Goethe… ¿científico?

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&#I191;Conócete a ti mismo? Si lo hiciera, saldría huyendo
J. W. v. Goethe
No nos engañemos: Johann Wolfgang von Goethe es quizás el último genio universal de Occidente, pero su huella en el camino de la ciencia es modesta. Se creería que Goethe pudo hacer poca ciencia mientras fue ministro de minas, finanzas y carreteras del pequeño ducado de Sajonia-Weimar, al tiempo que diseñabael uniforme para su minúsculo ejército o escalas regias para el palacio ducal, dirigía su teatro, impartía justicia "prefiriendo una injusticia al desorden", escribía obras maestras de la literatura universal donde dice todo, y también lo contrario, además de amoreggiar generosamente.
¡Pues no! El 10% de la copiosa obra de Goethe (143 tomos en la edición de Weimar) versa sobre ciencia. O lo que Goethe consideraba ciencia. A Eckermann, su secretario gratuito, le confía además que estaba seguro de que la posteridad lo recordaría por sus logros científicos, porque buenos poetas había y los habrá siempre. Podría suponerse que si bien el veredicto actual sobre el Goethe científico es pobre, en su tiempo se le consideró un gigante. Pues tampoco, porque ni el establishment científico de entonces —ya aglomerado en universidades— lo aceptó, para su gran consternación, repetidamente externada. Por último, alguien diría que si Goethe únicamente hubiera sido el ministro de minas del ducado de Sajonia-Weimar, ya hubiéramos olvidado sus veleidades científicas. De hecho quizás nunca las hubiéramos registrado. Pero como también escribió ese portento que es el Fausto, aun equivocado científicamente, no es fácil dejar de analizarlo morbosamente. ¡Tampoco! Porque el 90% restante de su obra está preñada de un genuino afán de conocer y comprender los misterios de la naturaleza, en todas sus facetas, con inusitada belleza literaria. Como quizás ningún autor occidental, Goethe se obsesiona por saber "lo que mantiene íntimamente unida a la naturaleza" (Fausto).
     Por todo ello, Goethe resulta fascinante e inquietante también, o precisamente, para los que estamos en el quehacer científico: una más —que no la única— de las aventuras intelectuales humanas. Se pregunta uno si será por eso que los científicos actuales, cuando tienen que escribir prólogos o epílogos o simplemente cuando quieren adornar sus gélidos escritos, pero sobre todo cuando arriban a la terrible zona de la inefabilidad, suelen acudir a Goethe, ese gran autor de one liners, en busca de ayuda. Y la encuentran. Cuántos textos de hematología no comienzan con la faustiana sentencia de "La sangre es un jugo sorprendente".
     ¿Qué pasó con este indiscutible genio? ¿Cómo se explica ese seudocientífico tan elocuente llamado Goethe? ¿Cómo es que no percibió la clara señal que ya venían dejando las señeras figuras de Kepler, Galileo, Descartes, Huygens, Euler y Newton, diciéndole a cualquiera, y sin necesidad de misteriosas iniciaciones intelectuales, cómo se hace ciencia? Ese juego de conjeturas y refutaciones, de hipótesis sometidas al riguroso tribunal de la verificación por observación y/o experimentación, del cimento galileano, del escrutinio empírico, del nice but prove it! de los anglosajones. Y es precisamente eso lo que no hace Goethe: él monta sus ideas científicas, sus hipótesis, sus intuiciones, en alas metafísicas y alza vuelos de singular fantasía especulativa, pero no aterriza en verdades científicas útiles, estables, aunque de suyo efímeras.
     De la Ilustración toma Goethe el afán de conocerlo todo por medio de la Razón. Mezclada, eso sí, con ese curioso y a veces un tanto desmedido rasgo germánico de querer capturar la esencia total, la verdad absoluta de las cosas. Resultado —se dice— de esa tiranía que ejercen los griegos sobre el espíritu alemán desde los presocráticos, pero sobre todo desde Aristóteles, que les susurra al oído, perversa y persuasivamente, aquello de: "El todo es mayor que la suma de las partes". Con un prurito por hacerse las preguntas primeras y últimas de todo, Goethe desdeñó las necesarias —que no modestas— preguntas intermedias, las esenciales para el quehacer científico. Buscaba afanosamente el porqué metafísico, y no el cómo científico de las cosas.
     Goethe quería estudiar jurisprudencia en la Universidad de Göttingen (non est vita extra Gottinga), de fuerte influencia pragmática inglesa. ¿Qué hubiera sido de él —y de Alemania— si hubiera estudiado ahí? Pero su padre lo manda a la más augusta y cosmopolita universidad de Leipzig (res severa verum gaudium), la más francesa Leipzig, de la que Goethe dijera en Fausto "es un pequeño París y cultiva a su gente", otro logrado one liner que los sajones repiten incesantemente. En Leipzig —donde Leibniz ("el mejor de los mundos posibles") estudiara casi un siglo antes y Bach muriera quince años antes— Goethe escucha o lee a Haller, el fisiólogo; a Buffon, a Linneo, y se da un toque dilettante en ciencias, pero sólo eso: dilettante, porque dedica realmente mucho, demasiado tiempo a cultivar su primer tórrido romance (vendrán muchos más) con la bella sajoncita Käthe Schönkopf, la hija de un hospedero. Después de un breve interludio en su natal Frankfurt, adonde regresa enfermo y agotado (seguramente por su romance, que no por sus estudios) y donde lee con afán a Paracelso (esa rara avis de la cultura europea, y no precisamente un paradigma científico), Goethe pasa a Estrasburgo —entonces políticamente francesa pero todavía de habla alemana— a terminar tan sólo su licenciatura en leyes. Otra vez extracurricularmente, lee o escucha conceptos de química (más bien alquimia), anatomía, asistiendo a autopsias, además de caer bajo la influencia de otro raro ejemplar de la cultura europea: Lavater, el suizo de la fisiognomía (i.e. la relación entre forma y función). Y desde luego tiene un nuevo tórrido romance, ahora con la bella Federike Brion, hija de un pastor protestante. Así, Goethe va agregando argumentos para echar por tierra aquello de que "detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer". ¡Hay varias!
     Por vía de Wetzlar, Goethe finalmente acude a su destino: Weimar. Ahí cerrará el círculo de su preparación intelectual. Hete aquí que sobre Weimar, y sobre la cercana Jena (con su universidad contemporánea a la de México, por cierto), se cierne una densa nube filosófica, quizás única en la historia. Convergen, en espíritu y en persona, el ateo Fichte, el apabullante Hegel, el prodigioso Schelling (ambos, con Hölderlin, compañeros de estudio) y en la residencia estudiantil de la universidad Tübingen, atempto y, ya casi peleado con todos, Schopenhauer. Nace aquí, con dedicatoria de Kant y de Leibnitz, el idealismo alemán, que no es un catecismo de elevados ideales éticos sino un complejo sistema filosófico con pesada carga metafísica. Y cuando los alemanes no canalizan sus inquietudes metafísicas a la música hay problemas, y en las ciencias naturales ¡hay graves problemas!
     De entre ellos influye sobre todo Schelling, ese Wunderkind de la filosofía alemana (los otros: Nietzsche y Novalis), creador a los veinte años de edad de su propio juguete filosófico, la Naturphilosophe ("filosofía de la naturaleza"); ese pasatiempo, ese "zeppelin de la filosofía alemana" (Medawar): curiosa mezcla de seudociencia y metafísica que le da alas a las ideas, pero no las controla. Los alemanes, tan dados por otra parte al verboten, deberían prohibir a gente demasiado joven eso de andar creando sistemas filosóficos. El hecho es que el pensamiento de Schelling seduce totalmente a Goethe.
     Armado de este extraño equipaje intelectual, sin instrumentos y sin números ("las matemáticas no le sirven a mi manera de pensar") aunque, eso sí, con un magnífico ojo morfológico, Goethe se convierte en un "panamateur" (Thomas Mann) de la ciencia, en sus más diversas ramas. Veamos qué logra:
     En la meteorología, fascinado por la "persistencia en el cambio" tan obvia de las nubes, se suma a la clasificación dinámica de las mismas del inglés Howard. En la metalurgia le fascinan las vegetaciones que forman las precipitaciones progresivas de las sales, recapitulando en horas lo que en las rocas toma eternidades. Su colección de piedras, perfectamente clasificadas, suma 19 mil piezas y una de ellas de hecho lleva su nombre: goethita (óxido de fierro monohidratado). En anatomía comparada —su fuerte, dicho sea de paso— describe el os intermaxillare en el cráneo humano. Este hueso, presente en los simios (y en otras especies animales) se creía ausente en el humano, lo que sugería la singularidad del hombre en el universo. Al descubrirlo, Goethe exclama un gran ¡Eureka! que esperamos no se haya escuchado en París, donde residía Félix Vicq d'Azyr, el verdadero descubridor de este curioso hueso. Sea como fuere, esta precursora observación de Goethe contribuyó a sellar nuestro parentesco con los simios, dato reconocido por Darwin y por Haeckel, su defensor continental. Iba bien en este campo, hasta que se le ocurrió deducir que el cráneo de los vertebrados era el resultado de la expansión globosa de una primera vértebra cervical: ¡Atiza! En botánica —campo donde cultiva la amistad de nuestro Alexander von Humboldt— busca y cree encontrar la planta ancestral, la Urpflanze, en el Bryophyllum calcynum, señalando que todas las demás plantas son sólo variaciones al tema de las hojas, en su "espiral impulso de transformación". En su tratado bilingüe de la metamorfosis de las plantas busca algo que le fuera común a todo lo vivo y señala —proféticamente— que de encontrarlo podríamos crear nuestras propias plantas. ¡Por ahí debe haber un gran one liner para algún libro sobre el ácido desoxirribonucleico (ADN) y la ingeniería genética! Finalmente, en óptica —que a la larga sería su Waterloo—, Goethe acusa a Newton y a la refracción prismática de la luz blanca y su resultante arco iris de ser una blasfemia, el equivalente de la Revolución Francesa en la física, y él, con su conocida Farbenlenhre (Tratado de los colores, 1810), sería, como Napoleón, el restaurador del orden armónico. Según Goethe, el verdadero misterio de la luz se nos revela en ese fenómeno lumínico que se da —efectivamente— en la frontera de transición entre tiniebla y luz, donde aparecen halos azules y amarillos a los que denomina los colores primarios y que al fusionarse generan el color verde. Jugando con rendijas —que no con prismas— cree descubrir el otro color primario, el púrpura (ausente por cierto en el espectro newtoniano), y dibuja sus atractivos anillos cromáticos, donde se suceden los colores primarios con los colores resultantes de la sobreposición: amarillo-verde-azul-violeta-púrpura-anaranjado-amarillo, en un flujo incesante de transformación cromática. Los científicos contemporáneos del ministro Goethe se disculpan cortésmente de aceptar estas ideas. Sus amigos filósofos, por otra parte (Fichte, Hegel, Schelling y Schopenhauer, y algunas figuras menores), lo saludan como un gran descubridor. Los artistas, los pintores (Runge, Turner, Mondrian, los impresionistas, etc.) lo reciben con un entusiasmo que no parece cesar. Y poniendo un postrer monumento a su mentor Lavater, Goethe correlaciona estos colores con estados de ánimo y personalidad, con una elocuencia desde luego muy grata a los artistas y escritores, amén de que si non e vero e ben trovato o más bien pintato, pues Goethe, para colmo, era un excelente dibujante e ilustrador. Como Octavio Paz, Goethe es uno de esos genios multifacéticos que son fun-damentalmente visuales, con una curiosa exclusión relativa y discreta de lo musical.
     ¿Hay algo redimible en el millar de páginas de la Farbelehre? Einstein, el cuestionador de Newton, diría en 1917: "En lo que me resta de vida no dejaré de preguntarme: ¿qué es la luz?" Y Heisenberg señala que ante la elegante claridad de la explicación de Newton, las ideas de Goethe con respecto a la luz demandaban experimentos, conjeturas y refutaciones muy complejas, que Goethe no podía ni quería realizar, y no se encontró entonces científico dispuesto a hacerlo. Todavía no se conocían los métodos apropiados para someter las ideas de Goethe al riguroso tribunal de la experimentación, si bien algunas observaciones goethianas parecen merecerlo. Los que mezclan colores no salen de su asombro al ver que la sobreposición de los tres colores primarios de Goethe (amarillo, azul, púrpura) produce ¡negro! Sin embargo, Heisenberg refuta a Goethe cuando señala que la mente humana es incapaz de entender la naturaleza en su totalidad. Debemos por ello conformarnos con fraccionarla, entenderla por segmentos y así construir modelos plausibles, estables en el momento histórico, pero a la larga sustituibles. Pero Heisenberg también nos lega su "principio de incertidumbre", que en ciencia significa que los instrumentos de medición aplicados a los fenómenos naturales inevitablemente los modifican. Se recuerda lo dicho por Goethe acerca de microscopios y telescopios. Goethe había decidido no usar estos instrumentos, en tanto que los científicos dicen: qué remedio, ¡los tengo que usar!
     Medawar señala que las ideas que nutren el progreso científico son bienvenidas, vengan de donde vengan. ¡Otto Loewy y Kekulé tuvieron las suyas en el sueño! Las especulaciones metafísicas no están excluidas de esto, siempre y cuando sus productos se sometan —a la brevedad posible— al cimento galileano, no vaya a ser que se expandan en vuelos especulativos incontrolables. Los dos logros científicos más notables del siglo XX en los niveles macro y micro de la naturaleza tienen un ingrediente metafísico muy goethiano. El jesuita Lemaitre concibió "metafísicamente" (1930) la idea del inicio del Universo en una gran explosión (el famoso big-bang, el Urknall). Un poco más tarde el telescopio Hubble, con sus galaxias en expansión y los cálculos de Hawking, han revelado la plausibilidad de esta hipótesis, señalando además que tal evento ocurrió hace 1.7 x 10.10 años, días más, días menos, probablemente un miércoles, dice mi amigo Julio Hubard. Y en los años cuarenta Erwin Schrödinger escribe su seminal librito What is Life, donde apunta proféticamente que los misterios de la vida no serán desentrañados por biólogos, sino por la física atómica y la química, y que el código genético que garantiza la perpetuación de todos los seres vivos podría almacenarse en un minúsculo "cristal aperiódico". Algunos científicos notables, como Linus Pauling y Max Perutz, lo tildaron de loco de la cabeza (sus otras locuras eran de otro orden). Científicos más jóvenes (R. Franklin, J. Watson y F. Crick), sin embargo, se dejaron inspirar y nos descubrieron el sorprendente código genético, ciertamente común a todos los seres vivos. Por cierto que el libro de Schrödinger abunda en citas de Goethe, en particular aquella de: "El Ser es eterno; pues existen leyes que conservan los tesoros de la vida, con los que se embellece el Universo", que parece mandada hacer ex profeso para el ADN.
     Finalmente, la ciencia es un quehacer amoral. No inmoral, ¡amoral! Ya los astutos griegos nos legaron la figura de Dédalo, el inventor, que por envidia mata a su sobrino Talos, por lascivia le construye un extraño object d'art a Parsifae, por soberbia (hybris) propicia la muerte de su propio hijo Icaro y por petulancia se traiciona a sí mismo en Sicilia. Recordarán que Wagner hasta le pone música a tan extraña figura en su Loge del Oro del Rhin. ¡De la amoralidad de la ciencia en nuestro siglo no es necesario dar ejemplos! Y si Goethe resucitara, diría: "¡Ustedes ganan! Ciertamente vuestra manera de hacer ciencia los ha llevado a conocer mejor la naturaleza. Sin embargo, tengo mis dudas de que la comprendan, y por donde me asomo, veo que no la respetan". –

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