Rafael Sánchez Ferlosio, La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, Barcelona, 2002, 224 pp.
ENSAYOEn la casa en ruinas
Me he pasado casi un mes leyendo a Sánchez Ferlosio, y la verdad es que no me encuentro de muy buen talante. Para vengarme, incurro en la tentación de adjudicarle el papel de Alcestes, el misántropo de Molière, que desde el extremo opuesto al revolucionario se lanza contra todo y contra todos y hace gala de esa mala costumbre que es decir lo que se piensa. Sin embargo, dejando a un lado las exageraciones (provocadas, supongo, por el régimen intensivo de mi lectura; a Sánchez Ferlosio, como a casi todos los moralistes, es recomendable leerlo por trechos), me atrevería a suscribir lo que en ciertos medios literarios resulta una perogrullada: que dicho señor es uno de los mejores escritores vivos de la lengua. Y aunque su último libro no tiene la altura de los anteriores, tampoco desmerece que se le dedique un buen rato, no de ocio, sino de esfuerzo y resuello (apnea literaria, pues su prosa la asocio, no sé bien por qué, con una práctica de inmersión o de buceo), para iniciarnos en las razones de su principalía.
Hablo, por supuesto, del Sánchez Ferlosio ensayista, aunque curiosamente los dos grandes temas de éste, la paideia y la guerra, aparezcan también en sus novelas: Alfanhuí, niño formado fuera de la escuela, y El testimonio de Yarfoz, crónica inconclusa de las guerras barcialeas. Tras mi escueta mención a estos dos motivos dominantes está el azar de otra lectura, la de un libro que casi me han regalado en una librería de viejo. Se llama Los niños selváticos (Alianza, 1973), y junta un ensayo de Lucien Malson sobre los niños que han permanecido al margen de la socialización humana y crecido junto con gacelas, leopardos, lobos o cerdos, con la interesante Memoria sobre Víctor de l'Aveyron de Jean Itard, más los prolijos comentarios del traductor, que no es otro que el propio Sánchez Ferlosio.
Ya en esas glosas tempranas queda clara cierta inquietud por los fundamentos de la organización social, sea bajo la forma conceptual del llamado "proceso de aprendizaje", sea como preocupación moral por los límites de lo civilizado. Límites que, además de estructurar la división entre vida humana y vida animal, sirven en última instancia para cuestionar la legitimidad de un "derecho de guerra", un ius in bello propiamente dicho. En el que sigue siendo su mejor libro, Vendrán los años malos y nos harán más ciegos (1993), Sánchez Ferlosio esbozaba una crítica inteligente a esa perversión farisaica que Max Weber describe como "utilización de la moral como instrumento para tener razón". Y lo hacía a partir de una expresión muy castiza, "cargarse de razón", a la que agregaba, en su particular estilo, una secuencia entrañable de Laurel y Hardy. En el "cargarse de razón" está implícito que el que se carga no es quien hace algo, sino alguien que permanece inmóvil mientras los otros, añadiendo torpeza sobre torpeza, error sobre error, injusticia sobre injusticia, se convierten, de alguna forma, en un motor que suministra el potencial ético. Ya entonces, esa acumulación de capital moral se relacionaba con "la poderosísima seducción catártica de la guerra" y "la popularidad de quien promete sacrificios".
Ahora, en la página 204 de La hija de la guerra…, se retoma ese argumento para criticar el ius in bello de Michael Walzer, cuya actualidad aparece realzada por el hecho de que en España no se ha discutido nunca a Walzer, ni a muchos de los autores que Sánchez Ferlosio cita o con los cuales polemiza. Es muy divertido ver cómo, de pronto, un señor que según propia confesión "no se tiene a sí mismo por profesional de nada", pone en dramática solfa al prestigioso autor de Esferas de la justicia y de Guerras justas e injustas. (No porque Walzer no conozca el argumento de Weber contra un "derecho de guerra", sino porque, como demuestra Ferlosio, prefiere no tenerlo en cuenta.) También hay una encantadora contundencia boxística en el ensayo que da título al libro, ese desciframiento frankfurtiano de la relación entre guerra, patria y razón instrumental.
Los razonamientos de Sánchez Ferlosio tienen la virtud de seguir un trayecto bastante coherente, así que leerlo es siempre recordar algún otro libro suyo. Ya aquellas notas a la traducción de Itard se situaban en una curiosa intersección entre política, filosofía, ciencias biológicas y jurisprudencia, ambicioso terreno del que, por suerte, brotan pocos preceptos y muchas reflexiones. Ferlosio no es tanto un creador de sistemas, un arquitecto de ideas, sino un destructor de creencias, de doxa. No se dedica, con simétrico furor, a construir un mundo conceptual, sino que prefiere hacer notar las contradicciones de lo existente, las luces y sombras del paisaje mental que nos rodea. Así, por ejemplo, al desenmascarar el socorrido argumento de que lo público invade lo privado, "cuando la verdad social es justamente la contraria: la vida pública es la invadida y agredida, y la vida privada la invasora y agresora". O cuando descubre que la clave del actual problema pedagógico radica en que la sobreprotección vigente en el ámbito público de la enseñanza actúa a manera de lastre, "una rémora que le impide [al alumno] hacerse verdadero protagonista autorresponsable de su propio interés por los contenidos de las cosas que podría aprender".
Tan variado género de preocupaciones, en dominios tan dispares para casi cualquier otro pensador moderno, provoca un efecto colateral: Sánchez Ferlosio habla casi siempre solo, es la voz que clama en el desierto de los media y en el páramo de la estupidez rampante. Y eso favorece cierto regodeo. Incluso sus reseñistas solemos divagar sobre "lo ferlosiano" en vez de hablar de los temas que abordan sus libros. Un buen ejemplo podría ser la reciente reseña de Andrés Trapiello (La Vanguardia, 24 de mayo), donde esboza un perfil del escritor ("un escritor marginal, tal vez el único que en sentido estricto tiene España"), hace notar su filiación cervantina ("y si en aquel su peregrinaje no tenía término, el pensar y el conocimiento en Ferlosio no puede ser teleológico"), deja constancia de su buen apetito ("el catálogo de lo que a Ferlosio puede interesarle es tan vasto como los asientos en la consignación de un buque antiguo"), y prosigue, entusiasta, a lo largo de catorce párrafos de los que sólo uno, y a duras penas, podría considerarse mención del libro a reseñar.
"Casi todos nuestros males nacen del no haber sabido quedarnos en nuestra habitación", decía Pascal. "Todas nuestras desgracias se derivan de no poder estar solos", escribe La Bruyère. Me atrevo a proponer que los males de Sánchez Ferlosio son de la estirpe de estos males del XVII: leer los periódicos y ver la televisión. Por lo que su única conclusión definitiva, demostrada con más de dos mil páginas de ensayos y artículos, puede resumirse en aquel verso del treintañero Eliot: "My house is a decayed house".
Ese pathos, que, ferlosianamente, podríamos bautizar como "síndrome de Jeremías", se intensifica en unos textos que él mismo llama "pecios", y en los que vemos el tránsito del moralista práctico, cuya retórica se propone conquistar el mundo en que vive, al moralista puro, que observa e intenta, además, encontrarle sentido al espectáculo al que asiste. El sentido de los restos tras algún naufragio. El término pecios, singular hallazgo, me recuerda aquello que Giovanni Macchia veía como un signo característico de la figura del moralista: "questa aria di eterna 'ripresa dei lavori'", la metáfora de esas ruinas o cascotes permanentes entre los que acecha el único peligro que puede acechar a Ferlosio: repetirse, vagar una y otra vez por los mismos predios. Del otro lado, cintilan las numerosas virtudes estilísticas de estos fragmentos punzantes. Como Benjamin, nuestro autor sólo puede entusiasmarse realmente si escribe de modo apocalíptico. En sus mejores momentos, ese modus destila un tipo especial de elocuencia, una admirable melancolía, la introspección de un yo múltiple que alcanza lucidez entre sus dudas: "Atado al árbol como San Sebastián, asaeteado desde todas partes, atravesado por las flechas de toda una disparidad de heteronomías entrecruzadas, nada he podido nunca reconocer por mío ni distinguir como propio en mis entrañas que no fuese a la vez función y resultado de empeños exteriores, encarnizados en algún combate de quién sabe quién y contra quién". ~
(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).