Ambigüedad de los perros

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Observo con atención a los bulldogs con que me cruzo en la calle. No me canso, me emociona su figura, su hieratismo de dios egipcio, no hay animal más grave, el bulldog es seriedad hecha especie animal: nunca es zalamero ni frívolo y su economía de movimientos es total, mayestática, de emperatriz de la China, podríamos decir. Cerca de donde vivo, el Upper West Side, en Manhattan, hay, para mi suerte, bulldogs, y los miro discurrir, como gladiadores enanos y cabezones, sobre sus patas cortas y combadas.
     El perro, asienta Platón, es el más filosófico de los animales. Supongo que por su gran curiosidad olisqueante que todo lo indaga. No así el bulldog, bestia reconcentrada que desprecia esos devaneos y permanece quieto, con la vista al frente, ensoñando. El bulldog muestra, como la actriz inglesa Dame Edith Evans, maestría completa del arte del desdén.
     Es en todo opuesto a mi perro en México, el Ostión, también llamado Puck. El Ostión es un labrador blanco, corpulento, muy avisado, “un Einstein de los perros”, pondera mi mujer. Pero es demandante como un niño y su cordialidad es encimosa y envolvente. Y se ha autonombrado inspector general honorario: no sólo me sigue para todas partes, sino que observa minuciosamente todo lo que hago o dejo de hacer, como quien levantara un registro para redactar un informe. En compañía de humanos, el Puck manifiesta apacibilidad y confort, pero tiene una sociabilidad neurótica y forzosa y no resiste la soledad o el aislamiento. Y cuando irremediablemente se queda solo o aislado, protesta y se queja con esa incansable terquedad para la queja que no tienen ni ciudadanos coléricos ni poetas líricos, sólo los perros.
     El Mosco, un perro de raza incierta que en mala hora nos regalaron, no era meramente neurótico: ése estaba loco. En una sola tarde, que por error lo dejamos sin vigilancia, destrozó la casa: acometió todo, tapetes, plantas, sillas, loza, hasta descolgó los cuadros y los mordisqueó. Tifón hecho perro. Lo pusimos de cuatro patas en la calle. Se fue. Pero regresaba y acechaba la puerta abierta para colarse y terminar la destrucción emprendida. “Los tártaros entraron a caballo y dando gritos en la biblioteca monástica”, recordaba esa cita al mirarlo. Resolvimos entregarlo al asilo de perros, lejos, muy lejos de donde vivíamos. El taxista con quien contratamos, previo pago, el traslado de la bestia, pidió licencia de conservarlo. Aceptamos, pero no sin alertarlo, expresivos, sobre su demencia.
     Pero no quería hablar de eso, sino exponer la acusación que Thorstein Veblen dirige a los perros en su Teoría de la clase ociosa. Figura en la Colección Popular del fce, y no me canso de recomendarlo. El alegato es, creo, bien fundado, y los cargos son serios. Dice así: “Se habla con frecuencia del perro, en sentido eminente, como amigo del hombre, y su fidelidad e inteligencia son elogiadas. El sentido de esto es que el perro es sirviente del hombre y tiene el don de una sumisión servil y una prontitud de esclavo para adivinar las indicaciones del amo. ¿Y quién quiere amigos así?, ¿pensamos que nuestros amigos deben ser así, obsequiosos y abyectos, sin capacidad ninguna de resistencia o crítica?, ¿no es la amistad relación de iguales?” En el perro explayamos nuestras propensiones al mando autoritario, los placeres de amo y señor. Y preciamos las cualidades del perro, su inteligencia, por ejemplo, para exaltar nuestra capacidad de tiranía: es inteligente que se nos obedezca. El gato, que no se somete servil, tiene, por eso, algo de autista y pensamos que es menos inteligente.
     Y, claro, el perro útil, el guardián, el pastor, es una cosa, porque a fin de cuentas, trabaja, pero respecto del falderillo ocioso, sobre todo los perros bonsái —”monstruosidades caninas” los llama Veblen—, el chihuahueño pigmeo, el repulsivo pekinés y muchos otros, su valor recae “en el alto costo de su producción” y sirven, por tanto, como conspicuous consumption o consumo de lucimiento, para dar status social ostentando conspicuamente la capacidad adquisitiva del poseedor.
     En justicia no se puede proceder así, con esta severidad malhumorada hacia los perros. No me producen ellos la irritación, próxima a la ojeriza, que le ocasionan a Veblen. Tampoco, como a Pío Baroja, me dan lástima y tristeza, sino que me parecen casi siempre simpáticos y algo cómicos. El ataque puede ser injusto. ¿Por qué no, en vez de hablar de mandar y obedecer, usamos verbos más ilustres como domar o educar? Convivir con un animal es siempre interesante, tiene mucho de juego. Además, no dice nada del trabajo que nos dan los perros, de cómo aprendemos a cuidarlos, a servirlos nosotros a ellos, lo que siempre tiene algo de liberador y educativo.
     Pero, en fin, la ambigüedad está ahí. Cada perro trae carácter y personalidad propios. Tuve un perro Irish Setter, raza inmortalizada por Thurber en sus dibujos, de nombre Timoteo, que acechaba mi escritorio, y cuando nadie veía, y brincaba trabajosamente a la silla, pasaba a la tabla con libros y papeles y, ahí situado, orinaba sobre mis manuscritos. Ignoro por qué perpetraba tan acrobático y selectivo ultraje, dado que en lo demás era prudente y bien portado. Difícilmente se podría aseverar que un perro así sea servil, y no crítico de su amo.
     Y por eso, ahora, zanjo la ambigüedad de los perros mirando al bulldog sedentario, que no es falderillo, y tampoco es activo ni servil, y se negaría a hacer acrobacias como las de Timoteo, no por buen corazón o fidelidad, sino por flojera, esa flojera total, de oso, que en el bulldog es tan lucidora. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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