De poniente a levante. De oeste a este. De occidente a oriente. Y luego, viceversa. Hemos atravesado media España, más de mil doscientos kilómetros en dos días, al volante no de un Chevrolet, como Pessoa, ni camino de Sintra, como el poeta portugués, sino en un modesto Ford y en dirección a Valencia. Hace 17 años hicimos un viaje parecido. Entonces, de noche y no por la misma ruta, ni por autovía, como ahora. Las razones, parecidas. En aquel caso para asistir a un congreso de poesía y en éste para leer poemas, algo que en aquel lejano tiempo también hicimos. Esta vez no en el clásico claustro de la antigua Facultad de Letras sino en el llamativo edificio del Palau de la Música, una obra con enormes cúpulas de cristal, a modo de invernaderos, donde crecen, cómo no, los naranjos. En ambos casos, los mismos anfitriones: los poetas Vicente Gallego y Carlos Marzal.
La Valencia que conocimos entonces sigue, en lo sustancial, idéntica. Es la próspera ciudad comercial del centro; tan mediterránea, tan luminosa. Con ese toque de ajada elegancia que tienen todas las ciudades que están al borde del mar. Más respirable ahora, eso sí, que en aquel tórrido mes de julio de 1987. Sin embargo, la Valencia de los alrededores del Palau y del hotel es otra. Entonces, ni siquiera existía. Es la bautizada como Ciudad de las Artes y las Ciencias y su entorno: el del elogio y el apogeo de la arquitectura, high tech sobre todo. Una ciudad de hormigón, acero y cristal que dominan, en obra y en espíritu, las creaciones del ingeniero Santiago Calatrava. Donde hubo descampados, almacenes, pequeñas industrias y talleres, en las cercanías del puerto, se levantan hoy rascacielos y enormes edificios de esos que llaman emblemáticos. Sobresalen por encima de las chimeneas de ladrillos que se conservan a modo de humildes vestigios. Entre todos, el casi terminado Palacio de la Ópera. Más allá de que uno guste de ese alarde, asombra ponerse debajo de la obra y contemplarla. Las desproporcionadas formas de hormigón, de dimensiones apabullantes, parecen volar ligeras, como si fueran de papel, por encima de nuestras cabezas. Entre la fría neblina de febrero, observadas después desde lejos, la Ópera y el resto de construcciones dan a esa zona un aspecto decididamente ajeno a este lugar. Más bien parece que estemos en Hong Kong, Shangai o Bangkok; en cualquier megalópolis de la nueva China o en una de esas urbes ultramodernas de Extremo Oriente.
Nosotros, qué duda cabe, seguimos prefiriendo la vieja Valencia, menos cosmopolita acaso, pero mucho más genuina, si se nos permite usar una palabra tan gastada. Con todo, no viene mal de vez en cuando un poco de inmersión novísima, de aires futuristas incluso. No sé si eso casa muy bien con la poesía que escribimos; no tan urbana y posmoderna, ay, como el contexto.
En el viaje anterior, conocimos en persona al poeta César Simón, muerto a deshora hace unos pocos años. Hacía muchos que nos escribíamos, desde que acusó amable recibo de nuestro primer libro. Ya hemos dicho otras veces, nunca será bastante, que consideramos su poesía como una de las más intensas y personales del siglo XX español. En español, mejor. Y eso, teniendo en cuenta la importancia de la lírica de esa centuria, no es decir poco. Aunque la poesía poco sabe de fronteras, podríamos precisar que pertenece a una singular estirpe: la que constituyen los poetas valencianos contemporáneos, entre los que podríamos destacar los nombres de dos de sus maestros: Juan GilAlbert y Francisco Brines. Por suerte, su obra poética está, salvo excepciones, bien editada en colecciones de prestigio. Algunos (decir muchos sería faltar a la verdad) la conocieron gracias a Precisión de una sombra, publicado por Hiperión en 1984. Allí se reunían sus primeros libros: Pedregal, Erosión, Estupor final y, en fin, el que daba título al volumen. A éste le siguieron Quince fragmentos sobre un único tema: el tema único (1985), Extravío (1991), Templo sin dioses (1996, Premio Loewe) y El jardín (1997).
Como parte sustancial de su poesía, como extensión de lo mismo, calificaríamos sus libros de diarios: Siciliana (1989), Perros ahorcados (1997) y En nombre de nada (1998). También gozan de la potencia y la singularidad del resto de su obra. Si alguna vez tuvo sentido adjudicar la excelencia a la prosa de los poetas, lo es, a buen seguro, por aventuras literarias como éstas.
Sabíamos por la prensa, gracias una reseña firmada precisamente por Marzal (prologuista de En nombre de nada), que se había publicado Papeles de prensa, un libro que reúne sus artículos periodísticos. Sus magistrales y dispersos artículos, cabría añadir. Aunque algunos no están fechados (o no se localizaron o son inéditos), pertenecen a los años ochenta y noventa y vieron la luz en las páginas del diario valenciano Las Provincias. Dicho esto, es fácil suponer que, para la inmensa minoría de sus lectores, éstos constituyen, por su absoluta novedad, una sorpresa. Su editor, Miguel Catalán, los ha agrupado por temas: del existir, del convivir, de la naturaleza, de libros y otros papeles, de la escritura, de los escritores, de la política, de la intrahistoria, de las artes y del paso del tiempo.
Escritos desde la primera persona del plural (el “nosotros” que aquí se utiliza a modo de homenaje), con el rigor que un poeta cabal exige a cualquier texto que da a la imprenta, nos desvelan la vida de un hombre que observa la vida con asombro, perplejo y maravillado ante aquello que sucede delante de sus ojos: “desde fuera”. “Vivir es estar alto, lejos, oculto y desdoblado”, escribe, y añade: “Vivir es experimentarse, como una máquina maravillosa, por el anonimato de la existencia” o “Vivir es, ante todo, un acontecimiento misterioso”. Quien aparece detrás de estos artículos, fragmentos de un diario, es un ser contemplativo que establece sobre “el reino de la mirada” su horizonte. Unas veces mira su extrañada existencia desde arriba, desde las altas ventanas de su casa en la ciudad. Otras, desde los páramos que rodean su casa de campo, durante las tórridas siestas del verano. De la luz a la luz, como le cabe al hombre mediterráneo. Alguien que frecuentaba tanto los bares inhóspitos que están en las largas avenidas del extrarradio (“soy un bebedor solitario”) como las soledades sin horas (“escribir es una manera de dilapidar el tiempo”) de sus paseos campestres.
No nos han pasado desapercibidos los tres capítulos que dedica a los libros, los escritores y la escritura. Son la prueba fehaciente de su excelencia. Un artículo, si se nos apura, basta: “El estilo y el estilo“. Da gloria comprobar este despliegue, cuajado de inteligencia, de un tan personal punto de vista, a sabiendas incluso de que la originalidad no es en literatura pasaporte suficiente.
En cierta ocasión el autor de Estupor final declaró en una entrevista publicada en la revista Quervo (donde nosotros le conocimos): “la poesía es, antes que nada, un carácter”, y añadía: “existe como una forma de vida”. A esa humilde verdad se ajustan las piezas de este mosaico. Vistas desde lo alto y lejos, las teselas conforman, como en la metáfora borgeana, el verdadero rostro del poeta.
César Simón dejó escrito: “Vivir es deslizarse”. En eso andamos. ~
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