De un tiempo para acá, el debate sobre la relación entre México y Estados Unidos ha cobrado un vigor inusitado. Es una discusión vieja, pero los cambios que han ocurrido en México y el mundo en los últimos años le han dado un sentido completamente distinto al debate. La discusión está en curso todavía, así que no pretendo proponer conclusiones para el debate en general, sino resaltar un elemento central que muchas veces pasa inadvertido, oculto entre los análisis de coyuntura. Voy a abordar dos de los límites de la política exterior de México: la coyuntura internacional y la evolución de la sociedad mexicana.
Los límites que imponía la coyuntura internacional han cambiado mucho. Durante la Guerra Fría, los europeos orientales solían decir que los soviéticos, más que sus amigos, eran sus hermanos, porque a los amigos se les podía escoger. Porfirio Díaz, un tanto más lacónico pero con un espíritu similar, pronunció una frase que durante buena parte del siglo xx mexicano se volvió una excusa y un lamento: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. La vecindad con Estados Unidos era, desde esta perspectiva, una tragedia o un infortunio, pero nunca una oportunidad. Este espíritu de confrontación dominó buena parte del siglo pasado y quizá tenía sentido entonces, pero actualmente, más de una década después del establecimiento de la hegemonía estadounidense, resulta insostenible.
Junto con el auge de Estados Unidos vino una nueva escala de valores: en lugar de la defensa de la soberanía, la nueva prioridad de los Estados es la defensa del bienestar de sus ciudadanos. Ante el colapso del bloque socialista, la democracia, los derechos humanos y el mercado dejaron de ser parte de una ideología en competencia para convertirse en ejes rectores del sistema internacional. Este cambio en el contexto internacional entraña la necesidad de mantener una relación fluida con los centros de poder económico del mundo, pero limita el acceso a quienes cumplen con una serie de características mínimas de apertura política y económica. En el nuevo sistema internacional, el costo de enfrentarse a la potencia hegemónica y sus “protegidos”, sean Estados o miembros de la sociedad civil, se ha incrementado exponencialmente, al igual que los beneficios potenciales de cooperar con ellos. México no puede darse el lujo de romper con esta nueva escala de valores; por eso éste es el primer límite.
Las consideraciones de política interna tienen su propio peso también. Así como las sociedades no se crean ni se transforman por decreto, la política exterior de un país debe lidiar con tendencias sociales, económicas y políticas que tienen una dirección y un ritmo propios. En esta área, como en todas las demás, las políticas públicas que no tomen en cuenta la realidad social en la que se están ejecutando están condenadas al fracaso.
Esta limitación le sentaba muy mal al viejo régimen porque el nacionalismo revolucionario, construido sobre la defensa de la nación mexicana frente a fuerzas enemigas externas, era particularmente incapaz de incorporar a su discurso la cambiante realidad de la relación con la superpotencia. ¿Cómo conciliar la retórica nacionalista que incluía, entre otras cosas, el mito de un grupo de jóvenes cadetes que murieron resistiendo una invasión estadounidense con la creciente dependencia económica y cultural de México con Estados Unidos? La metáfora del enemigo en la frontera funcionaba bien para apuntalar la legitimidad del régimen, pero no servía para explicar lo que de hecho estaba pasando. En la imaginación del nacionalismo revolucionario, la frontera era una cicatriz, un símbolo de rivalidad y recelo, pero en la práctica semejaba más una puerta entreabierta que, conforme fue pasando el tiempo, más y más mexicanos se empeñaban en cruzar.
Actualmente, nadie niega la importancia que tiene Estados Unidos para México y el nivel de integración entre ambas sociedades, pero apenas estamos empezando a comprender la magnitud del fenómeno. La mayor parte del comercio y la inversión que recibe nuestro país se origina en el país vecino y se estima que ocho millones de ciudadanos mexicanos viven y trabajan en Estados Unidos actualmente, produciendo valiosísimos recursos para ambas sociedades. Caminando por las calles de Los Ángeles o Chicago se puede sentir el peso de las comunidades culturales que se están formando, estrechando los lazos entre ambos países. Después de varias décadas de intentos de diversificación frustrados, la relación con Estados Unidos sigue siendo la más importante que tiene México; por eso éste es el segundo límite. ~
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