de ser. Además, no ha habido ningún escritor español con el que yo me haya reído y sonreído tanto, y no sólo ante sus chistes evidentes sino ante sus paradojas e ironías, su manera de descolocar al lector, el buen humor en alguien que uno temería tener en contra pero, al mismo tiempo, elegiría como adversario, si se pudiera elegir de verdad a los adversarios. Como ha escrito tanto –tanto que ni él mismo lo sabe, porque carece de afición y aflicción curricular– es imposible admirarlo todo, y sin duda es autor de libros o recopilaciones de ensayos desiguales o incluso de algún que otro volumen claramente olvidable, pero gracias a que ha escrito tanto ha podido darnos algunos ensayos y artículos memorables. Savater no podría haberse centrado en cuatro o cinco obras producto de un obsesivo estudio y afán de perfección, su camino ha sido otro: la frecuencia alterada, el salto de lo uno a lo otro, una perseverancia polimorfa propia de novelistas como Balzac o Hugo, de un lector apasionado, exigente respecto a la fidelidad a su mundo y tal vez demasiado generoso con muchos de sus contemporáneos. Aunque en su fuero interno sepa que lo bueno no abunda, como dice con humor en un libro sobre su deporte favorito, las carreras de caballos, el turf: “No me atrevo a descalificar al universo en su conjunto, porque bien mirado algunos de mis mejores recuerdos guardan relación con él; sólo lamento, con amabilidad no exenta de firmeza, que suela haber poco de lo que más nos interesa”.
Desde sus primeros escritos, en Savater se da una defensa contra viento y marea (y ha tenido de ambos fenómenos en contra, tanto como a favor) de sus gustos, sus apetencias e, incluso, caprichos: una reflexión que supone, al menos en parte, la confesión autobiográfica del cuerpo, como quería Nietzsche de la tarea del filósofo. La fidelidad a los gustos de la infancia y pubertad le ha permitido disponer de una habitación de juegos perpetua, y al mismo tiempo ha desarrollado desde ella, o, mejor, alrededor de ella, una lucha imaginativa contra las amenazas. No es necesario acudir a Freud para saber que todos somos deudores de nuestros primeros diez o doce años de vida, aunque sin duda esa herencia recíproca es administrada de manera muy distinta según de quien se trate. Por un lado, Savater es un hombre comprometido –con una decisión y constancia que supone un valor moral alto– con muchos aspectos de su sociedad: libertades, terrorismo, educación, etc., por el otro, acentúa un territorio irreductible y casi diría que impermeable al cambio: las particularidades de su gusto por el cine de terror, los monstruos, la épica, así como desdén por todo lo que huele a pesado, moroso y, claro está, pretencioso. Un pensador como él parecería lógico que hubiera estado interesado por La montaña mágica, al menos tanto como lo ha estado por El señor de los anillos, pero no ha podido leerla entera hasta hace un par de años, aunque, finalmente, con admiración y un testimonio crítico inteligente.
Como mi retrato de Savater es producto de la admiración, arriesgaré algunos matices menos brillantes. El espacio de juego de la infancia está condenado a ser reinventado y rectificado si no queremos morir entre acuerdos y entropía, pero a veces Savater parece expulsar (en su expresión literaria) del terreno de los gustos a los que no forman parte del cuarto de juegos: “Este libro no es para usted”, “es mejor que abandone estas páginas”, nos dice aquí o allá, sin duda porque en esos momentos no busca sino cómplices. Y en esta misma línea abusa en ocasiones de la confesión de sus limitaciones para con rapidez fundar en ellas su orgullo, contra unos y otros. Algo que me asombra de Savater es que haya encontrado tan pronto sus gustos, pero encontrarlos demasiado pronto quizás convierte al adulto en un trabajador de la insaciabilidad infantil. (Él dirá, quizás, que nada le es más grato en el mundo.) Algo más (y nada más, que no me da el cuerpo para reparos): ¡los puntos suspensivos a los que se ha hecho tan aficionado y estropean a veces tantas páginas excelentes! Pero Savater es tan excesivo que no puede poner pocos. Ahora bien, junto a la acentuación de lo irreductible, se halla el hombre entre los hombres, situado en el diálogo y sus búsquedas, y aquí Savater es un ágil púgil dialéctico que no ha rehuido enfrentar sus ideas con las de sus contrarios; en su larga historia intelectual lo hemos visto en muchas ocasiones frente a tirios y troyanos. Su actitud la resume algo que le oí en una ocasión, una frase magnífica que define su talante como pensador: “La diferencia de ideas de los demás forma parte de mis expectativas intelectuales”.
Escritor que ha tenido por maestros, entre otros, a Montaigne, Borges, Cioran, Stevenson y Paz, ha sido y es azote de pedantes, melifluos, sublimes y dogmáticos (aquí caben los de todas las iglesias). Lejos de darnos una imagen académica y curricular de sí mismo, cuando se ha retratado lo ha hecho con humor y con poca ceremonia, aunque no sin autoestima, sin duda. En 1978, en un artículo titulado “Elogio a la embriaguez” exaltó, tal vez exagerando, el gusto por los excesos: nada con medida, todo con desmesura, exhibiendo un momento de gran galope anímico, pero donde en realidad afirma lo que no ha dejado de contar y pensar a lo largo de su obra: no apuesta por el escamoteo del cuerpo, teniendo que justificar el placer y el gozo con oropeles intelectuales (ah, las cogitaciones del alma), sino a favor y en nombre de esa misma corporalidad solar y afirmativa. Esa afirmación está en muchas de sus mejores páginas, tanto las que ha escrito sobre literatura como sobre cine o filosofía.
Entusiasta del cine de terror, desde Murnau a Hitchcock, lo es también de la tradición épica (John Ford sobre todo y mucho, pero también Walsh, Hawks y otros), y también de películas de géneros tan distintos como El nombre de la rosa, E la nave va y Blade Runner. Apuntemos los nombres de varios de sus actores: Henry Fonda, Jimmy Stewart, Harrison Ford, Sean Connery. ¡Y todo el mundo sabe de su amor a King Kong! Ese magnífico escritor y lector que fue Gerald Brenan probaba el gusto de sus nuevas amistades preguntándoles por La conciencia de Zeno, de Italo Svevo. Yo imagino a Fernando preguntándose: “¿Qué pensará éste de King Kong?” Hay escritores que quieren ganarse a sus lectores, Savater se los juega en cada ocasión. Hay filósofos que sonríen con condescendencia ante quien no ha leído a Fichte y Hegel, porque suponen que no entenderán la respuesta de lo que preguntan; Savater no ignora –ha dado demasiadas clases para no saberlo– que hay grados y etapas, pero se dirige a los demás suponiendo que quien quiere conocer puede llegar a hacerlo. No es rebuscado –es, eso sí, buscado, a veces con malas intenciones–, tampoco infatuado ni pedante. El mejor autorretrato suyo que conozco quizás no esté en las muchas páginas de su Autobiografía razonada, sino en las dos o tres páginas que escribió en 1995 para cerrar una antología de sus textos realizada por Héctor Subirats, “Lo que queda de mí”. En un tono elegíaco y al tiempo afirmador del presente, en línea con algunas páginas de Montaigne, en las que se habla desde la carencia y la debilidad, no desde la fortaleza y el triunfo, logra su propio ideal: “cultivar gustos sencillos y una mente compleja”, aunque, añade, aspira a transformar esa complejidad en una igual sencillez. Savater, de gustos y fantasías homéricas, en ocasiones lleva en sí a un epicúreo rectificador de todo exceso.
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La fidelidad a la vida es, me atrevo a pensar, lo que ha hecho que Savater no se haya acogido a ningún fondo metafísico, a un sostén filosófico o de creencia alguna. La vida es demasiado grande para que pueda tener fundamento, una explicación, y menos aún teológica, por mucho que hayamos proyectado lo mejor en un ser ideal. Este viajero incesante y al mismo tiempo siempre en su ciudad de origen, demasiado inquieto para demorarse un poco más que aquello que su poética vital le pide, demasiado inquieto también para ceder a la contemplación, ha hecho de la cercanía a la experiencia su filosofía: no hay un lugar esencial o esotérico sino un volver continuo hacia las preguntas que competen al individuo y a lo colectivo; y hacia las parciales pero insobornables respuestas de nuestra intimidad. Savater es un escéptico vitalista, no radicalmente escéptico porque lo es de verdad, es decir que no cree en el escepticismo. Pero no se suponga que esto significa que Savater sea nihilista, todo lo contrario: cree en muchos valores, incluso, y sobre todo, como admirable motor inmóvil, en el valor. Cree en lo que le parece lo mejor y lo mejorable para esas pocas cosas de veras fundamentales a los hombres: la libertad, la justicia, la fraternidad, el bienestar, sí, también el bienestar, porque lo que la gente quiere es estar bien y para ello se necesita responder adecuadamente a las preguntas de lo cotidiano, que es el tiempo donde siempre se halla el cuerpo buscando, sin embargo, momentos excepcionales. En esto, como en muchas otras cosas, Savater enlaza con la vieja y algo ocultada tradición materialista antiplatónica que, como nos ilustra Michel Onfray, Platón trató y casi consiguió erradicar. Las preguntas filosóficas, por otro lado, al tratar de responderlas se reformulan de nuevo: no dejan de preguntar, quiero decir: obtienen respuestas que a su vez generan preguntas. Éste es un tema que se reformula constantemente en Las preguntas de la vida, obra de difícil sencillez y uno de esos libros de Savater que uno pondría con gusto en manos del adolescente (la edad de las preguntas viscerales…) sabiendo que allí encontrará algo que no es Iglesia ni Partido ni Sacrificio. A lo que Savater incita es a que cada uno piense lo que es necesario pensar (que es mucho), pues todo el camino filosófico debe ser pensado por cada cual, a diferencia del científico, ya que una vez encontrada la secuencia de una cadena de aminoácidos, pongamos por caso, no se necesita que cada nuevo científico la descubra (aunque la suerte de algunos se ha basado en dudar de lo indudable). En cambio, para el pensador los grandes y pequeños filósofos son sólo una ayuda para volver a pensar: toda verdad necesita de mi circunstancia reflexiva para probarse. Para Savater, “la filosofía rescata la realidad humanamente vital de lo aparente, en la que transcurre la peripecia de nuestra existencia concreta”.
Acabo de decir que Savater es un escéptico, y casi me arrepiento, porque puede parecer que no cree que haya que buscar la verdad (no la Verdad o Realidad absoluta, en las que no cree), pero si es filósofo lo es precisamente por eso, porque quiere ver qué hay de verdad, en principio y por principio, en todo. Adverso a cualquier espíritu de sistema, en el que el gran Arthur Koestler adivinaba la capacidad delirante de que con él se puede probar todo lo que se cree y creer en todo lo que se puede probar, Savater está lejos de ser un relativista. Por otro lado, es evidente que su saber no es escolástico sino abierto al sentido común, y así evita mucho más que la mayoría caer en imbecilidades, a las que los filósofos más talmúdicos y minuciosos suelen tener, a pesar de sus dotes, fácil acceso. Esto no quiere decir que no haya incursionado en Spinoza, Kant, Hegel, Schopenhauer o incluso Heidegger (todo lo contrario), sino que a la hora de entendérselas con el mundo ha dudado de todo espíritu de sistema y se ha expresado en un lenguaje culto pero no especializado y jergoso. Lejos, muy lejos, de Heidegger y cerca, en esto –y en muchas otras cosas– de Ortega y Gasset.
Para Fernando Savater el hombre es una criatura histórica; a su vez, esta historicidad tiene un componente ontológico decisivo; dicho animal histórico –expresado con la competencia de Casirer– es simbólico. No es extraño que nuestra naturaleza coincida con la de los sueños (que no es materia, ahora que se sabe que la materia tiene poco de lo que se pensaba que era la “materia”). Nietzscheano en este sentido, sus puyas a los que piensan que debemos buscar un modelo en la naturaleza, son conocidas, pero no ignora que, de la sexualidad a la organización social, nuestras respuestas centrales no dejan de ser metáforas, transformaciones, afirmaciones y negaciones de impulsos primarios. Ciertamente, aún no sabemos lo que puede un cuerpo. Hace muchos años Octavio Paz dijo que el hombre es el primer No a la naturaleza, y Savater afirma en muchos momentos de sus últimos ensayos que somos “artificiales por naturaleza” y vivimos perdidos en el tiempo. Seres temporales, conscientes de la muerte y destinados a vivir (eso sí lo sabemos), no estamos menos necesitados de preguntarnos por el sentido de la vida o, como lo demanda en concreto Savater, por el sentido de nuestras intenciones vitales, ya que la vida misma sólo puede, quizás, tener un sentido tautológico: siempre más de lo mismo. “Lo realmente ‘absurdo’ –afirma en su reciente obra La vida eterna– no es que la vida carezca de sentido, sino empeñarse en que deba tenerlo”. Sin embargo, dada la soledad en que vivimos como especie simbólica, no es tan extraño que nos preguntemos –añado por mi cuenta– qué sentido, antropológicamente hablando, tiene todo esto. Porque no estamos como “el agua en el agua” (como lo está el mundo animal para Bataille), salvo en instantes afortunados que no tardan en ser memoria. Ahora bien, esta pregunta –que no es de Savater– no puede ocuparnos demasiado tiempo, y menos al autor de A caballo entre milenios (un precioso libro sobre las grandes carreras de caballos).
Porque Savater parece vivir al galope, con la intensidad de un derby. Si la melancolía, según Aristóteles, es propia de los “hombres de excepción” (filósofos, estadistas, poetas), Fernando Savater no la ha necesitado. Pocas personas he conocido con tanto entusiasmo, con tal capacidad para disfrutar y tan poco entregadas a la tristeza, a la melancolía o la pereza. En una ocasión, una amiga mexicana de ambos, tras una divertida cena, me dijo: “¡No es hombre, es multitud!” Aunque Fernando ha razonado en numerosas ocasiones y con distinta suerte este élan vital, esta afirmación de ser por encima de toda limitación y de la mayor de todas, el No de la muerte, quizás lo más importante no sean tanto las razones que se da y nos aporta como esa realidad misma en acción. Creo que las frases que cito a continuación, expresan con vigor esto que trato de decir, y pueden ser una divisa y una descripción del autor de La tarea del héroe: “Cuando constata su presencia en la vida, el ser humano se exalta. Y esa constatación exaltada es lo que podemos llamar alegría. La alegría afirma y asume la vida frente a la muerte, frente a la desesperación. La alegría no celebra los contenidos concretos de la vida, a menudo atroces, sino la vida misma porque no es la muerte”. Bueno, la verdad es que dan ganas de brindar, y eso es lo que estoy haciendo, en la vivacidad del instante, por Fernando Savater. ~
– Juan Malpartida
Laudatio
Hace
casi treinta años que, por paradojas del destino, encontré
en una librería religiosa del D.F. el primer libro que leí
de Fernando Savater, Nihilismo
y acción. Sólo ver el título ya me
enganchó, soy de esa secta de fanáticos a los que
ciertos títulos dejan tan deslumbrados como el rostro de esas
muchachas a las que miras y piensas: “Ni lo intentes, esto no puede
hacerte más que daño”.
Sin
embargo, la verdad es que, en lo que se refiere a la burocracia
universitaria, las lecturas de Savater me sentaron peor que la mirada
de alguna mujer. La primera vez que lo invité a Acatlán
tuve que hacer una ligera variación curricular y convencer a
los que pagaban de que, en realidad, el profesor español que
invitaba era un “marxista heterodoxo”. Un mes estuvo Savater
impartiendo un par de cursos sobre Nietzsche y Kierkegaard, y los
jefes, que eran leninistas pero no por ello necesariamente tontos, me
despidieron exactamente una semana después de su partida. Otra
visita fue a propósito de la Utopía y el 1984
de Orwell –encuentro del que Savater conserva el póster
colgado en la sala de su casa–, y aquí la cosa fue más
rápida, exactamente al día siguiente de la partida de
Savater fui echado a patadas de la Facultad.
Nótese
que no por ello le guardo rencor sino agradecimiento, los despidos me
animaron a emigrar, a no quedarme enmohecido en aquella facultad, a
cambiar de aires, de oficio y así, además de leer a
Savater, beber, discutir, reír con él y, sobre
todo, hacer muchos viajes, entre ellos dos memorables a París,
adonde me llevó a tomar abundantes vinos con mi gurú de
cabecera: Cioran.
Me
imagino que el cura jefe de compras de aquella librería o era
un blasfemo o compraba al peso. El asunto es que después de
leer el libro, mis prontos antirreligiosos se fueron limando con
repetidas visitas a aquel templo. Allí encontré La
infancia recuperada y La
filosofía tachada.
Quién
lo iba a decir, en aquella casa dedicada al proselitismo religioso me
topé con el filón que yo esperaba: alguien que dijera
en mi lengua, por fin, todo lo que detestaba de la academia y la
verborrea seudoizquierdosa que padecía yo en una Facultad que
más bien carecía de cualquier facultad. Aquella
librería tenía otras virtudes, allí encontré
libros de Cioran, Camus, Yankelevich; éste, por cierto, entre
varias joyas de una editorial sorprendente, la de la Universidad
Veracruzana, gracias al magnífico olfato del profesor
Salmerón, magníficamente sustituido por otro olfato
literario privilegiado, el de José Luis Rivas.
Decía
Orwell que si la libertad significa algo, ha de ser el derecho de
decirle a la gente lo que no quiere oír, y Savater lo decía
y además lo escribía con una prosa clara, incisiva y
siempre abierta a la ironía, en pocas palabras: era un
insumiso dedicado a sacudir conciencias soñolientas y, por si
fuera poco, con una prosa clara, directa y cargada de ironía.
Contra
la prédica y la creencia, la vivencia de la insumisión:
frente a los tratadistas cuyos diplomas sólo prueban que
poseen un diploma de limitación, alguien que considera que
filosofar es hacer de la curiosidad una virtud. La obra de Savater
representa desde el principio, entre la grisura de los
manualistas, la osadía de un pensamiento racionalista cuya
ética se basa en la alegría y la vida creyendo en un
ser humano que pueda vencer las servidumbres a las que parece
destinado. En este punto Savater es sin lugar a dudas un seguidor de
un maestro al que leyó en circunstancias poco alegres, es
decir, entre las rejas de una celda: Spinoza.
Otra
ventaja de la lectura de los libros de Savater es su debilidad por lo
políticamente incorrecto. Mientras que hay autores que uno ya
no lee porque sabe de memoria por dónde van a salir, él
es capaz de escribir cosas como esta: “Nadie puede saber con
certeza qué figuras representarán en la imaginación
de nuestros descendientes este siglo que hemos vivido y que
comenzamos a despedir. ¿Proust, Kafka, Picasso? ¿Orson
Welles, Bertrand Russell, Einstein? ¿Hitler y Stalin, con una
mención a pie de página para Gandhi? En cualquier caso,
si a mí me preguntaran desde el futuro con quién
quedarse (consulta que no parece probable) yo les aconsejaría
que optasen por Groucho y lo demás se lo dejaran a los
especialistas. El Siglo de Groucho Marx: con eso basta, realmente.
Pero no tendremos tanta suerte…”
Algunas
de las páginas más emocionantes que ha escrito Savater
se encuentran en su autobiografía, justo en el capítulo
titulado “Lo que te debo”, dedicado a su madre. Los mexicanos
sabemos, quizá mejor que nadie, lo fácil que es
resbalar en la cursilería cuando de hablar de la madre se
trata; me refiero a nuestra madre, claro, cuando es la de otros, ya
sabemos… En esas páginas no hay ni asomo de sensiblería.
Savater recuerda que las lecturas que primero le leyó su madre
y después le seleccionó, le “hicieron el alma”. De
las facetas por las que su madre “le hizo el alma” destaca la que
a mí más me divierte, la de polemista. A propósito
de ella, Savater escribe: “También eras capaz de discutir
artera e incansablemente. Nunca he tenido mejor adversario polémico
que tú, es decir nunca lo he tenido peor. Después de
haber cruzado armas verbales contigo durante años, todas
las batallas dialécticas me parecen sosas. Tenías la
honradez básica de aceptar de inmediato el núcleo de lo
que se debatía en cada caso, para luego desplegar todas las
artimañas imaginables capaces de debilitar la posición
contraria. Percibías infaliblemente la más pequeña
grieta en la armadura del adversario y arremetías sin
contemplaciones. En especial fuiste siempre magistral en el manejo de
la ironía demoledora y en el subrayado de ese aspecto ridículo
o enclenque de nuestra posición que todos evitamos poner a la
luz. Me temo que también en esta peligrosa habilidad he sido
un discípulo tuyo incluso demasiado aventajado”.
Savater
es un defensor incansable de los derechos humanos; es decir, de los
derechos del individuo frente al absolutismo tribal; dicho en otras
palabras y para enojo de quienes disfrutan con el calor del establo:
“Poner la sociedad al servicio de los fines del individuo,
rescatándole de su sacrificio irrestricto y ciego; la
condición humana genérica debía ser para ello
previa, de más alto rango que cualquier caracterización
nacional, histórica, ideológica, todo ello para
escarnio de los reaccionarios que piensan que lo humano es una
abstracción sin sustancia”.
Hay
quienes se echan una bandera por causa y viven tan tranquilos,
también los hay que se echan una causa por bandera y basta. A
Savater le sobran las banderas y no le basta una causa, y quizá
un aforismo de Lichtenberg lo defina: “Aunque mi filosofía
tampoco descubra nada, al menos tiene suficiente corazón para
considerar inexistentes los pensamientos establecidos”.
Lo
que algunos llaman “el optimismo filosófico de Sava-ter”,
que para mí no está tan claro, debe surgir de alguna
fuerza escondida tras su mala salud de hierro; estoy convencido de
que en muchas ocasiones Savater sabe “que la vida es un cuento
narrado por un idiota lleno de ruido y de furia, y que no significa
nada”, y sin embargo él se esfuerza en encontrar la
pluralidad de significados, en desenmarañar las posibilidades
de la ética en medio del fango de la política. A
Savater le interesa la ética porque hace la vida humanamente
aceptable, y la estética porque la hace humanamente deseable.
La vieja definición de que un optimista no es más que
un pesimista desinformado no se cumple en el caso de este autor.
Los
especialistas, los tratadistas, disfrazan su incapacidad narrativa
tras la farsa de que, mientras más oscuros, más
profundos. Los tratadistas piensan que la sabiduría los
persigue, pero ellos son más rápidos. A ellos les
dedica Savater un aforismo: “¡Y pensar que el interés
por la filosofía comienza con el sobrecogimiento de la muerte
inexorable y concluye buscando bibliografía!” Una de las
cualidades de Savater es que su discurso está elaborado de tal
manera que quienes no son especialistas puedan seguir sus
argumentaciones, asentir o discrepar, rechazar o compartir las
sospechas que se comunican. Todo ello, siempre con cautela frente a
su propio discurso.
Savater
es un experto en transmitir con precisión y fluidez todo
aquello que la pedantería académica convierte en
palabrería hueca. Dicho de otra manera, Savater consigue que
lo que parece sólo para iniciados vuelva a la polis
contribuyendo a profundizar el diálogo público de los
ciudadanos.
Por
supuesto, esto no es tranquilizador. Savater es consciente de que la
filosofía no resuelve nada; por el contrario, frente a los que
tienen respuesta para todo, sólo aumenta la sospecha. Y las
sospechas son muchas. Hay quien le critica a Savater estar en
demasiados frentes, pero el asunto es simplemente visceral: su
capacidad de indignación le impide quedarse callado y en este
caso, la víscera no excluye a la razón, a las razones.
Razones que huyen del dogma como de la peste, con una dosis
gratificante de humor y con fascinación por los juegos de
palabras que con tanta maestría manejó su amigo Cabrera
Infante. Enrique Gil Calvo lo definía bien con estas palabras:
“Si Savater puede desempeñar ese incómodo trabajo de
ejemplo moral para una generación es porque, a la vez, es uno
de los pocos autores con obra propia, internacionalmente digna de
consideración que, desde Ortega y Gasset, ha aportado la
filosofía española. Cuando el resto de los
profesionales académicos se inscriben en escuelas previsibles,
según los ejemplos foráneos importados sin
significativa modificación (frankfurtianos, hermenéuticos,
analíticos, posmodernos, etc…), Savater, por su cuenta y
riesgo, se ha decidido a crear su propia obra original y singular”.
Es
en Borges donde Savater aprendió que la filosofía es
ante todo una rama de la literatura; convicción que no podía
más que llevar al espanto a los que viven de la oscuridad de
su pensamiento. De Conrad a Nietzsche, de Stevenson a Borges, de
Spinoza a Cioran, las fuentes de Savater respiran la heterodoxia de
un francotirador enfrentado a los grandes sistemas de pensamiento
El
pensamiento de Savater ha ido cambiando en algunas cuestiones; la
experiencia, el desarrollo de los acontecimientos, le han hecho
repensar algunas de sus posturas originales. Savater sabe, por
supuesto, que los volubles nunca cambian. En otras cuestiones la obra
de Savater se ha mantenido firme, por ejemplo en su defensa de la
educación pública y laica, asunto no menor en tiempos
donde la regresión religiosa avanza implacable y la educación
pública es menospreciada por las elites en el poder.
¿Qué
es la laicidad para Savater?:
Es
el reconocimiento de la autonomía de lo político y
civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera
terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos
compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente
exteriorizable a título particular) de las creencias de cada
cual… Debe recordarse que la enseñanza no es sólo un
asunto que incumba a la familia, sino que tiene efectos públicos
por muy privado que sea el centro en que se imparta… Algunos
partidarios a ultranza de la religión como asignatura en la
escuela han iniciado una cruzada contra la enseñanza de una
moral cívica o formación ciudadana. Al oírles
parece que los valores de los padres, cualesquiera que sean, han de
resultar sagrados mientras que los de la sociedad democrática
no pueden explicarse sin incurrir en una manipulación de las
mentes poco menos que totalitaria. El laicismo es una determinada
forma de entender la política democrática y también
una doctrina de la libertad civil. Consiste en afirmar la condición
igual de todos los miembros de la sociedad, definidos exclusivamente
por su capacidad similar de participar en la formación y
expresión de la voluntad general y cuyas características
no políticas (religiosas, étnicas, sexuales,
genealógicas) no deben ser en principio tomadas en
consideración por el Estado.
Finalmente
Savater ofrece el “primer mandamiento” de la laicidad: consiste
en romper la idolatría culturalista y fomentar el espíritu
crítico respecto a las “tradiciones propias y ajenas”.
Esta
laicidad tiene línea directa con la Ilustración y con
el diálogo que de ella se desprende. Savater es racionalista
–frente a las verdades reveladas o los dogmas tradicionales– pero
no convierte ningún modelo simple de razón en nueva
revelación o tradición intocable. “La confianza
providencialista en el progreso puede ser lo más periclitado
de la Ilustración, pero no la noción de historia como
memoria necesaria y proceso continuo en el que se contrastan
proyectos y resultados. Francamente, en una época de rearme
nacionalista, xenófobo e integrista, cuando las democracias se
vacían de libertades y se rellenan con corruptelas
autoritarias o demagógicas, la propuesta ilustrada me
parece más que nunca un ideal a poner en práctica y
también la herramienta insustituible para realizarlo”.
Tengo
que admitir que tengo una ventaja sobre la mayoría de los
lectores de Savater y consiste en que, aparte de haber sido lector de
Fernando desde su primer libro, soy su amigo, y esta ventaja no deja
de ser extraña, explicaré por qué. Son muchos
los autores a los que admiré por su obra y a los que tuve la
osadía de conocer personalmente. ¡Qué desgracia!
¿Cómo volver a disfrutar de aquel maravilloso texto
después de haber conocido a este pesado? ¿Quién
le habrá dictado estas páginas a este subnormal?
Teóricos del hedonismo más tristes que un sepelio.
Fanáticos de la anarquía más autoritarios que el
Padre Stalin. Humoristas más secos que el desierto de Sonora.
En fin, de todo. Pues bien, a pesar de estas tristérrimas
andaduras, corrí el riesgo y conocí a Savater y me
demostró que la decepción no confirma la regla. Eso, a
pesar de que en un viaje a Baja California a la búsqueda de
las ballenas, instalados en un precioso hotel, caminando por una
playa maravillosa, me miró y me dijo: “Todo es perfecto,
lástima que yo esté contigo y tú conmigo”. El
riesgo que corrí de encontrarme con otro memo pretencioso me
ha deparado muchos de los momentos alegres de mi deteriorada
existencia.
Dice
el diccionario que “laudatoria” significa hacer alabanza de una
persona. Por asuntos viscerales y experiencia histórica soy
más proclive a la burla, el desencanto e incluso el insulto,
pero en esta ocasión, la verdad, me la pusieron muy fácil.
Argumentos sobran, por tu talento, por tu escritura, por tu ingenio,
tu valor y por tu amistad, ha sido un placer ser tu contemporáneo.
¡Salud, maestro! ~
–
Héctor
Subirats
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)