Sobre el problema de Dios de Sartre

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Diría que Sartre, a pesar de su indiscutible vigor intelectual, su talento y su personalidad, es aún el hombre que descarriló el existencialismo, que lo sacó de cauce. Esto pudo ser, en parte, porque dio un rodeo demasiado grande para evitar el pensamiento de Heidegger. Heidegger dedicó su vida a trabajar con ahínco en la grieta de las asentaderas de la filosofía, justo ahí en la hendidura entre el Ser y el Ser-ahí. Incluso sugeriría que Heidegger estaba buscando una conexión viable entre lo humano y lo divino que no enardeciera irreparablemente a los mandarines alemanes de la era posterior a Hitler que reinaban entonces, que no tenían prisa por perdonarle su pasado y que difícilmente habrían fomentado su viraje hacia lo irracional.

Sartre, sin embargo, parecía cómodo como ateo incluso si su pisada filosófica carecía de una base en la cual apoyarse. Al diablo con eso, él no lo necesitaba. Estaba listo para sobrevivir en pleno aire. Somos franceses, estaba dispuesto a declarar. Tenemos mente, podemos vivir con el absurdo y no pedir recompensas. Esto es así porque somos lo suficientemente nobles para vivir con el vacío, y suficientemente fuertes para elegir una ruta por la cual incluso estamos dispuestos a morir. Y haremos esto en absoluto desafío al hecho de que, ciertamente, carecemos de base. No esperamos un Más Allá.

Era una actitud, una postura orgullosa; era igual a vivir con la mente de uno en el espacio informe, pero privó al existencialismo de exploraciones más interesantes. Pues el ateísmo es una empresa estéril cuando se encuentra con la filosofía. (¡Basta pensar en el Positivismo Lógico!) El ateísmo puede enfrentarse con la ética (como en ocasiones lo hizo Sartre brillantemente), pero cuando se trata de metafísica el ateísmo termina en una celda cerrada. Después de todo, es casi imposible para un filósofo indagar sobre cómo es que estamos aquí sin manejar alguna noción de lo que debió ser una fuerza previa. Si la existencia surgió ex nihilo, la especulación cósmica se asfixia. Y peor, en el caso de Sartre. La existencia se dio sin una sola clave que sugiriera si estamos aquí por un buen propósito o si no hay razón alguna para nosotros.

De cualquier manera, el talento filosófico de Sartre era condenadamente hábil. Era capaz de funcionar con precisión en las altas esferas de cada una de las estructuras lógicas que levantaba. ¡Si tan sólo no hubiera sido un existencialista! Pues un existencialista que no cree en algún tipo de Otredad es igual a un ingeniero que diseña un automóvil que no requiere de conductor ni acepta pasajeros. Si el existencialismo ha de florecer (es decir desarrollarse a través de una serie de nuevos filósofos que construyan sobre premisas previas), necesita un Dios que no esté más seguro del fin que nosotros; un Dios artista, no un legislador; un Dios que padezca las incertidumbres de la existencia; un Dios que viva sin ninguna de las garantías preestablecidas que se posan como íncubos sobre la teología formal, con su egoísta y flatulenta suposición de un Ser que es Todopoderoso y Bondadoso. Qué pantagruélico oxímoron —Todopoderoso y Bondadoso. Una noción que pasmaría a cualquiera y a todos los teólogos formales que intentaran explicar un terremoto. Ante la furia de un tsunami, sólo pueden soltar una ventosidad. La noción de un dios existencial, de un Creador o Creadora que probablemente hizo su mejor esfuerzo artístico pero que, aun así, fue descuidado al diseñar las placas tectónicas, está fuera de su alcance.

Sartre era ajeno a la posibilidad de que el existencialismo podía prosperar si tan sólo asumiera que, de hecho, tenemos un Dios quien, sin importar Sus dimensiones cósmicas (ya sean más grandes o más pequeñas de lo que suponemos), encarna de todos modos algunas de nuestras faltas, nuestras ambiciones, nuestros talentos y nuestra oscuridad. Pues el fin no está escrito. Si lo está, no hay lugar para el existencialismo. Si nuestras creencias se basaran en el hecho de nuestra existencia, no nos costaría demasiado trabajo asumir que no sólo somos individuos, sino que bien podemos ser parte vital de un fenómeno más grande que busca una visión más aguda de la vida, una visión que posiblemente podría emerger de nuestra condición humana presente. No hay razón, se puede argüir, por la que esta suposición no esté más cerca del ser real de nuestras vidas que cualquier otra que nos ofrezcan los teólogos oximorónicos. Sin duda es más razonable que la suposición de Sartre —a pesar de su deseo apasionado de una sociedad mejor— de que estamos aquí querámoslo o no y que debemos lidiar de la mejor manera posible con la nada endémica instalada en la eterna falta de base. Sartre fue ciertamente un escritor de grandes dimensiones, pero también fue un verdugo filosófico. Guillotinó el existencialismo cuando más necesitábamos escuchar su aullido, su graznido salvaje diciendo que hay algo en común entre Dios y todos nosotros. Como Dios, somos artistas imperfectos haciendo lo mejor que podemos. Podemos tener éxito o fracasar —Dios y nosotros. Ése es el aire implícito, aunque no desarrollado, del existencialismo. Haríamos bien viviendo otra vez con los griegos, con la esperanza de que el fin permanece abierto pero que la tragedia humana bien puede ser nuestro fin.

Las grandes esperanzas no tienen una base real a menos que uno esté dispuesto a encarar la fatalidad que también puede estar en camino. Ésos son los polos de nuestra existencia —tal y como han sido desde el primer instante del Big-Bang. Algo inmenso puede estar fraguándose, pero para enfrentarlo haríamos mejor esperando, no que la vida provea las respuestas que necesitamos, sino que nos ofrezca el privilegio de afinar nuestras preguntas. No es el absolutismo moral sino el relativismo teológico el que haríamos bien en explorar, si lo que realmente necesitamos es un Dios con el que podamos comprometer nuestras vidas.~
     

Traducción de Julio Trujillo


     

© Norman Mailer 2005

 

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