Asistir a un entierro con el ánimo de ejercer la crítica de espectáculos, sin la menor consideración por el dolor de los parientes y amigos del muerto, equivale a llevar hasta sus últimas consecuencias la doctrina de la deshumanización del arte que, según Ortega y Gasset, había llegado para quedarse a principios del siglo XX. La reseña objetiva y fría de un funeral desvía la atención del lector hacia la personalidad del propio reseñista, un espíritu selecto que no puede hacer concesiones a la sensiblería del vulgo cuando se trata de juzgar una puesta en escena. Su falta de empatía con los dolientes parece monstruosa, pero está justificada por la teatralidad de las pompas fúnebres, que no solo busca impresionar y conmover a la familia del difunto sino al público en general. Como el arte funerario aspira a tener un valor estético independiente del insigne difunto que lo costea, hasta cierto punto apela al juicio de los conocedores, de modo que el surgimiento de una crítica especializada en esa materia sería una consecuencia lógica de haber mezclado el duelo con las bellas artes.
Julio Torri adoptó este punto de vista en “De funerales”, una de sus primeras incursiones en el humor cruel, la veta literaria que mejor explotó. El tipo del crítico deshumanizado que lamenta el decaimiento de la oratoria fúnebre y la pobre calidad de un entierro mediocre proviene, creo, de la literatura francesa decadentista, en particular de À rebours, la gran novela de Joris-Karl Huysmans, un delicioso retrato de las aberraciones en que puede caer la religión del arte. Jean Floressas des Esseintes, su protagonista, es un dandi neurótico, enemigo acérrimo de la normalidad burguesa, que se jacta de tener un gusto infalible en todas las artes y vive refugiado en una mansión a las afueras de París, a salvo del odioso contacto con el vulgo. Hastiado de todas las perversiones, Des Esseintes ha caído en un letargo narcisista del que ningún vicio nuevo puede sacarlo. Hasta en materia de fisiología quiere darle a su vida un toque de distinción, pues llega al extremo de alimentarse por el ano, inyectándose papillas con un clister.
Aunque la novela tiene una clara intención paródica, en gran medida Huysmans compartía el credo estético de su protagonista. Arrepentido de sus pecados (libertinaje, soberbia, falta de amor al prójimo), en la madurez se convirtió al catolicismo y narró su búsqueda espiritual en varias novelas que no merecieron la fama póstuma de À rebours, pero a últimas fechas han llamado la atención del público francés, gracias al homenaje que les rindió Michel Houellebecq en Sumisión, cuyo protagonista, François, es un doctor en letras dedicado a estudiar la conversión de Huysmans.
El protagonista de Là-bas, En route y La cathédrale, Durtal, sostiene una lucha interior entre su fervor religioso y su inclinación por los placeres mundanos. Desearía ser un monje trapense, pero se comporta como un árbitro de la elegancia porque la sensualidad y el egoísmo todavía lo dominan. Tras haber visitado infinidad de capillas ardientes en busca de elevación espiritual, en el primer capítulo de En route cuenta a un amigo su triste experiencia como espectador de velorios:
En la actualidad lo único decente que se puede ver en París son las ceremonias casi similares de tomas de hábito y de entierros. Por desgracia, cuando se trata de un lujoso cadáver, las pompas fúnebres lastiman la sensibilidad. Para empezar, el mobiliario da escalofríos: estatuas de vírgenes plateadas de un gusto atroz, bases de zinc con peroles en donde humea el ponche verde, candelabros de hierro blanco galvanizado que soportan, en el extremo de un tallo similar a un cañón erguido, arañas vueltas de espaldas con cirios engastados en las patas; toda una quincallería funeraria de tiempos del Segundo Imperio, troquelada en relieve de pátera, de hojas de acanto, de relojes de arena con alas, de rombos y de grecas. ¡Lo más deplorable es que, para realzar el boato de las ceremonias, los músicos tocan piezas de Massenet, de Dubois, de Benjamin Godard, de Widow, o peor aún, cualquier murga de sacristía, cualquier mugido místico, como los que cantan las damas devotas afiliadas a las cofradías de mayo!
Aunque el tono despectivo de Durtal se asemeja mucho al del implacable crítico de entierros imaginado por Torri, la aportación del mexicano consistió en exacerbar la crueldad irónica esbozada en la novela de Huysmans, porque en “De funerales” el espectador ofendido por el entierro ramplón es, para colmo, amigo del difunto. Al identificar esta probable fuente de inspiración no pretendo restarle méritos a Torri. Nadie puede exigirle originalidad absoluta a ningún escritor (El retrato de Dorian Gray también le debe mucho a Huysmans), ni creo que tomar prestado un enfoque satírico equivalga a un plagio. Pero quizá valga la pena rastrear el origen de este enfoque para entender cómo se fue transformando en manos de Torri, que primero siguió muy de cerca a Huysmans y luego lo rebasó en “De fusilamientos”, una maravillosa pieza de orfebrería literaria que trasplanta al México revolucionario el esteticismo a ultranza de los dandis franceses. La idea genial de juzgar las ejecuciones de prisioneros con la flema aristocrática y el delicado paladar de Durtal anuncia una inclinación a jugar con el sinsentido de la existencia que treinta años después germinaría en el teatro del absurdo.
En el París de la Belle Époque, donde el refinamiento artístico abría múltiples horizontes a la crítica especializada, un personaje como Durtal no desentonaba, aunque algunos pudieran detestarlo. En la sátira de Torri, publicada en 1915, cuando las descargas de fusilería estaban a la orden del día en todo México, la invención de un exigente y sofisticado crítico de fusilamientos era un disparate sutil y estridente a la vez, el último recurso de la cultura humanista para hacerse oír en medio de las balaceras. Solo una crueldad exquisita, un puntilloso examen de la matanza cotidiana, podía evocar el perfume de la civilización desaparecida. Vacuna contra la desesperación, manifiesto pacifista en clave, grito de protesta que nadie quiso escuchar, la obra maestra de Torri estableció un paralelismo entre la insensibilidad de los generales revolucionarios y el culto al arte deshumanizado. Hasta cierto punto “De fusilamientos” es la contraparte culta del corrido de Rosita Alvírez. Flotaba en el aire una jocosidad maligna a la que Torri no se pudo sustraer, pero en vez de ponerle cananas al humor negro, como los autores de corridos, el joven ateneísta lo vistió de frac. Su distanciado y flemático examen de una carnicería en donde ya no era posible distinguir a los tirios de los troyanos inaugura el retrato irónico del México bronco, una tarea colectiva que su compañero de generación Martín Luis Guzmán complementaría después, con tintes expresionistas, en “La fiesta de las balas”. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.