No tengo mucho espacio ni tiempo y me vigilan (nos vigilan a todos), de modo que seré breve: desde que nací permanezco secuestrado por una banda que no me permite moverme o mirar a los lados, casi ni pensar y menos denunciarles pues, como en La noche de los muertos vivientes, el número de humanos que han convertido en zombis crece: seguro que muchos descartarán este s.o.s. como un delirio o un panfleto nacionalista (tendría gracia), y algunos susurrarán mi nombre en un teléfono secreto antes de colgar y seguir con sus vidas bien planchadas. Así que si algo me ocurre, que se sepa que fue por esto.
Quienes dan las órdenes en la banda anidan en la sombra de lujosos despachos y se reproducen en yates y al borde de solitarias piscinas. Y sus órdenes las ejecutan eficacísimos esbirros que no tienen que ver con el matón de colmillo de oro, al revés: una de las más conocidas es la llamada Julia Roberts, una joven que no parece nada y no es nada pero que junto con otros cabecillas goza con un poder casi divino: está en todas partes.
No me refiero a los periódicos y los artefactos de plástico que con la complicidad de alcaldes bajo sospecha basurizan nuestras aceras, sino a que ella y sus colegas se han instalado en nuestro gusto, moral y costumbres, nuestro modo de hablar y vestir, y hasta en nuestros deseos: queremos parecernos, ser como ellos, becerrillos de oro plastificado. Y si a alguien se le antoja no querer, se le hace una película y se le rentabiliza para simplificarlo luego y ridiculizarlo en un lenguaje simplón en el que la gente siempre dice cosas como "necesito una copa" o "tenemos un problema". Al final el disidente resulta ser un loco, un terrorista o un payaso.
Puede parecer extraño que haya tardado en denunciarles pero es que tienen una capacidad de seducción inaudita piénsese que hasta un magnífico como el poeta Álvaro Mutis vivió años de distribuir sus productos y, además, antes los carceleros eran más tolerantes y simpáticos: la pánfila Julia Roberts era la dulce Olivia de Havilland; a Kirk Douglas, padre del inodoro Michael, se le podía en cambio oler desde la calle; y las mujeres que querían ser raptadas por Clark Gable mientras a lo lejos ardía Atlanta desmienten ahora el prejuicio de que toda niña quiere ser madre; no es cierto: muchas madres quieren conservarse niñas y acunar muñecos, y sólo así se explica el éxito de un Di Caprio y su legión de mellizos. Hoy las emociones fluyen del verbo fundamentalista de Rambo, el mechón de Brad Pitt y los óvalos de Gwyneth Paltrow, que es lo que los jueces de los Oscar y gente con gusto así de pintoresco entiende por arte dramático.
Pero este no es el clásico alegato de la nostalgia, al revés, y no es de actores de lo que quiero hablar sino de sus efectos. Feliz como una recién casada con el magnífico cine de la época, yo comencé a comprender mi sofisticado secuestro cuando el azar me permitió ver, en salas semiclandestinas, un par de obras de remotas provincias del imperio: Los clowns, un Fellini casi olvidado, y Do des ca den, de Kurosawa.
Ahora sé que ese fue como el ruidito en el calabozo del conde de Montecristo, y quise más, mucho más de eso que se veía distinto, y me puse a excavar con mi cucharita. ¿No nos decían que nuestra cultura era la de lo individual y diferente? Sí… pero en realidad no. Según he ido averiguando (tras miles de cucharitas), sí, siempre que ello no suponga un zumbido de mosca en la siesta de quienes en los despachos en penumbra controlan el segundo negocio de Estados Unidos. Entonces no. Entonces, con todo lo que han aprendido en películas donde alguien dice "le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar", los amos de Julia desencadenan el plan b.
Y así, con métodos que intuimos por las sombras tras el telón, de pronto hay gobiernos que llaman libre competencia al casi monopolio del cine de EE UU, los planes educativos sustituyen inteligencia y creatividad por pasividad (metiendo Internet en las escuelas, por ejemplo), muchos cineastas europeos se operan el cerebro en Los Ángeles, crueles distribuidores toman las ciudades a medianoche, y se convierte a los críticos más tontitos en glosadores y repicantes, repetidores de argumentos y de chismes.
Y por eso no sabemos cómo es el cine de Argelia y casi ni el de Francia, ni siquiera en la filmoteca; para qué hablar de los programas televisivos de cine (de Hollywood) clásico. ¿A quién puede extrañarle que nuestros jóvenes parezcan hijos de las puertorriqueñas de West Side Story, y que nuestros cineastas sueñen con copiar la fórmula y recolonizar Latinoamérica, y ganar una docena de esos óscares de provincia llamados Goya (pues de provincianos es copiar los ritos de la capital), salir con Tom Cruise o Melanie Griffith, y llegar al oscar residual a la mejor película extranjera (siendo el extranjero lo que no está en Estados Unidos)? –
(Botá, 1951) es narrador, ensayista y profesor de periodismo. En 2008 publicó el libro de cuentos 'Historias de despedidas' (Alianza).