Fotografía: Omnium Cultural

Las mentiras del catalanismo

Para una parte del nacionalismo catalán el procés no fue un proyecto supremacista e iliberal sino simplemente una irresponsabilidad de políticos voluntaristas.
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Francesc-Marc Álvaro, profesor de periodismo en la Universidad Ramón Llull y columnista de La Vanguardia, confía en que su Ensayo general de una revuelta “sirva para empezar a hablar del proceso catalán y de la solución al conflicto de otra manera, más política, más realista, más constructiva, más desapasionada y más flexible”. Es un intento loable que se queda solo en un posicionamiento retórico vacío. El autor defiende que hay que volver a la “política” y al “diálogo”, dos mantras del catalanismo. Es un tipo de autoindulgencia. Volver a la política y superar la “judicialización”, según esta hipótesis, solo se puede conseguir de una manera: olvidando los desmanes del independentismo y aceptando una especie de amnistía general. Aquí no ha pasado nada, sit and talk. Y si ha pasado, ha sido un “fracaso colectivo” (otro mantra del catalanismo que reparte culpas equitativamente).

El procés no es un movimiento autoritario e iliberal basado en argumentos supremacistas y etnolingüísticos que ha intentado por la vía de los hechos una secesión unilateral en contra de la mitad de la población, a la que ha negado sistemáticamente derechos civiles; el procés ha sido y es, para Álvaro, “una historia de dignidad, el ensayo general de una revuelta para pedir respeto y reconocimiento”. Lo que busca el procés es construir “una República posnacional basada en la democracia avanzada y la justicia social, en la que cada uno podrá sentir la identidad que quiera y aspirar a una vida mejor”. Es un “movimiento político muy transversal” y “dentro de él late un desengaño colectivo sobre la manera de organizar el poder, la soberanía y las identidades nacionales en la España contemporánea, y también late […] un sentimiento de humillación estructural”. El autor parece que explicará de qué trata esa humillación estructural a la que el Estado español ha sometido a Cataluña en las últimas décadas, pero no ofrece más que vaguedades. Da por hecho que se trata de una realidad incontestable, y la inmensa mayoría de sus hipótesis y teorías parten de ese apriorismo nunca explicado.

En vez de desarrollar esa humillación, el autor ensaya una especie de historia del catalanismo y del nacionalismo “desde arriba” en un tono servil con el poder político nacionalista. Álvaro define a Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de 1980 a 2003, con el mismo entusiasmo y adulación con el que un peronista definiría a Juan Domingo Perón: “un hombre público de primer nivel que siempre había predicado la ‘autoestima colectiva’ y había acompañado sus acciones de un comportamiento moral explícito”, “Pujol acostumbraba a intervenir con voz original y valiente en los grandes debates de fondo, más allá de las políticas del día a día”, “pocos, como el líder convergente, han sabido dominar los tiempos y han entendido la materia prima del arte de lo posible”.

Álvaro llega incluso a decir que Pujol “había analizado muy a fondo, y antes que la mayoría de políticos catalanes y españoles, la realidad de la inmigración que había llegado a Cataluña”. Pero olvida mencionar el contenido y tono de ese análisis. En 1976, Pujol publicó La inmigració, problema i esperança de Catalunya, donde dice que el hombre andaluz “constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. […] es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña”. En una crónica publicada en El País en 2001, la esposa de Pujol, Marta Ferrusola, dice: “las ayudas son para esta gente que no saben lo que es Cataluña. Solo saben decir dame de comer […] Mi marido está cansado de darlas a magrebíes y gente así.” Pero quizá la anécdota que mejor representa el racismo “fino” del pujolismo es otra que cuenta Ferrusola: “A veces, jugando en el parque se me acercaban [mis hijos] y decían: ‘Avui no puc jugar, mare, tots són castellans’.”

Para el autor, uno de los problemas del independentismo es, en esencia, sus “prisas” y su idealismo, alejado del pragmatismo pujolista del peix al cove (pájaro en mano). El procés debía ser un proyecto largo y pausado y lo han tomado unos políticos demasiado voluntaristas: “Desde el primer día que oí la frase tenim pressa [tenemos prisa], pensé que era un error de proporciones monumentales someter la política del independentismo a una aceleración extrema y a unos plazos breves que cualquier observador informado podía considerar imposibles de cumplir.”

El problema o error del independentismo, por lo tanto, no es de base ni conceptual, no está en la propia concepción antipluralista de un sol poble y tampoco en la negación de la “otra” Cataluña; el problema es que lo han comandado políticos con prisa e “irresponsables”. Y este es otro mantra del catalanismo moderado, la irresponsabilidad: el golpe parlamentario del 6 y 7 de septiembre, la DUI (Declaración Unilateral de Independencia), la Ley de Transitoriedad para la nueva república llena de tics autoritarios, la desobediencia institucional (es decir, la tiranía), los exabruptos supremacistas se explican con un sustantivo tan tibio como “irresponsabilidad”.

El problema del independentismo no es, en definitiva, conceptual, ético o incluso de filosofía política (la imposibilidad de una secesión por vías democráticas) sino estratégico. Álvaro cae en una postura común en el catalanismo: considera que el radicalismo de los independentistas más fundamentalistas es “estratégicamente” equivocado. Las declaraciones supremacistas no son denunciables en sí mismas sino que su problema es que no ayudan a la causa. Por ejemplo, defender la desobediencia institucional es para el autor un “malentendido estratégico” del independentismo, que pensó “que se podría desobedecer desde las instituciones”. Álvaro amonesta paternalmente a los independentistas que se pasan un poco de la raya, pero nunca cuestiona su marco mental. Las analogías entre los líderes del procés y Gandhi, Martin Luther King o incluso Ana Frank “han creado malentendidos, han generado polémicas absurdas y se han vuelto contra los que las utilizaban. Elegir bien los ejemplos y los referentes forma parte del arte del relato”.

El autor, como buena parte del catalanismo que se dice “pactista” y que reivindica la política frente a la “judicialización”, exige un diálogo libre y sin cortapisas. Pero, realmente, tiene unas condiciones muy estrictas. Para que sea posible, da a entender, hay que aceptar varias premisas independentistas manipuladoras o directamente falsas: que hubo una “intensa represión” durante el 1 de octubre, que hay políticos en el “exilio”, que ha habido 131 presidentes de la Generalitat, que existe una “voluntad de ser” de los catalanes (una frase que parece más de Herder o Fichte que de alguien del siglo XXI), que el nacionalismo independentista es “cívico” y no “étnico” o que existe algo llamado “derecho a decidir”.

Pero lo realmente fundamental para que se desarrolle ese diálogo “libre” y “sin condiciones” es ignorar la existencia de una parte de la población catalana contraria a la independencia. Esa comunidad antiindependentista, a la que se le ha negado la condición de sujeto político durante años, es el gran elefante en la habitación del independentismo, pero también del catalanismo, que siempre ha proporcionado el soporte intelectual al independentismo.

El autor escribe sobre la población antiindependentista con el asombro y la condescendencia de un explorador del siglo XIX que descubre una tribu en el Amazonas. El crecimiento en 2017 de Ciutadans –la fuerza política “más identitaria de todo el mapa catalán de partidos”– se basa, escribe, en “una poco disimulada representación étnica de los catalanes que tienen el castellano como lengua materna y principal, y que viven al margen de la mayoría de referentes de catalanidad surgidos del discurso catalanista” (unos lumpen inadaptados, básicamente) y “responde a resortes profundos, que van más allá del miedo puntual a un eventual Estado catalán que pueda amenazar o disolver sus vínculos de todo tipo con el resto de España”.

Por supuesto, Álvaro no aplica el mismo enfoque psicobiológico (“resortes profundos”) para analizar el nacionalismo independentista, que “no tiene como eje la defensa de la lengua y la cultura catalanas sino el bienestar y el progreso de todas las personas que viven en Cataluña”. Su explicación para los “resortes profundos” y el voto identitario de Ciutadans está en una encuesta del CEO de 2017: “La frase con la que se identifican más los electores que dicen votar a Cs –hasta el 44%– es la siguiente: ‘Soy un español que vive en Cataluña’.” En esa misma encuesta, un 63% de los votantes de Cs dice sentirse “tan español como catalán”. Esa identidad híbrida y relajada es para Álvaro un ejemplo de nacionalismo étnico. El independentismo catalán, en cambio, “se pretende superador de las identidades clásicas y aspira a considerar el sentimiento nacional casi como un ‘asunto privado’ de cada individuo”.

El autor también define los nacionalismos español y catalán a partir del concepto “nacionalismo banal”, acuñado por Michael Billig, para argumentar que, en el fondo, todos somos nacionalistas (de esto puede deducirse una conclusión muy hobbesiana: si todos somos nacionalistas, que gane el nacionalismo más fuerte). Pero los nacionalistas españolistas lo son étnicamente porque rechazan el consenso del catalanismo, que es supuestamente un nacionalismo cívico basado en el eslogan pujolista “catalán es todo hombre que vive y trabaja en Cataluña”. Si el catalanismo es el consenso, tiene necesariamente que ser lo correcto. Por lo tanto, el anticatalanismo es indeseable. En Cataluña, los consensos no se dan sino que se fuerzan: por eso hace falta “normalizar” la cultura catalana (es decir, volverla más nacionalista) y los consensos amplios realmente no lo son tanto (como el mito de que la gran mayoría de catalanes está de acuerdo con la inmersión lingüística).

Ensayo general de una revuelta reproduce con exactitud el consenso histórico y político de las élites nacionalistas, forjado durante décadas de clientelismo y supremacismo (primero soft y luego explícito). En su afán por no incomodar al poder, Ensayo general de una revuelta acaba siendo una obra realmente útil y transparente, una especie de libro blanco del nacionalismo catalán tras el procés. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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