Portada de Las reputaciones, novela de Juan Gabriel Vásquez

Las reputaciones

Ya es bastante tarea tratar de interpretar honradamente la realidad como para que los periodistas además tengan que asumir un sacerdocio social.
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Hubo un tiempo en que los feroces críticos del gobierno de este país recibían una medalla y un “estímulo” de 150 mil pesos de manos del presidente de la República. No había dilema ético alguno en asistir y repartirse algunos millones de pesos de recursos públicos en una ceremonia en la que el PRI, aquel partido del fraude, el asesinato y las prebendas, era juez y parte en la evaluación de la calidad periodística de sus galardonados.

Caricaturistas elevados a los altares de la izquierda como Rius o El Fisgón se presentaron sin falta a Los Pinos para que Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo les entregaran en su momento un premio que al menos en los hechos ellos creían merecer. "Trastupijes", le llamaba Víctor Roura a ese acto de desmemorias selectivas.

En Las reputaciones, novela de Juan Gabriel Vásquez, se describe una escena parecida. El hombre con 40 años como cartonista que ha llegado a convencerse de que es la conciencia crítica del país, una autoridad capaz de trastocar trayectorias políticas con las únicas armas del papel y la tinta china, pero es incapaz de oponer resistencia cuando la misma clase política a la que tanto ha despreciado pone a trabajar toda la maquinaria del Estado para adularlo.

Las páginas de opinión de los diarios son ese lugar adonde van los lectores “para odiar a sus hombres públicos o para saber por qué los aman”, dice el autor. Sus personajes, por su parte, creen que ser caricaturizado por equis o ye cartonista es tener vida pública, mientras que aquel que desaparece de sus dibujos deja de existir.

Pero Juan Gabriel Vásquez habla, por sobre todas las cosas, de la debilidad de los juicios públicos, la facilidad de opinar o hacer caricaturas con “más bilis que lápiz” y la arrogancia con la que el crítico se convence de ser un guía. “Me necesitan. Necesitan a alguien que les diga qué pensar”, se dice su protagonista al mismo tiempo que secretamente se enorgullece de tener el poder en su estilográfica de trastornar la vida de un personaje público y, como un servicio social, envilecerlo ante los ojos de los demás.

Las voces sensatas que habitan esta novela descreen de esa influencia y piensan, como Tomás Eloy Martínez, que esta jactancia no es otra cosa que la peste del narcisismo  que ha enfermado las páginas editoriales: “La gente ya tiene su prejuicio bien formado. Sólo quiere que alguien con autoridad le confirme el prejuicio, aunque sea la autoridad de mentiras que tienen los periódicos”.

Pero allá afuera, en el mundo real, “donde las opiniones tienen efectos y son endebles las reputaciones”, Vásquez viene a hablar de la responsabilidad íntima de quien opina en la prensa o tiene un espacio en los medios, el abusador impune del poder mediático, de quien enciende el fuego y luego se calienta las manos en “la hoguera de la cambiante, la caprichosa opinión pública”.

Recuerdo un cartón que se popularizó durante los días de rabia postelectoral del 2006. En él aparecía un grupo de periodistas dibujados como perros por un humorista de izquierda, quien así tomaba revancha contra ellos por no ponerse del lado de su candidato. Al paso de los años, la imagen es incapaz de hablar de un momento del país, pues retrata una sola cosa: el desprecio del cartonista por los personajes que buscaba ridiculizar. Nada más.

Escribía recientemente Miguel Ángel Bastenier que ya es bastante tarea tratar de interpretar honradamente la realidad como para que los periodistas además tengan que asumir un sacerdocio social. Y lo cierto es que existe también esa otra prensa que habla del mundo en otros términos, con inteligencia y síntesis. En las viñetas de Andrés Rábago El Roto, dibujadas a más de 9 mil kilómetros de distancia, es posible reconocer a nuestra clase política, nuestros enojos colectivos, los fundamentalismos e incluso a nuestros medios de comunicación.

El autor de Las reputaciones dice que recordar es un acto moral. Las páginas de opinión y sus cartonistas deberían poder formar parte de esa memoria, hablar por sí solos de momentos y personajes, como el cartón de Abel Quezada del 3 de octubre de 1968 o quizá como el publicado la semana pasada por Walt Handelsman en Newsday, acerca de la posible incursión militar en Siria. Más lápiz que bilis.

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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