La sombra del deseo, exposición de Francisco Toledo durante octubre en la Galería Juan Martín (Dickens 33-B, Polanco), es un homenaje del pintor oaxaqueño a Durero y su singular grabado en donde sugiere rostros humanos a partir de almohadas.
Habrá quien no las use para reposar la cabeza, pero podrá de todos modos abrazarse a ellas. Las almohadas, cuando nos abandonamos, son refugio, nos amparan como sólo podría hacerlo momentáneamente un hombro o un regazo. Se dice por ahí que al dormir la siesta descabezamos un sueño, y es verdad, nos cortamos la cabeza y aun la presentamos en un cojín como si fuésemos santos… e inocentes, porque dormir es un poco regresar al vientre amniótico. Si el sueño bajo las sábanas es uterino, la almohada es la placenta.
Podría decirse también que es una mejilla, casi un beso, luego será un coito y una larga convivencia. Luego, la traición atroz. El asesinato por asfixia que sofoca el grito de la víctima bajo la presión de la almohada adopta en verdad la forma de un sueño del que no sepuede despertar. Borradura del rostro en una decapitación satinada. Es la almohada adversa. Los niños conocen mejor que nadie la sospecha de las formas en la oscuridad, la ansiedad que sobreviene al apagar la luz para darse a yacer entre las sombras. Está en las puertas, surge de las paredes, asoma debajo de la cama, es una pesadilla fuera del sueño, el coco: una cabeza cortada. Y cerrar los ojos no basta. Sí, la almohada traiciona. Ese fue el descubrimiento de Horacio Quiroga en su cuento crispado: dentro del almohadón de plumas hay un monstruo conforma de bola, viscoso y velludo que se alimenta de sangre.
Francisco Toledo ha derivado horrores como estos del excepcional dibujo donde Alberto Durero sugirió rostros en los pliegues de seis almohadas, que emergen ahora a una nueva vida de espectros. En esas arrugas, Durero empalmó el gusto caprichoso —”sin orden ni proporción”, decía Montaigne— que remontaba de Italia a Alemania a fines del siglo XV: el grotesco, arte ornamental sobrecargado, surgido de las decoraciones de antiguas ruinas romanas sepultadas, que contradecía punto por punto la humana proporción divina del hombre del Renacimiento. La civilización que los clasicistas reclamaban como propia reveló entonces la presentida existencia del monstruo en la armonía.Toledo abre de nuevo, de un tajo, ese almohadón de plumas.
Mediante la manipulación fotográfica de las seis almohadas, gira, dobla, desdobla los rostros temibles, tal y como los manieristas florentinos del XVI producían mascarones grotescos indagando en los rasgos zoomorfos de la expresión humana. Toledo interviene el papel fotográfico con químicos, tintas, grafito, acuarelas y textiles, deforma y condensa en fases el rostro humano, para hallar la copertenencia de almohada con cabeza, de animalidad con delirio, de irracionalidad con realidad, haciendo surgir al endriago, ese monstruo hecho de facciones humanas y partes animales, que adopta las consabidas hechuras erotizadas del murciélago, el sapo, la vagina o incluso de la flor: consabidas, pues todas son formas históricas del grotesco y desde luego del lenguaje visual del artista juchiteco.
Toledo interpenetra las líneas invirtiendo y rotando las imágenes, exactamente como obraban los cultivadores del grotesco, que ponían de cabeza y giraban los ornamentos sobre sí mismos para “componer” sus monstruos. Este procedimiento bien documentado en lo visual halla una fuente filosófica alterna, contemporánea de Durero, en una sección de los Adagios de Erasmo de Rotterdam, llamada “Los Silenos de Alcibiades”.
Al hablar de la fealdad de Sócrates (cara de rústico, ojos bovinos, nariz chata siempre con flujo nasal) y recordar que su rostro era comparable al de Sileno, Erasmo plantea que dentro de la fealdad se puede encontrar la belleza, y propone invertir también la belleza para hallar la fealdad. Por lo demás, invita a abrir el interior de las cosas aparentemente llenas de nobleza y de bondad para descubrir al monstruo interior:
Cuando ves un cetro, insignias de poder, guardias armados, y escuchas los títulos “Alteza Serenísima”, “Muy Clemente”, “Clementísimo”, ¿no piensas acaso que el príncipe que adoras es una especie de dios en la tierra, y que estás contemplando a un ser suprahumano? Pero invierte la figura del Sileno y ábrela: descubrirás a un tirano, quizá incluso a un enemigo de su pueblo y de la paz pública, hábil sembrador de discordias, opresor de la gente de bien, plaga de la ley, destructor de ciudades, saqueador de la Iglesia: bandido, sacrílego, incestuoso, jugador, en fin, para decirlo con el proverbio griego, una Ilíada de calamidades.
Así, la inversión y la apertura grotescas se tocan históricamente con el surgimiento de la crítica social. No en balde el arte grotesco es reconocida fuente de la caricatura y el humor político.
El horror aloja en su grandeza una mirada fija hecha de distorsión. En tres de sus evocaciones, Toledo reelabora el célebre sueño de Durero de las trombas que se desploman del cielo, el mismo que Marguerite Yourcenar calificó como uno de esos escasos sueños auténticos comunicados sin visión intelectual. Toledo lo corona con almohadas, y las abre como el insomne que se revuelve en el lecho buscando posiciones, ajustando el pensamiento con la bruma, abrazando, girando, arrojando la almohada, alzándola del piso, dándole un puñetazo para que adquiera mayor blandura o verdadera condición de recipiente.
Los almohadones de Durero y de Toledo se trazan, sin saberlo, en trenza con un testimonio del ensayista inglés Charles Lamb, quien al evocar sus terrores de infancia revela un dato inestimable. “Siempre dejaba caer la cabeza en la almohada… —relata en su ensayo sobre el terror nocturno— con la certeza, que se cumplía en su propia predicción, de que vería algún horrible espectro”. Mientras la nana o la tía estuvieran junto a él en la habitación, la almohada era un seguro compañero de cama. Pero una vez que se quedaba solo, aparecía en la almohada la figura de una “bruja”, la misma de una estampa de la Biblia que su padre guardaba en el armario. Era la pitonisa o espiritista que invoca a Samuel, quien se levanta de entre los muertos envuelto en una manta (1 Samuel, 28). Lamb se lamenta de la estampa bíblica: “desearía no haberla visto jamás”. Pues de niño, cuando entraba solo a su habitación, incluso a la luz del día, se obligaba a fijar la vista en la ventana para no mirar la almohada, en donde siempre reaparecía esa imagen delineada como un desdoblamiento gráfico. Uno más en esta historia.
Envueltos en las mantas, los niños y los hombres presentimos una gruta de la que no salimos a la luz indemnes, y a la que a diario volvemos de noche, inermes. –
(ciudad de México, 1956) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'Persecución de un rayo de luz' (Conaculta, 2013).