El móvil es el mensaje

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El español es callejero, o mejor: fatigador de bares; sociable, comunicativo, generoso con su tiempo, tanto que está siempre dispuesto a perderlo. ¿Por deferencia con el otro? ¿Tal vez porque percibe que el otro necesita de ese tiempo que le concede? Quizás porque el tiempo está para perderlo, disiparlo, burlarse de él. Los españoles están casi siempre resueltos a salir e indispuestos para entrar: nada como reunirse en algún lugar con una o siete personas, y a ser posible en algún espacio concurrido, donde además haya música, no tanto para oírla como para no oírnos. Qué pasión, qué énfasis. Ahí están, rostros apasionados, voces ricas en decibelios, sin duda contándose cosas que de verdad les interesan, casi se diría que les va la vida en ello. Pero no bastan las palabras y por lo tanto los gestos completan la comunicación: abrazos, besos, urgencias, exclamaciones. Este delirio comunicativo del español hay que situarlo en un arco temporal: desde las nueve de la mañana a las dos de la madrugada, y si es fin de semana (que en España comienza el jueves) no será raro que podamos sumarle dos o tres horas más. ¡Tenemos tanto que decirnos, y es tan necesario que no hay espera ni tiempo suficiente: hablemos, hablemos! “¿Hablamos? ¿Nos llamamos? ¿Te llamo? Llámame, a cualquier hora, nunca estoy en casa pero siempre estoy en el móvil. Llámame que te llamo. Nos vemos y hablamos. Tengo mucho que decirte”.
     Toda la pasión comunicativa del español tiene una dimensión de decibelios: hay que decirlo fuerte, muy fuerte, dentro de un local o en la calle. Individualista, el español es más una colectividad que una pluralidad de individuos, pero esto es algo que quiere ignorar con el adagio “cada uno es cada uno”. Viajar en tren o en autobús se ha convertido en un suplicio: todo el mundo comunica. Nada más salir de la estación la gente desenfunda sus móviles o suenan ellos buscando interlocutor, exaltados por un nerviosismo enigmático: “Sí, acabo de salir, ahora mismo…” Operación que se repite cada veinte minutos: olvídese de dormir, de leer, de abismarse en la nada, porque no habrá forma de no atender a su vecina: “Oye, cari, que ya te lo he dicho, que mires en el cajón del centro de la cómoda. ¿Ya estás mirando? Debajo de la falda de franela no, de la blusa azulita, eso es, mete la mano hasta el fondo, pero no arrugues la ropa, que yo sé lo manazas que eres, que no, cari, que te lo digo con cariño”. Es el momento de acercarse al vagón-bar, pero salvo si pasamos por una zona con nula cobertura, nos recibirán un montón de criaturas metidas en tareas urgentes, con una mano alzada a la altura de la oreja, en contacto, en plena comunicación. Si el español de nuestros días bosteza no sé si será porque tiene un vacío en la cabeza (hace tiempo señalado por Antonio Machado) o porque –sin desmentir lo primero– carece de cobertura. O por no poder salir a la calle. Decía Pascal que muchos de los males se evitarían si uno pudiera quedarse en su cuarto. Puede ser. De cualquier modo, yo lo aconsejaría a los españoles. No sé qué males personales se evitarían, pero intuyo los sociales: esa maldita circunstancia del ruido por todas partes (el ruido que hacemos mientras nos comunicamos frenéticamente). Sin embargo, dado el número de mujeres torturadas por sus maridos (psicológica y físicamente), de los hijos acosados y golpeados por sus padres (ahora comienza a haber un número no desdeñable de padres golpeados por sus hijos), sin embargo, digo, quizás no sea aconsejable que algunos pasen en casa mucho tiempo. Pero Pascal habla de quedarse uno solo, no hay que hacer trampas, y ahí nos topamos con el hueso difícil de roer. Quedarse solo no como negación de la comunicación, de los lazos afectivos y sociales, ni para exaltar la inutilidad de todo acto, sino para oír y oírnos mejor. Los españoles somos (se entiende que no hago otra cosa que generalizar para no escribir un mapa kilométrico de particularidades de mi país), comunicativos, extrovertidos, sociales, pero tenemos el retrato de Dorian Gray en la soledad, en la casa, a partir de ese momento en que el individuo, en silencio o fuera de lo público, se ve a sí mismo, ve al otro. Qué espanto.
     Madrid, rompeolas de todas las autonomías (naciones, nacionalidades, identidades geográfico-históricas, et alii) es probablemente la ciudad que concentra más ruido de España. No en vano aquí se originó la movida, se hizo de la “marcha” una gran cruzada nocturna y ahora alcanza un grado de comunicación y extroversión superior. Para hipérbole, ahora se hace una “noche en blanco”, una noche abierta a lo cultural, como si no se pudiera ir la gente a su casa e ir al museo por la mañana. Yo propongo pasar una noche en blanco cada uno en su casa, leyendo un libro, a ver qué tal, y sin gritarlo.
     Mucha comunicación y poco que decirse. Cuánto ganaríamos si tanto énfasis estuviera compensado por un poco de melancolía. El español se deprime, pero no es melancólico, y menos aún melancólico reflexivo. O me como el mundo (quiero decir, el móvil) o no soy nada. La marcha, la movida, la agitación; pero no el movimiento. ¡Cuánto que decirnos, y qué poco interesante! Qué pueblo más vivo, sin duda, ¿pero interesante? La viveza le viene al español de desvivirse; el escaso interés, de lo poco que se vive a sí mismo. Con una conciencia tan realista del sujeto, supone que se conoce a sí y también a los otros, que al fin y al cabo son como uno. No hemos dado apenas literatura sobre adolescentes (la edad de la conformación psicológica y los cambios), a diferencia de los alemanes, franceses e ingleses, y el psicoanálisis ha encontrado débil eco a lo largo del siglo xx entre nosotros. Mejor el cura, que juzga o absuelve; mejor “echar fuera” lo que parece no caber dentro, apoyados en la espuela del alcohol o en nuestra natural inclinación hacia el otro, que nos hace tener la cabeza fuera, como se dice de alguien que, echado en un balcón, tiene el cuerpo fuera. Si al fin y al cabo todos somos iguales, es decir, gente que se va a morir, para qué andarse con asuntos eleáticos, que inventen ellos… La verdad es la resta y ahí se desvanece el rostro, la historia de cada cual, así que o penitencia o absolución. Mejor la penitencia, esa rueda del samsara que me lanza nuevamente a lo que soy sin remedio. Si el español habla con todo el mundo lo hace para no hablar con nadie, y, sobre todo, para no hablar consigo mismo. ¡Cómo nos gusta hablar en público! Entregados al ímpetu, a veces surgen las preguntas, pero no para ser oídas (ya sabemos lo que va a decir; al fin y al cabo, él es como yo). Si un hombre inteligente y culto como Jaime Gil de Biedma afirmó que envejecer y morir son el único argumento de la obra, recogiendo una larga tradición de filosofía realista (las cosas como son), es comprensible que de manera genérica no se piense otra cosa entre nosotros. A vivir que son dos días, y es verdad que la vida es breve, pero lo cierto es que su brevedad puede ser a veces inmensa y en ella nos abismamos en lo inmarcesible.
     Una dieta de silencio necesita el español (por civismo y por cordura). Hay que aprender a callar antes de hablar tanto o después de haber hablado tanto. Un poco más bajo, lo suficiente para percibir que ahí, más allá de uno, el otro realmente existe; el otro, ese misterio del que estamos hechos. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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