Verdad a medias

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Aún no he aprendido a distinguir
     las partes del espíritu
     de las de su política.
     El pienso, luego existo
     —con su instante de fuga—
     me queda tan lejos como la vida
     improbable del tigre
     que no he visto nunca en la selva canónica
     sino sólo en su jaula
     junto al hueso mordido y las moscas
     persistentes de la quietud,
     o en alguna pantalla
     donde el domador roza
     el mítico colmillo
     con ese dedo meramente humano
     y la sombra del tigre se pasea
     por los rectos barrotes,
     la bestia ya librada de sus músculos
     en esa estancia abierta
     entre las piedras y el techo.
      
     ¿Qué existe ahí?
     De la huella a la piel
     sólo unos centímetros de luz
     separan a la visión
     de su propia estrategia
     cuando ve que ve,
     y es tan inverosímil la prueba
     de que el tigre sobrevive
     más allá de mi posesión  
     como la leyenda de ese árbol
     —el abedul que no conozco
     o el abeto literario—
     caído en un bosque
     sin que nadie lo perciba,
     aunque pueda ser un hecho
     más inmediato que yo
     porque en un argumento
     la lógica de las palabras  
     ya lo ha postulado
     muerto en su hoyo
     con las ramas trizadas
     y el tronco circular
     hundido en la tiniebla
     de otras hojas secas,
     quizás de olmo ordinario o de pino.  
      
     Pero vuelvo al espíritu.
     O a su política.
     Al oro abstracto
     y a esa población de paja,
     al hábito extravagante
     de una aguja oculta
     perennemente entre las briznas
     y a la alegoría disuelta
     por tanta simpleza.
     El espíritu trasciende, supongo,
     al medievo detenido en su establo,
     el sol sin pascua y el fuego sin creaturas,
     la chispa distante del leño,
     el calor indeseado
     que ilumina la cara
     y una verdad a medias:
     el cráneo con su médula de universo.
     Dura lo que piensa, suave se impone
     esa idea blanca y concubina de sí
     en la brecha, oreja demente
     con el crujido adentro,
     sin tacto para descubrirse,
     como en otro reino animal
     el caballo que rastrea
     del estiércol al pesebre
     los restos de su propio olor
     porque no sabe hacer otra cosa,
     aunque el belfo y la tierra
     también se busquen distintos
     mientras culmina el rastrojo
     con una finta de más en la intemperie,
     extremando la soltura
     del arbusto en su rincón
     hacia donde miro,
     los ojos en la corteza,
     paradoja y viento,
     la raíz cortada de un solo tajo
     y todavía me tengo. –

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(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.


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