Hace ya demasiado tiempo que el África negra se percibe como una presencia fantasma de la historia, una falla geográfica y simbólica en la cartografía del planeta. Aunque la música de origen africano ha conquistado el mundo –del rock y el jazz a la salsa y el bossa nova–, el continente de su procedencia no parece representar más que la tierra baldía de la posguerra. En tanto agente histórico, como advirtió Susan Sontag, el África poscolonial da la impresión de estar presente en la conciencia pública sólo “como una sucesión de inolvidables fotografías de víctimas de ojos grandes”. En concreto, a finales de la década de los años sesenta, el tema político del Tercer Mundo en general y de África en particular nació acompañado por el surgimiento paralelo de un conjunto de imágenes sobrecogedoras: los retratos de los damnificados por la hambruna en Biafra.
La conmoción producida por estas imágenes originó toda una nueva zona de la conciencia ética mundial –el interés compasivo por África– y dio un aliento renovado a los movimientos internacionales a favor de la ayuda humanitaria y la asistencia para el desarrollo. Esta corriente alcanzó uno de sus momentos de mayor expansión mediática a mediados de la década de los ochenta, cuando un conjunto de celebridades del mundo de la música, lideradas por el irlandés Bob Geldof, organizó la grabación de un disco sencillo –Band Aid– y la celebración de una serie de conciertos simultáneos en casi todo el mundo –Live Aid– con el fin de recaudar fondos para luchar contra la hambruna en Etiopía. Casi dos décadas después, otro irlandés, Bono, líder de la banda de rock u2, asumió una posición de liderazgo dentro de este movimiento, y se convirtió en el vocero oficial de un conjunto de campañas para multiplicar los medios de asistencia internacional en África.
En el corazón de la plataforma económica y social de esta corriente se encuentran dos propuestas fundamentales: incrementar la ayuda internacional para el desarrollo, y condonar la deuda externa de los países más pobres, la mayoría de ellos situados en el continente africano. Respaldadas por economistas de relieve como Jeffrey Sachs, autor del discutido The End of Poverty, estas iniciativas pretenden emancipar a los gobiernos de los países más marginados de una carga que cada año exprime dramáticamente sus presupuestos de egresos, robando tiempo, recursos y atención que bien podrían dirigirse hacia la revitalización de sus sistemas educativos y de salud, así como otorgarles el sustituto de una inversión que casi nunca llega y es indispensable para financiar el desarrollo.
Hasta la fecha, el éxito de las campañas a favor de esta plataforma ha sido sorprendente. Sus críticos, quizás ellos mismos deslumbrados por el glamour de las celebridades a quienes pretenden cuestionar, se han concentrado en la figura de Bono y compañía, pasando por alto el hecho de que estas propuestas ya no son simplemente el discurso de unos cuantos organismos civiles o la perorata idealista de un puñado de estrellas en busca de prestigio, sino la política oficial de los países más ricos con respecto a las zonas menos desarrolladas del mundo. En el 2005, el G-8 aprobó un paquete de ayuda internacional de cincuenta mil millones de dólares, así como la cancelación total de la deuda de los dieciocho países africanos más pobres. Desde del 2001 hasta la fecha, la ayuda para el desarrollo se ha incrementado considerablemente, y todo parece indicar que lo seguirá haciendo de un modo todavía más intenso durante los años por venir.
A pesar de su notoriedad en ciertos medios políticos y de opinión, numerosos críticos han señalado que este esquema de colaboración internacional para el desarrollo adolece de debilidades congénitas, algunas irresolubles. En especial, decenios de experiencia en la ayuda para el desarrollo han revelado la existencia de una “maldición de la asistencia”, análoga a la “maldición del petróleo”, que por diversas razones condena a los países receptores del socorro económico a un estancamiento permanente, si no es que a un penoso retroceso. Entre más ayuda suele recibir una nación en apuros, reza el argumento, menos se esfuerza por fortalecer su capacidad de ahorro interno, menos trabaja por incrementar su habilidad para gastar productivamente, y menos se preocupa por olvidarse de sus hábitos de corrupción y despilfarro. Frente a una gestión pública marcada por el despotismo administrativo, la malversación de fondos más exorbitante y el desperdicio sin límites, como es la de un buen número de gobiernos africanos, la iniciativa de mandar más y más dinero tiene algo de absurdo y perjudicial. En adición, afirman otros, los paquetes de perdón del pago de intereses suelen venir acompañados de condiciones –como las liberalizaciones económicas súbitas o las privatizaciones obligatorias– cuyo cumplimiento puede resultar, en ciertos casos, igual de oneroso o más que la propia deuda. En una perspectiva más oscura, puede suceder que el auxilio recibido por una nación en desgracia, al ser manipulado por las autoridades locales y redirigido a favor de sus propias políticas, resulte en la creación de un segundo mal todavía más intenso que el original. Ésta ha sido la inquietante posibilidad señalada por David Rieff con respecto a los resultados de la participación del dinero de Live Aid en Etiopía durante los años ochenta: al haber colaborado involuntariamente con una desastrosa política de colectivización forzada, el socorro humanitario pudo haber contribuido a la muerte de una cantidad de víctimas igual o mayor que las salvadas gracias a los fondos de auxilio.
Los argumentos en contra de la plataforma para el desarrollo basada en perdonar la deuda y enviar más dinero son tantos y tan consistentes que justifican un grado de escepticismo. Aun frente a este panorama crítico, sin embargo, el sentido de la ayuda no se desvanece del todo. Si bien es cierto, como ha señalado el propio Rieff, que “en el negocio del altruismo global a veces es mejor no hacer nada en absoluto”, también es cierto que en los últimos años el número de gobiernos democráticos en África se ha multiplicado, que éstos han enmendado sensiblemente su capacidad de absorción práctica de la ayuda, y que ahora los paquetes de condonación de la deuda vienen acompañados de cláusulas que solicitan el crecimiento del gasto social y la intensificación de las políticas de rendición de cuentas y transparencia gubernamental. También es cierto, sobre todo, que un enorme número de esfuerzos en pequeña escala, y de intervenciones graduales en campos específicos financiados por la ayuda externa –proyectos pedagógicos, campañas de vacunación, terapias de prevención, entre muchos otros–, han demostrado ser ampliamente exitosos.
Después de todo, quizás en el polémico binomio de dispensar la deuda y extender la asistencia no haya tanto de obsoleto y contraproducente. Pero lejos de equivaler a una aprobación instantánea, este reconocimiento no hace más que trasladar los cuestionamientos del programa a una dimensión más penetrante, situada más allá de los aciertos técnicos o las omisiones operativas, en una zona donde las verdaderas insuficiencias del esquema podrían hacerse visibles.
En su mayor parte, los proyectos de asistencia humanitaria y de ayuda para el desarrollo resguardan, aunque sea parcialmente, una idea de África y de la pobreza que resulta, por decir lo menos, inhabilitante: comparten la visión reductora de un médico conmovido por la pasividad, condicionado para mirar el mundo a partir de la enfermedad y la miseria, incapaz de percibir a los hombres en términos de sus aptitudes sino sólo como “seres dependientes, sujetos enteramente penetrados por el sufrimiento y la necesidad, no individuos actuantes, es decir incontrolables” (Alain Finkielkraut). Se afirman, asimismo, en un sentido de la caridad que es inconsciente de su propio origen y de sus propias contradicciones, del despeñadero que existe entre la piedad globalizada e impersonal, cultivada por gobiernos y burocracias gigantescas, y la libertad concreta de volcarse de modo impredecible y espontáneo hacia otra persona. Frente a las exigencias radicales de la caridad encarnada, en última instancia todo humanitarismo se nos aparece, en palabras de Iván Illich, como una desorbitada fantasía: la absurda pretensión de garantizar el amor con el poder.
A finales del siglo XIX, Léon Bloy se regocijaba en una página de sus diarios por el incendio de un bazar de caridad. Indignado por un concepto que situaba dos palabras incompatibles una junto a la otra, en las llamas que habían hecho perecer a numerosas damas de sociedad distinguía el comienzo de la justicia. Para librarse de ser a la vez atenta y simplificadora, la mirada humanitaria debe, quizás, habitar en la conciencia profunda de esta ambivalencia y de su aventurada desmesura. ~
es ensayista.