Aunque su carnet de identidad la acredita como Natalia Revuelta Clews, para ella dicho nombre no pasa de ser un artificio, un modo de disimular su leyenda, de pasar de incógnito por los aeropuertos las pocas veces en su vida que ha viajado y por los registros de la libreta de racionamiento establecida en Cuba hace ya casi medio siglo, a poco de bajar Fidel Castro de la Sierra Maestra y empezar a repartirle a los campesinos las tierras de los latifundistas y a hacer otras cosas que a los americanos de Washington no le gustaron y lo llevaron a él a buscar la protección de los rusos. Su nombre real, el que desde la escuela primaria le dieran sus amistades y certificara después la prensa, es Naty Revuelta. Sus amigos, y la prensa, sin decirlo expresamente, la han dado como la novia eterna de Fidel Castro, a pesar de que el Comandante lleva cuarenta años o más de casado con su actual esposa y de que lo de él y Naty fue un fuego encendido en un día de juventud ya remoto, el encuentro entre dos luchadores revolucionarios que se cruzan. Pero la prensa es así: es de Naty de quien escribe. Y se entiende.
Naty, en el tiempo en que conoce al hombre por el cual entraría en el reino de la leyenda, vivía en un paraíso. Era tal vez la mujer más bella de La Habana, lo cual la hacía única, como está en el deber de ser la mujer del Paraíso. Y además, era muy joven. Ni siquiera tenía 26 años. Tampoco serían sus únicos tesoros.
No era rica en dineros, pero tenía, en ese ayer en que el peso cubano andaba a la par con el dólar, un sueldo mensual de varios cientos de pesos en la filial ESSO de La Habana, donde era segunda jefa de relaciones públicas; vivía en una opulenta residencia del Vedado con más personal de servidumbre que miembros de familia a los cuales servir, pues en aquella casa del recuerdo vivían sólo tres personas: ella, su esposo –reputado cardiólogo copropietario de una de las clínicas preferidas por la gran burguesía habanera– y la pequeña hija de ambos, Natalie, entonces de cuatro o cinco años; frecuentaba los clubes y salones de la aristocracia habanera, ya que por pertenecer por parte de madre a una importante familia del Olimpo fraguado en la guerra de independencia, podía considerarse de un linaje entonces más apetecido que el de los marqueses y condes del patriciado criollo y, no hacía tanto, Félix F. de Cossío, quien entonces era el retratista de moda de la gran burguesía habanera y haría años más tarde el retrato del presidente Kennedy, la había puesto a posar para él.
En medio de tanto glamour, un día de marzo de 1952 un hombre nocturno, el general Batista, se desmanda con un golpe de Estado, a ochenta días de las elecciones generales que sin lugar a dudas le habrían dado el triunfo a los herederos de Eduardo Chibás en el Partido Ortodoxo, y con tan repentino cambio de trenes en la historia cubana, cambia también la vida de Naty Revuelta. La exquisita y exitosa dama educada en colegios norteamericanos, que no obstante su acomodada posición social aspiraba con su esposo y su madre Natica a la renovación nacional que prometía el Partido Ortodoxo (con algunos de cuyos máximos dirigentes tenían relaciones amistosas), conoce al joven abogado y luchador social Castro, que acababa ver despedazarse su candidatura para Representante a la Cámara por los ortodoxos, y de inmediato, en ese propio año 1952, comienza a colaborar con él en los preparativos para el asalto al Moncada. Da dineros (algunos dicen que hasta vendió sus joyas, como la reina Isabel para el viaje de Colón), guardó armas en su casa y en casa de su madre Natica, y cuando por fin los revolucionarios parten para el cuartel aquel día de julio de 1953, ella queda a cargo del manifiesto que da a conocer los objetivos políticos del asalto al Moncada y que puntual le entregará en persona a los directores de los principales medios de prensa y a otras personalidades de la escena pública, también de su amistad, al amanecer del domingo 26, coincidiendo con el comienzo, allá en Santiago de Cuba, de los tiros del nuevo destino cubano, el flamante destino que, sin saberlo, sacara Batista de su caja el año anterior.
Será después, en materia de eventos culturales y demás alimentos para el espíritu, los ojos y los oídos del jefe revolucionario fuera de la prisión. Asiste a los conciertos que a él le están vedados, y le da cuenta; ve las exposiciones de pinturas que él no puede ver, y se las comenta. Y le envía libros, muchos libros, los seleccionados por ella, y los que él le pide. De ahí surgirá un abultado epistolario de ida y vuelta, alto como una caja de zapatos según Natica, que lo vio un atardecer encima de la mesa del comedor mientras su dueña lo ordenaba, y del que sólo se conocen tres o cuatro cartas que sin autorización de Naty publicó en España a fines del 2000 Alina, su otra hija (la que concibiera de Fidel al salir éste de prisión en el 55), más algunos fragmentos que por creerlo ella útil le ha dejado copiar a biógrafos y periodistas interesados en el periodo fideliano de tregua que va del Moncada al exilio en México, período en el que dicho epistolario tendría un papel de llavecita inestimable, también a juicio de ella, para entrar a conocer en ropas de andar por casa las ideas del entonces futuro presidente cubano. Es una colección que ella parece conservar escondida en quién sabe cuál sepulcro de la pared, y de la que no habla. Sólo dice que es un tesoro histórico, que si se perdiera se perdería la otra mitad de Fidel Castro, la mitad del Fidel desconocido, la del joven soñador de verbo azul y pluma florida, a quien ella vio como un Martí redivivo, un Bolívar, un Cristo.
Por fin un día de los primeros tiempos de la revolución, como en las mejores telenovelas cuando van llegando al final, llegó el momento de decirle a la pequeña Alina quién era su verdadero padre. También para Naty iba a ser el peor momento de su vida. Como notarios embargando bienes, fue el momento de hipotecar o ceder o prestar por un rato a su primera hija, Natalie, de doce años por entonces, que parte con su padre hacia Estados Unidos, por unos meses, para no dejarlo solo ahora que el infeliz médico que un día brilló en La Habana se iba con una mano atrás y la otra delante a empezar de nuevo, pero de la que después ella sólo tendrá noticias por las aves migratorias que la vieron a veces deshojando margaritas en el jardín o con la vista fija en el cielo leyendo muy atenta en el libro de las nubes, y así hasta fechas muy recientes en que la humildad que conceden los años y las magias del e-mail lograron activar lo que todavía pudiera ser, sospecho yo, un tímido y muy ocasional intercambio de pequeñas noticias domésticas que acaso incluyan recetas de cocina y demás cortesías de hoy mismo, gentilezas muy actuales que no dejen eco en el pasado ni lo traigan, entre las dos abuelas: la abuela Natalie, aún bisoña, muy reciente (a pesar de andar ya cerca de los sesenta), y la experimentada y muy solitaria abuela Naty, tal vez la abuela más solitaria del mundo.
¿Solitaria, dije? Me excuso. Solitaria tal vez cuando se acuesta en una casa ya tan inhóspita como la suya, habitada por los numerosos cuadros y objetos de arte que compró cuando era ejecutiva en la ESSO, sin saber que en estos años le permitirían sobrevivir vendiendo de tiempo en tiempo algunas de aquellas piezas; casa de silencios donde en Cuba, de la gente de su familia por parte de madre o de padre, queda ella, solamente ella, que el año pasado arribó a su ochenta aniversario y tal vez por orgullo, para que no la crean una solitaria, alguien que necesita del cigarro para olvidar o para no pensar, valientemente dejó de fumar. Solitaria tal vez cuando recuerda que de esos ochenta años ella no ha vivido ni la mitad.
Ya en el año 62, cuando fuimos presentados por nuestro gran amigo común el fotógrafo Alberto Korda, siendo ella todavía una de las mujeres más bellas de La Habana, era considerada una res sagrada, marcada con hierro y todo, en la que poner los ojos con fines impíos habría sido profanación. Trabajábamos entonces, ella en Radio Habana Cuba como locutora y redactora en lengua inglesa, y yo como escritor y locutor en Radio Progreso, y recuerdo el miedo con que los galanes del lugar la miraban suspirando golosos al seguir de largo, sin que faltara entre ellos el adorador que ni pellizcándose podía creer haber visto en persona a lo que manos divinas tocaran un día o a lo mejor tocaban todavía.
Excepto una vez por unos meses en que apareció un hereje que no creía en las llamas del infierno, aquel insólito estigma, maldición, fatum, supuesta sombra de una mano invisible detrás de ella en posición de ¡Stop! Pero el hechizo no cedía. No levantó su veda en París, donde ella estuvo durante un año ocupando un modesto puesto en la Embajada cubana, ni la suspendió después en el CENIC, ni la retirará más tarde en Comercio Exterior donde, también modestamente, prestó servicios hasta jubilarse.
Pues no obstante su esmerada educación, currículum en la esso, y antes en el Servicio de Inmigración norteamericano en La Habana, más su hoja revolucionaria de gran linaje, siempre Naty en su día laboral posterior al 59 fue un trabajador más, nunca un director de peso, mucho menos un dirigente. Tal vez (ella no habla de esas cosas), modesta por naturaleza como es, se negó a salir del anonimato, o tal vez juzgaron inoportuno mostrarla en público. Una mujer así, con su pasado, aparecida en un periódico, haría o podría hacer recordar cosas que en el seno del gobierno revolucionario decidieron patrióticamente que era mejor darlas por no sucedidas, archivarlas junto con la paternidad verdadera de María Mantilla (al parecer, hija del Apóstol José Martí con la esposa de un amigo). De todos modos, al llegar a la edad de jubilarse, le asignaron pensión de moncadista.
Hoy al parecer vive en el olvido, igual que las tumbas donde por fin se borraron las inscripciones. Ya no la invitan a los actos conmemorativos del 26. Su hija Alina, que, sorprendiéndola, protagonizara a fines del 93 una fuga espectacular, emprendiendo a continuación una tenaz campaña contra su padre, está en Miami dando guerra desde los micrófonos de una emisora; Mumín, hija de Alina, su única nieta, a la que criara, también vive en Miami desde los días de la fuga de su madre; Natica murió, y ella ha dejado de fumar; pero sigue teniendo decenas de amigos, escritores y artistas principalmente, que la aman, que ven en ella a una musa, o sea, que ven en ella lo que es y ha sido siempre: un soplo, una inspiración. Pero, también, un curioso ejemplo de paciencia, o de un deber muy extraño en el que pareciera irle la vida. Cuando muchos creen que la revolución que en sus inicios la tuviera en su cabecera es un tren que ya pasó, ella, creyéndolo o no, lo niega, lo replica, alega, declara de lo más seria que es ahora cuando empieza a llegar y hasta jura oír los pitazos del tren en la curva anunciando su entrada.
Equivocada o no, es así. Es Naty. Sencillamente es Naty Revuelta: todavía de pie, esperando, en el andén de sus sueños. ~