Carmen Lomana publicaba hace poco un vídeo en el que desbarraba durante dos minutos acerca del virus, y de cómo a lo mejor supone el castigo de una madre tierra que se ha cansado de nuestro maltrato y ha dicho “ahora os voy a matar yo a vosotros”. No me preocupa mucho la cosmovisión de Carmen Lomana, pero me remito a sus palabras porque son el ejemplo extremo de una idea de que se repite bastante en diferentes formas: la de que la pandemia nos va a ayudar a escarmentar.
Según esto, llevamos tiempo yendo por el mal camino, nuestro modelo de sociedad no funciona. Ha hecho falta una epidemia de proporciones mundiales para infundirnos el miedo que necesitábamos para darnos cuenta. Debemos aprovecharnos de ello y cambiar el rumbo.
No hace falta remitirse a castigos divinos para encontrar este argumento. Se puede localizar detrás del activismo del “espero que reflexionemos”, del “no hay mal que por bien no venga”. Pienso, por ejemplo, en esa viñeta del dibujante Miguel Brieva, con su propuesta de compartir cuidados, de concienciarnos de nuestro potencial empático y experimentar el decrecimiento, que se ha difundido bajo el lema de recuperar nuestra humanidad.
Me resisto a creer que vernos en esta situación sea el precio a pagar por sacar algunas cosas en claro, o que las condiciones catastróficas nos abran los ojos a lo que más nos conviene. En primer lugar, porque me niego a jugar a la ejemplarización y a la utopía con la pandemia, cuya gestión no debería consistir más que en medidas extraordinarias orientadas a salvar vidas.
En segundo, porque aunque opine que el “ecologismo” de Lomana o la defensa de lo público de Brieva son valores positivos, me parece que el argumento de “aprender la lección” da por hecho que hay una lección que aprender, y que hay que perseguir estos valores porque son “los” valores. Es un finalismo que se lleva por delante la evaluación de los problemas concretos que requieren soluciones y no voluntarismo.
Coincide que estos días he estado leyendo unas lecciones que Richard Rorty impartió en la Universidad de Girona en los noventa –publicadas bajo el título de “El pragmatismo, una versión”–, y que me dan, mejor de lo que yo puedo expresar, los argumentos en contra de esta manera de pensar. El objetivo de las charlas es ofrecer un vistazo a lo que supondría una cultura completamente secularizada que ha abandonado socialmente cualquier consideración finalista o mesiánica, y que ha relegado la búsqueda del ideal de verdad al ámbito privado.
Rorty propone una visión antiautoritaria del consenso en la que aboga por “la sustitución de la objetividad (donde, por objetividad se entiende una relación privilegiada con un ser no humano como Dios, la Realidad o la Verdad) por la idea de intersubjetividad en forma de consenso libre”.
Algo básico que, sin embargo, tiene que pasar por el esfuerzo intelectual de reemplazar las teorías únicas sobre el funcionamiento de las cosas con teorías eficientes creadas a partir de los datos disponibles; por convertir las obligaciones morales universales en valores como lo “prudente” o lo “conveniente”; por desterrar cualquier intento de fundamentar la justicia en la idea de pecado o la traición a un Bien absoluto.
Los apuntes de Rorty son pertinentes hoy. La emergencia, si debe hacer algo, es llevarnos a todos más lejos en la prudencia y la eficiencia. Ver el mundo en términos de blancos y negros no es nada útil en estas circunstancias; entre otros motivos, porque podemos empeñarnos en hacer de una catástrofe natural un designio histórico mediante el que, si sabemos extraer la moraleja, recuperar el camino correcto.
Al pretender que el nuevo orden futuro se nos revele en condiciones de excepcionalidad, arrastramos una concepción épica de la política y la humanidad, que se funda más en concepciones personales sobre lo Bueno que en necesidades reales. Algo que este “reflexionemos” suele pasar por alto.
Hay otra expresión que también está circulando bastante, esto de “romantizar” (sic) o idealizar la cuarentena, que bajo mi impresión se basa en la misma idea. Aunque creo que está orientada a criticar a los ricos y famosos que tienen el gimnasio del tamaño de mi piso y pueden dedicar este tiempo a alinear sus chakras, lo he visto hacer extensivo a todo aquel que tiene la posibilidad de teletrabajar o que no va a sufrir un ERTE.
A su modo, es otra vez la idea de pecado –de no estar pasándolo lo suficientemente mal, de vivir ignorando la dura realidad–, que viene acompañado de la necesidad de expiación (con buenas dosis de ideología). Querría, a la luz de lo anterior, darle un sentido distinto a la frase: idealizar la cuarentena es reducir el funcionamiento de nuestra sociedad a valores correctos e incorrectos, a ideas bonitas sobre el buen desempeño de la vida en común; es pensar que estamos lejos de cumplir estas ideas, y de que solo podemos volver al camino escarmentando; es proponer que, ya que estamos atravesando una crisis, deberíamos aprovecharla para enmendar nuestros errores y caminar hacia la redención.
Manuel Pacheco (Villanueva de los infantes, Ciudad Real, 1990) es músico y filólogo. Es autor de 'Las mejores condiciones' (Caballo de Troya, 2022).