A veces estoy con los ojos abiertos pero estoy durmiendo por dentro. Me imagino como Cocteau en El testamento de Orfeo, con unos ojos pintados sobre los párpados, como un truco de detective de tebeo. Su reverso es la fregona metida en la cama y bien tapada como si solo se viese la melena desparramada sobre la almohada. Los ojos pintados nos sirven para hacernos pasar por despiertos, la fregona tapada para hacernos pasar por dormidos. Pues bien, el cuerpo entero nos sirve para atravesar el invierno por la calle, en la oficina, en el cine, en un bar, en el metro, hibernando en otra parte pero haciéndonos creer unos a otros que estamos despiertos. Un truco de Platón de tebeo para los meses en que vivimos en un sueño. Pero las lógicas del sueño se cuelan en la vida cotidiana.
Mientras me preparo el desayuno me pongo un vídeo en el que Rupert Sheldrake menciona a David Bohm y su noción de que la materia es luz congelada. Toda esta parafernalia mecánica lo es. La tetera desconchada en el pitorro, el trozo de loza perdido, el chorro de té que se vierte en la taza atravesado por la luz, el trapo sucio que lanzo dentro de la lavadora, las piezas del mecanismo que permite que se abata la ventana en cuyo cuadro me apoyo para ver si siguen ahí las casas de enfrente, las teclas del piano con el que Sviatoslav Richter grabó la sonata que escucho mientras ahora, más tarde, escribo todo esto. Pero en fin, quizá habría olvidado el desayuno con las frases de Sheldrake que malinterpreto a mi gusto si no hubiese leído más tarde, en las cartelas de una exposición de José María García de Paredes, algunas explicaciones del arquitecto a sus proyectos, como esta: “El proyecto es simplísimo: dos salas para exposiciones de Pintura y Escultura… Las condiciones específicas de cada sala son diametralmente opuestas y originadas por la misma naturaleza intrínseca −formas plásticas en dos y tres dimensiones− de la Pintura y Escultura. La primera, necesariamente adosada a un fondo plano, requiere una iluminación constante, uniforme y difusa. La segunda, con más libertad en la presentación, precisa por el contrario una masa de luz directa, variable y fuertemente contrastada para valorar la plástica de sus tres dimensiones…”. Los fragmentos de explicación que acompañan a los planos son tan diáfanos como los planos en sí.
En otra exposición han puesto en bucle una reproducción del comienzo de Cléo de 5 a 7. No recordábamos que alternase el blanco y negro con el color, el color para los planos cenitales de la tirada de cartas adivinatorias, el blanco y negro para los planos y contraplanos de Cléo y de la consultante. Nos preguntamos si se trata de un tratamiento especial para la exposición, pero no. A la mañana siguiente, en la cama, me topo con este párrafo en el Diario de Koro, libro de Gastón Carrasco: “Los días pasan. Koro está impasible, como el gato detrás de Cléo, quien llora luego de una lectura fatídica del tarot en Cléo de 5 a 7”. El párrafo es como una cartela en diferido.
Veo el segundo pase de cuadro flamenco en un tablao, y me acuerdo de la advertencia de que el flamenco verdadero no cumple horarios. Todo es despampanante y muy medido, pero no me despierta ninguna emoción. Consigo, eso sí, asociar el indiscutible virtuosismo de los participantes en el cuadro con las maneras de escribir. Uno de los vestidos de la bailaora es un prodigio textil, y cuando ella se lo recoge según un protocolo preciso la cola queda como fruncida y desde las sillas el público la vemos como una flor muy prieta, como un clavel recién brotado. Lo que pienso es que el baile y el cante que representan para nosotros no están en el presente, sino que más bien recrean un cuadro que pudo haber tenido lugar en el pasado (ahora recuerdo la resurrectina de Locus Solus, que obliga a representar constantemente una escena pasada), y por eso he pensado en un lenguaje superado, impecable pero ineficaz incluso para hacernos viajar en el tiempo. Pero entonces llega la parte más experimental del espectáculo, en la que la bailaora y otra mujer salen al escenario con unas faldas de papel crujiente y cantan como ondinas, y ahí sí me quedo estupefacta. Hay que estar muy callados para que nos lleguen bien los crujidos del papel y las voces tan agudas, y así podemos percibir que la bailaora, mientras baila, hace ruidos con la boca como Glenn Gould cuando tocaba. ¡La bailaora baila con los dientes!
Al hojear A la espera de Dios, un conjunto de cartas y ensayos de Simone Weil, encuentro por casualidad a T. S. Eliot. Escribe ella: “Lo único que queda esperar es la gracia de no desobedecer. El resto es asunto de Dios y no nos concierne”, como escribió él “Para nosotros solo existe el intento. Lo demás no es asunto nuestro”.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).