Diplomacia sin Inteligentsia. Tragicomedia en tres actos

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Primer Acto. “Todos con el cambio”
Si bien la presencia de artistas, escritores y promotores culturales en la diplomacia mexicana ha sido constante desde el siglo XIX, la decisión tomada por el canciller Jorge Castañeda, a principios de 2001, de convertirlos en parte medular de su proyecto cultural provocó una incesante polémica que, a un año de su salida de la Secretaría de Relaciones Exteriores (sre), aún no ha logrado agotarse. Desde el principio, la invitación hecha a una veintena de intelectuales para convertirse en agregados culturales provocó hondos resquemores. No obstante, a mediados de 2001 Castañeda y su principal operador cultural, Gerardo Estrada, habían enviado un importante contingente de escritores y artistas a diversas embajadas y consulados, desatando el inmediato entusiasmo de los países receptores.
     Al año siguiente, poniendo en marcha una vieja idea defendida por Carlos Fuentes, Castañeda anunció la creación del Instituto de México, un organismo cultural que, a SEMejanza del Instituto Cervantes español, del Goethe alemán, las Alianzas francesas o el British Council, se dedicaría a difundir la cultura mexicana y el español de México. Aunque ahora nadie lo reconozca, se trataba del más importante proyecto cultural emprendido por el gobierno mexicano en el exterior. Comprendiendo que la imagen de México está indisolublemente ligada a su tradición cultural, la creación de un organismo autónomo capaz de coordinar la labor de sus distintas sedes no podía parecer más acertada.
     Cuando Castañeda renunció a la SRE a principios de 2003, el proyecto del Instituto de México, dirigido por Alejandra Rangel, había avanzado notablemente a pesar de las inevitables dificultades financieras y administrativas. Asimismo, la mayor parte de los nuevos funcionarios había comenzado a desarrollar una importante labor para difundir nuestra creación contemporánea. Por desgracia, el nombramiento de Luis Ernesto Derbez no condujo a una transición institucional, sino a una renovación completa de la SRE. Durante meses, el nuevo canciller no pareció dedicarse más que a desmantelar las acciones de su predecesor.
     Sin siquiera conocer la labor de sus subordinados, Derbez afirmó que no seguiría concediendo “becas Tlatelolco”, inconforme con esos agregados culturales que sólo se dedicaban a “escribir novelas” (o pintar cuadros, supongo), y a continuación anunció una drástica revisión del proyecto cultural previo. A lo largo de diez meses, dicha “evaluación” se resumió en una sola palabra: silencio. En medio de la incertidumbre, algunos agregados optaron por renunciar, mientras que otros resistieron pensando que, en efecto, México había cambiado y la sustitución de un funcionario no implicaba la destrucción del trabajo de su antecesor. Como le ocurrió a la mayor parte de los mexicanos en este tiempo, ellos también se equivocaron. Al parecer, al “cambio” había que hacerle otro “cambio”.

Segundo Acto. “Becas Tlatelolco”
La renuncia de Castañeda generó numerosos efectos: dotado de una personalidad enérgica e imprevisible —justo la contraria de la de los demás miembros del gabinete—, sus enemigos no tardaron en celebrar el fin de su proyecto y la efímera carrera de sus “amigos”. (Una precisión personal: aunque siempre respeté el trabajo de Castañeda, antes de que me invitase a ser consejero cultural en París lo había visto sólo en dos ocasiones.) Auspiciados por el menosprecio del nuevo canciller, intelectuales resentidos, periodistas, políticos y unos cuantos miembros del Servicio Exterior Mexicano (sem) exigieron la remoción de los funcionarios nombrados por Castañeda y Estrada; el motivo era claro: muchos de ellos aspiraban a los puestos que quedarían vacantes. (Otra precisión personal: pese a todos los rumores, en general la relación de los intelectuales con los miembros del SEM fue espléndida. Yo no tengo sino agradecimiento hacia Claude Heller, el embajador de México en Francia, y todo su equipo.)
     Tras las renuncias de Estrada y Rangel, se inició un interregno que duró más de ocho meses. Porfirio Thierry Muñoz Ledo, un miembro del SEM que hasta el momento no había tenido ningún contacto con la promoción de la cultura, fue designado al frente de la Unidad de Asuntos Culturales (UAC), mientras que la dirección del Instituto de México quedó acéfala en espera de su disolución. ¿Qué sucedió a partir de entonces? Nada. La anunciada evaluación de Derbez nunca se produjo y la UAC se limitó a apoyar los proyectos que cada sede tenía en marcha. ¿Ello generó el caos que más tarde anunciaría Andrés Ordóñez, el nuevo miembro del SEM que sustituiría a Muñoz Ledo a fines del 2003? Sí y no. En efecto, el desorden administrativo fue notable, pero sólo al interior de la propia SRE; en cambio, los agregados culturales continuaron sus respectivos programas del año: por lo general, se trata de proyectos binacionales que no pueden anularse sin más. La situación no era, pues, catastrófica: uno simplemente podía comprobar el creciente desinterés —lo diré claramente: el desprecio— por parte de las nuevas autoridades hacia el trabajo de sus funcionarios.
     La mejor prueba: tras la renuncia de Ignacio Padilla a la Embajada de México en Gran Bretaña, al gobierno no se le ocurrió mejor sustituta que María de la Luz Lima, hasta hacía poco subprocuradora general de la República. Ni siquiera tiene caso preguntar por qué alguien con su perfil fue designada agregada cultural. El escándalo estalló de inmediato. ¿Cómo respondió la SRE? Con la excusa más peregrina: según un comunicado oficial, todo se debió a un error en la página electrónica de la Secretaría; la doctora Lima iría a la Embajada en Gran Bretaña como “agregada política”. A nadie le importó que dicho cargo no existiera ni que el propio personal del Bristish Council certificase sus contactos con ella. Corregido el “error”, se le pidió al auténtico responsable de asuntos políticos en Londres que se encargara, de paso, de los asuntos culturales.
     Podría pensarse que este desaguisado fue una excepción, pero, tras las renuncias de los agregados en Irlanda, Alemania y Costa Rica, la SRE prefirió dejar sus plazas vacantes u ocuparlas, una vez más, con miembros del SEM encargados, asimismo, de atender otras responsabilidades. La cultura había dejado de ser prioritaria.

Intermedio.
“¿Qué diablos hace un agregado cultural?”

No me queda más remedio que escribir este apartado en primera persona: organizar cinco exposiciones colectivas de arte contemporáneo al año, incluyendo selección del curador, búsqueda de recursos, trámites de envíos y entregas, embalajes y desembalajes, seguros, montaje, publicidad y publicación de los respectivos catálogos, así como algunas grandes exposiciones en colaboración con otras instituciones mexicanas o francesas; crear una página electrónica (donde pueden consultarse todas las actividades del Instituto de México en París en estos tres años); organizar presentaciones de los libros de autores mexicanos, dos temporadas de conciertos y una SEMana de cine mexicano al año; coordinar la agenda cultural de las visitas del presidente Fox; colaborar con los proyectos culturales de mexicanos en el país de destino y con las instituciones locales con proyectos relacionados con México; poner en marcha un taller de literatura mexicana; publicar una revista electrónica bilingüe; asistir a las reuniones de cooperación con el país anfitrión; y, para no insistir demasiado, realizar un sinfín de trámites administrativos relacionados con estas tareas. ¿Becas Tlatelolco? Sólo si se piensa que fueron concebidas para que escritores y artistas dejen de escribir, pintar, componer, danzar o actuar.

Tercer acto: “Que se larguen todos…”
A mediados de 2003, era evidente que la nueva administración pretendía desembarazarse de los agregados nombrados por Castañeda y desmantelar su programa cultural. Luego de meses de indiferencia, al fin la SRE tuvo a bien comunicar que los contratos de todos los agregados culturales “se prorrogaban hasta el 31 de diciembre de 2003”. ¿Qué quería decir esto? Utilizando la vieja lógica priista, el anuncio debía leerse al revés: en realidad hacía tiempo que, de acuerdo con la Ley Federal de Trabajo, los contratos se habían prorrogado de manera automática: lo que en realidad hacía la SRE era concluirlos de modo unilateral, violando la legalidad.
     El desastroso fin de esta historia ya no me corresponde más que como espectador. Andrés Ordóñez, quien conoce bien los avatares de los intelectuales en la diplomacia porque ha escrito sobre ellos, inició su tarea con una conciliadora conferencia de prensa en donde invitaba a reflexionar sobre este asunto. Nadie sospechó que sus palabras eran una estrategia para camuflar el inminente despido de los últimos miembros del equipo de Castañeda. Guillermo Sheridan, hasta hace poco director de la Casa de México en París, ha contado mejor que yo las vejaciones que sufrió a partir de diciembre del 2003 por parte de la SRE. Suscribo puntualmente sus puntos de vista.
     Diez días antes de concluir el año, en pleno periodo vacacional, Sheridan recibió la orden de abandonar su puesto a partir del 10 de enero de 2004. Más adelante, Ordóñez diría que Sheridan sabía que iba a ser removido. Me consta que no es cierto: su contrato había sido prorrogado. Para colmo, la SRE olvidó que Sheridan también se había convertido en funcionario de la Universidad de París y no podía ser removido de un día para otro sin provocar un conflicto binacional. Dejando de lado la mínima cortesía diplomática, Ordóñez todavía se atrevió a insinuar que Sheridan no debía quejarse porque la SRE iba a pagar su menaje. Su inconcebible soberbia es una prueba más de la falta de respeto de la Secretaría hacia su personal. ¿Es que no podía limitarse a cumplir la Ley propiciando una transición institucional? ¿Por qué tanto desprecio? ¿Y tanta negligencia?
     La conclusión es profundamente desalentadora: lo sucedido con los agregados culturales en la SRE no es sino un reflejo de lo que ha pasado con el país en estos tres años. Una tras otra, las ilusiones despertadas por el triunfo de Fox en el 2000 se han desvanecido. Y lo peor es que los propios hombres del presidente son los responsables de estos fracasos. Cambiamos de partido en el poder, no de maneras: sin darse cuenta, los nuevos funcionarios se obstinan en ser desoladoramente priistas. ~

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