Me cuento entre los escritores que le han enviado, impelidos por la vanidad o por el capricho, un libro suyo a un admirado autor famoso y al parecer inaccesible, sin esperar respuesta alguna. En el verano de 2005 le mandé a Marc Fumaroli, a quien desde luego no conocía, un ejemplar de mi Vida de fray Servando, que acababa de aparecer. Me recuerdo a la perfección –en una oficina de correos en París– reprochándome la inutilidad de gastarme quince euros arrojando un objeto a las tinieblas exteriores, ejemplar de cuyo destino nunca sabría nada. Pero no fue así.
Meses después, encontré en mi buzón de Coyoacán una postal de la Academia Francesa, con el cardenal Richelieu al frente, donde Fumaroli daba acuse de recibo de Vida de fray Servando y me prometía comentármelo. A la alegría de saber que estaba en sus manos, se agregó, semanas después, una carta propiamente dicha donde me comentaba brevemente mi biografía. Fumaroli se había tomado la molestia de saber quién era yo y seguramente tuvo conocimiento de que lo había reseñado, tiempo atrás, en Letras Libres, motivo por el cual me devolvía la cortesía. Y más aún: me anunciaba su proyectada visita a México, el siguiente verano, pues quería saludar a Marie José, ya entonces viuda de Octavio Paz, con quien la unían sus orígenes corsos. Pero, sobre todo, quería “visitar las iglesias del México barroco antes de morir”, paseo al cual me pedía lo acompañase.
Allí empezaron los desencuentros, primero lamentables; luego divertidos. A principios de 2006 desobedecí las precisas órdenes que con respecto a la visita de Fumaroli –no solo académico, sino catedrático del Collège du France– me dio el agregado cultural francés, y no me reporté con la antelación debida. A mi negligencia se sumó la suya, pues una vez que Fumaroli llegó a la Ciudad de México, l’attaché –teniendo varias maneras de hacerlo–ya no me contactó. Recuerdo mi desolación al abrir, una madrugada, la página web del Reforma y ver registradas las actividades de Fumaroli en el país. Me dio mucha vergüenza la inopia con la cual había perdido la oportunidad de conocer al gran historiador de la literatura y biógrafo de Chateaubriand (Poèsie et terreur, 2003). Traté de olvidarme del asunto.
Una vez más en París, tres años después, abrí mi correo electrónico y vi un mensaje de Miguel Martínez-Lage, prolífico y certero traductor español, quien se atrevía, tras consultarlo con amigos comunes, a contarme una anécdota. Apasionado del siglo XVIII, según me dijo, Martínez–Lage compró en internet mi Vida de fray Servando en una librería de viejo del País Vasco; el ejemplar usado que recibió era aquel que pomposamente le había autografiado yo a Fumaroli en 2005, y del cual el maestro se deshizo una vez que lo hojeó ese año para devolverme la gentileza o, en el peor de los casos, asaz improbable, lo desechó porque estaba molesto por el plantón de 2006. Cualquiera que fuese la razón, me pareció normal que alguien como él expulsara ejemplares impropios de su biblioteca, y me dio gusto que mi libro sobre Mier hubiese hecho el viaje inverso que su personaje, pues el fraile regiomontano, en 1800, cruzó desde la península la marca de Francia rumbo a Bayona. Martínez-Lage murió de un infarto, a los cincuenta años, en 2011. Nunca lo conocí, pero me late que la Vida de fray Servando, destinada a Fumaroli y comprada por Martínez-Lage, debe estar en buenas manos. Con eso me quedé en ese entonces, pero mi petit histoire con Fumaroli estaba todavía a la mitad de su desarrollo.
En 2014 se publicó en Francia mi biografía de Paz (Octavio Paz dans son siècle) y, sabiendo que nada perdía, me atreví, inescrupuloso, a escribirle un correo a su asistente, invitando a Fumaroli a presentar el libro en noviembre de ese año en el Instituto de México del Marais. Quien ya era “cher maître” aceptó de inmediato, sin pedirme explicaciones sobre el fallido verano barroco mientras yo ocultaba, desde luego, el destino viajero de aquella primera biografía mía. El 7 de noviembre de 2014, el crítico Gustavo Guerrero, mi querido amigo y editor en Gallimard, y yo, pasamos a recoger a Fumaroli a su departamento en la Rue de la Université para llevarlo a la presentación. Vivía en el edificio destinado a los veteranos del Collège de France y en el elevador conocí a Yves Bonnefoy, quien aprovechó para quejarse –buen francés–, de lo mal que lo había pasado en Guadalajara un año atrás, premiado por la Feria del Libro.
Fumaroli abrió la puerta y bajó con nosotros a esperar un taxi que no llegaba y no llegaba, porque el barrio estaba en obras y muchas de sus calles, cerradas. Desesperado, Gustavo corrió a buscar otro taxi y yo me quedé solo en una esquina con mi ídolo, tropezándome con mi lamentable francés y diciendo tarugadas. Entonces me percaté de que Fumaroli, entonces de ochenta y dos años, y a quien sabía delicado de salud, estaba helado y seguramente con fiebre. Le dije que lamentaba el incidente y que con gusto lo acompañaría de regreso a su casa. Levantó la mano en un gesto de molestia, como deteniéndome marcialmente, y me dijo: “Sí estoy aquí, en estas condiciones –sabe usted– es por Octavio Paz, del cual no estuve lo suficientemente cerca y ello me ha dolido desde que murió. Me hubiera gustado dedicarle a él mi biografía de Chateaubriand”.
El vizconde de la Bretaña invocó a Gustavo con un taxi y en el camino algo hablamos con Fumaroli del reciente fallecimiento de Jaume Valcorba, su editor español. Llegamos a tiempo a la presentación. Como habíamos acordado, Fumaroli habló primero, y al concluir regresó al taxi que lo aguardaba. Nunca lo volví a ver. Ayer por la mañana el propio Gustavo me informó de su muerte.
La vida me regaló los libros de Fumaroli sobre la querella de los Antiguos y de los Modernos, tanto como aquellos en los cuales expresó su odio liberal contra Malraux y toda política cultural –en vano traté de explicarle, en alguna de las cartas que cruzamos después, que en los países pobres, ésta es un mal necesario–, su biografía sobre La Fontaine y Luis XIV, su nostalgia por la felicidad absoluta del Antiguo Régimen (“cuando toda Europa hablaba francés”) y sus decenas de estudios breves –acaso el género que practicaba con mayor gracia y rigor– fuesen sobre Rabelais, Valéry, Renan, Maurice de Guérin o J.K. Huysmans.
Aunque ocupó el lugar de Georges Duby en la Academia de las Inscripciones y de las Bellas Letras, estuvo lejos Fumaroli de ser un anticuario. Intrigado por el ruido del arte contemporáneo, se fue a Nueva York a estudiarlo un año y regresó con casi mil páginas (París–Nueva York–París: viaje al mundo de las artes y de las imágenes, 2010), donde fue más lejos que Baudelaire ante la fotografía. Para restaurar el antiguo sistema de las artes habría que expulsar de su seno a todos los derivados del daguerrotipo: desde la foto hasta la fibra óptica, pasando por toda pantalla, incluido el séptimo arte, dijo Fumaroli. Pero como cruzar esa frontera es imposible, según concluyó el sabio nacido en Marsella un 10 de junio, los Antiguos hemos de seguir batallando con los Modernos porque, como decía Verdi y repetía ese gran italianizante que fue Fumaroli: torniamo all’antico, e sarà un progresso.
Fumaroli me regaló una serie de anécdotas que al lector le parecerán, no sin razón, pedantes y banales, pero a mí me son esenciales porque involucran la realización de un sueño frecuente en casi todo escritor: que uno de tus contemporáneos más admirados, obligado más por la buena voluntad, por la cortesía o por la curiosidad que por las circunstancias o la conveniencia, te lea y hasta escriba unas líneas sobre tu trabajo. Además, así como yo fui el médium que comunicaba a Marc Fumaroli con Octavio Paz, él era mi intermediario con las librerías de viejo de Europa. Nunca dejé de enviarle autografiados todos mis libros, confiando en que, acaso tras hojearlos, los mandaría raudos y seguros hacia las manos de otros lectores, haciendo respirar a la literatura. Que descanse en paz, mi querido y remoto maestro.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile