Este año celebramos el centenario de la muerte de uno de los compositores más distinguidos de todos los tiempos, el inigualable Antonin Dvorák. Nació en Nelahozeves, Bohemia, el 8 de septiembre de 1841, y murió en Praga el 10 de mayo de 1904. Siendo niño disfrutaba más con las canciones folclóricas que tocaba su padre en la cítara para solaz de los campesinos que con temas “aburridos” como la lectura, la escritura y las matemáticas. Naturalmente enfurecía al maestro del pueblo. No pasó mucho tiempo para que Antonin tomara su violín y tocara el bello repertorio paterno antes de aplicarse a los estudios en serio. Insistió con sus padres para que le permitieran estudiar en la escuela de organistas en Praga. Sufrió penurias, incluyendo el hambre, mientras estudiaba, y su único ingreso venía de actuaciones esporádicas en una pequeña banda.
El día de su graduación en 1860 fue importante. Un decreto imperial levantó el yugo austriaco del cuello de Bohemia, y Bedrich Smetana acababa de regresar a Praga desde Götheborg llevando en su alma la llama creativa para una escuela nacional de música. Dvorák se unió de inmediato a la causa. Obtuvo empleo en la orquesta del teatro para mantenerse. Contrajo pronto el “sarampión” wagneriano y compuso la ópera Alfred y una ópera cómica Rey y Minero, que resultaron simples destilaciones de Wagner.
Borró las malas vibraciones de estos desastres con la cantata Hymnus y el emotivo himno patriótico Los Herederos de las Montañas Blancas. Renunció a su puesto en el teatro prefiriendo la labor de organista que le daba tiempo para la composición. En 1875 el Ministerio de Cultura Austriaco, a instancias de Johannes Brahms, le otorgó un estipendio anual como reconocimiento a sus Duetos de Moravia.
Con varios años de casado, la trágica muerte de su pequeña hija lo inspiró para escribir el Trío para Piano en sol menor y un Stabat Mater.
Meses después de los exquisitos Duetos de Moravia, de franca confección folclórica, nacieron las Rapsodias Eslavas y las Danzas Eslavas, que adquirieron gran popularidad en Alemania así como en Bohemia, y de la noche a la mañana Dvorák se volvió famoso. Franz Liszt y Johannes Brahms lo ayudaron y alabaron, y los editores se disputaban la publicación de sus obras. Cuando estaba en la penuria conoció la generosidad y el apoyo de Brahms, un hecho que nunca se divulgó.
Una invitación para ir a Inglaterra para dirigir su Stabat Mater resultó una bendición a medias. Le comisionaron muchos oratorios, pero en este terreno Dvorák no se hacía justicia. Las obras se entregaron a tiempo, pero son pesadas y encierran cierta prepotencia que no se identifica con este músico. Basta escuchar las Danzas Eslavas, las Canciones que me enseñó mi madre y la Sinfonía del Nuevo Mundo para darnos cuenta que valen más que una tonelada de oratorios.
La Sinfonía del Nuevo Mundo (N0 9) fue compuesta durante el tiempo en que Dvorák era director del Conservatorio Nacional de Nueva York (1892-1895). Durante sus viajes había descubierto un pueblo de bohemios inmigrantes, Spillville, Iowa, y fue allí a componer su Sinfonía y aliviar la nostalgia que sentía por su tierra natal. Muchos temas de la Sinfonía incorporan los “espirituales” que Dvorák aprendió en la voz de un alumno negro, Harry Burleigh, y esto provocó que los estadounidenses abrazaran de inmediato la obra como si fuera suya.
Cuando izó las velas para regresar a casa en 1895, dio señales de alivio. Su casa en el sur de Bohemia le emocionaba más que las cataratas del Niágara, Longfellow, las canciones de los negros, o sus alumnos en América. A todos amaba intensamente, pero su corazón era bohemio. Se convirtió en director del Conservatorio de Praga y durante sus años finales acumuló muchos honores, doctorados y medallas, siendo el primer músico honrado con una silla en la Casa de Distinciones Austriacas.
La vida era amable y dulce cuando murió repentinamente de apoplejía a los 63 años. Dvorák se caracterizó como un músico de lenguaje sencillo y directo, belleza en el sonido y perfección en la forma. Nunca hemos escuchado una composición suya que no nos haya gustado. Está colocado al lado de Smetana en el afecto del pueblo checo, y el resto del mundo lo conserva en un lugar de honor. Dvorák respira felicidad y bienestar en una serie de expresiones musicales de gran variedad. –
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