Cuando los medios de comunicación se convierten en la caja de resonancia de un criminal

La voz del asesino, del desaparecedor, del torturador, no debería publicarse sin un mínimo de análisis crítico, porque a nadie le importa lo que Rafael Caro Quintero piensa sobre el amor y sobre Dios.
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Prófugo desde 2013, Rafael Caro Quintero niega haber sido fundador del Cártel de Guadalajara, asegura que estuvo presente, pero no fue responsable en ninguna manera del asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, que no conoce la cocaína, que nunca traficó a Estados Unidos y que no trafica nada desde su aprehensión en 1985.

Incluso niega cualquier alianza con el cártel de los Beltrán Leyva en la disputa que supuestamente hoy libra contra el cártel de Sinaloa y que ha generado violentos enfrentamientos en la sierra de Badiraguato.  Hay una declaratoria de guerra abierta, dicen.

Sobre sus actividades es modesto: “Yo hacía mis siembritas de mariguana nada más”. Cuenta que duerme y come donde le dan cobijo y se esfuerza no solo en que suene real, sino que lo parezca, por ello la escenografía del encuentro con su entrevistadora es una vivienda humilde de paredes blancas revenidas por la humedad, mientras él responde, sentado en una silla de palmilla, al lado de una cama vieja y una mesa que a la vez sirve como un altar con flores artificiales y veladoras en latas de jugo.

A inicios de la década pasada le dijo a Julio Scherer que no le gustaba el pelo cano. La clandestinidad le ha permitido el acceso al tinte y,  por eso, a sus 63 años, luce un cabello negro que no tenía ni cuando fue detenido en su finca La California, en Costa Rica, propiedad de 7.757 metros cuadrados, valuada por las autoridades en 800 mil dólares de aquella época. Hoy está convertido en un abuelo que aconseja a los jóvenes que pretenden seguir su leyenda, que no usen drogas y no se dejen llevar por ilusiones ni espejismos.

La edad lo ha vuelto desmemoriado, pues asegura que se retiró del negocio de las drogas desde que las autoridades aseguraron su rancho El Búfalo, en el municipio de Jiménez,  Chihuahua, un terreno de 544 hectáreas cuyo valor no se ha determinado, pero en el que había siete mil jornaleros y donde se dio el mayor decomiso de marihuana en la historia, mercancía que en el mercado habría alcanzado los 8 mil millones de dólares.

Nada queda en sus recuerdos de cómo descubrió a través de sus cómplices en la Dirección Federal de Seguridad que Enrique Camarena era un agente de la DEA infiltrado y que junto con el piloto mexicano Alfredo Zavala había proporcionado la información que llevó a autoridades estadounidenses y mexicanas a El Búfalo.

En su relato no hay nada de lo registrado en la averiguación previa 219/85 sobre la planeación del secuestro de Camarena, de las sesiones de tortura en su domicilio de Lope de Vega 881, en Guadalajara, donde un médico ayudaba a revivirlo con inyecciones de lidocaína para poder seguir sacándole información y sometiéndolo a tormento. La discusión posterior que tuvo con su socio Ernesto Fonseca Carrillo, quien quería hacerle entender la magnitud del crimen de un agente estadounidense también está en el olvido.

El hombre colérico y vengativo que respondió moliendo a golpes al traidor hasta la muerte, hoy minimiza el impacto que tuvo el decomiso de esas 10 mil toneladas de marihuana y la pérdida de una de sus propiedades más valiosas: “Si ya lo habían destruido, ¿para qué me iba a meter en un problema tan serio como ése?”, comenta.

Esta nueva pieza de Proceso, narrada con música de melodrama como fondo, Caro Quintero elige y contacta a quien va a entrevistarlo; no está dispuesto a decir quiénes lo protegieron o quiénes integran su red de protección y operación en la actualidad. El personaje impone, otra vez, sus condiciones y usa al medio para enviar sus mensajes y cuidar de los suyos, deslindándolos de cualquier actividad ilegal, aunque de acuerdo con la Oficina de Control de Activos Extranjeros de Estados Unidos (OFAC, por sus siglas en inglés) durante años ha utilizado a miembros de su familia, ‘figuras de paja’ para invertir su fortuna en empresas aparentemente legítimas y proyectos inmobiliarios.

Si bien la reportera no paga con servilismo la conversación de poco más de 30 minutos, sí condesciende con el criminal prófugo a quien le coloca la banda presidencial para pedirle un mensaje a la sociedad mexicana y preguntarle cómo resolvería la violencia si fuera presidente de la República, dada su experiencia y lo que le ha tocado vivir.

El equilibrio informativo frente a la versión oficial no puede ser resultado de convertir al narcotráfico y sus múltiples vertientes delictivas en fuente de información. La voz del asesino, del desaparecedor, del torturador, no debería publicarse sin un mínimo de análisis crítico, porque a nadie le importa lo que Rafael Caro Quintero piensa sobre el amor y sobre Dios. En muchos medios, esa sería una exigencia perfectamente compatible con el rigor y la ética periodísticos. No aquí  ~

 

 

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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