Se habla mucho de hijos. De tenerlos y de no tenerlos. De las razones personales, económicas y culturales detrás de una u otra decisión. De modelos de familia. De la urgencia de alumbrar niños que sostengan nuestra menguante demografía y nuestro estado de bienestar. En Europa nacen pocos niños. Todavía menos en España. La curva de la fecundidad describe una forma de J: disminuye a medida que aumenta la renta, para repuntar levemente hacia los últimos deciles. En Europa nacen menos niños que en cualquier otro continente. Sin embargo, esto ha sido así desde hace varios siglos, si bien es cierto que en las últimas décadas se ha acentuado la inercia. El baby boom nunca fue la norma, sino la excepción. En todo caso, un hecho diferencial tan llamativo merece alguna atención.
En 1965, el matemático John Hajnal publicó un artículo que tendría gran trascendencia en el campo de los estudios demográficos: “European marriage patterns in perspective”. En él, el autor describía un patrón de matrimonio y natalidad distinguido para Europa, al menos, desde el siglo XVII. Los europeos occidentales, señalaba Hajnal, se casaban más tarde y tenían menos hijos, y el porcentaje de ellos que permanecía soltero toda su vida era más alto que en cualquier otro lugar, especialmente entre las mujeres. Hajnal trazó una línea que unía Leningrado con Trieste: al oeste de esta frontera imaginaria la natalidad fue diez puntos inferior en los siglos XVIII y XIX.
¿Qué hay detrás de este “modelo europeo de matrimonio”? La descripción de Hajnal coincide con un momento de “transición demográfica”. Las sociedades antiguas compensaban las elevadas tasas de mortalidad y la baja supervivencia de la época adelantando la edad del matrimonio (sobre todo para la mujer) y fomentando la fecundidad. Sin embargo, hacia la baja Edad Media, Europa occidental comenzó a experimentar un aumento de la esperanza de vida y un descenso de la mortalidad infantil que propició el crecimiento demográfico. Así, la postergación del matrimonio y la contención de la natalidad parecen haber sido las respuestas de los europeos a este incremento poblacional, en ausencia de métodos anticonceptivos y de planificación familiar modernos.
Las consecuencias estructurales de estos cambios son extraordinarias. Al casarse más tarde, las mujeres participaban más del mercado laboral y tenían más oportunidades de acumular propiedades, lo que redundó en una mayor igualdad en los hogares. Además, como ha apuntado el profesor Julio Pérez Díaz, se produjo un aumento de la riqueza, al disponer los jóvenes de más años de trabajo antes de emplearse en la crianza de los hijos. De este modo, al tiempo que se iba configurando el universo de valores que hoy consideramos propio de la idiosincrasia europea, se atesoraba también un capital que facilitaría la Revolución Industrial.
El detonador de la transición demográfica es el progreso material, lo cual permite predecir una convergencia de las sociedades en materia de natalidad, a medida que avance el desarrollo económico. Sin embargo, hay otros factores que merecen ser tenidos en cuenta para el caso europeo, y que nos permiten rastrear el origen de estas transformaciones ya desde la alta Edad Media, con la conversión al cristianismo de las tribus germánicas que invadieron el Imperio Romano.
Francis Fukuyama considera que la Iglesia Católica actuó como un agente de estas mutaciones, aunque por razones que eran mucho más estratégicas que espirituales. Las élites eclesiásticas promovieron una serie de prácticas exogámicas para socavar el poder de los clanes familiares todavía ampliamente extendidos por Europa, así como el de los linajes monárquicos, que obstaculizaban su propio poder temporal. La Iglesia prohibió los matrimonios entre parientes o con viudas de parientes fallecidos (el tan frecuente levirato), la adopción de niños, el concubinato y el divorcio, decretando el carácter indisoluble del matrimonio.
Estas fórmulas se usaban habitualmente para conservar la propiedad en manos de las familias y garantizar su transmisión a la descendencia, así como para asegurar la sucesión en el caso de la realeza. Al mismo tiempo, la Iglesia promovió los derechos de propiedad de las mujeres (aunque ya en el siglo I las leyes de Roma las incluían en las herencias) y su capacidad para tomar decisiones sobre la compraventa de bienes sin tener que dar cuenta a una extensa organización familiar. Las nuevas imposiciones resultaron muy rentables para las autoridades eclesiásticas, que vieron cómo se multiplicaba su patrimonio gracias a las dotaciones testamentarias de un número creciente de mujeres que habían enviudado antes de tener hijos o habían permanecido solteras.
Así, la Iglesia introdujo cambios en los patrones matrimoniales europeos desde la baja Edad Media, y puso en marcha de forma inconsciente conductas que fomentaron la autonomía personal, germen del distintivo individualismo occiental. Estas imposiciones no fueron las únicas que favorecieron la individualización. Autores como Jacques Le Goff han considerado que el sacramento de la confesión constituyó la primera invitación a la introspección y la “unificación de la conciencia”.
¿Puede considerarse esta influencia religiosa una refutación definitiva del materialismo histórico? Sin querer subestimar el papel de los elementos culturales, las motivaciones crematísticas que subyacen a estas transformaciones, así como el contexto de desarrollo económico europeo en el que se engarzan, hacen difícil que podamos renunciar a los argumentos materiales para explicar el devenir de la Historia.
Con el declive del modelo organizativo basado en el parentesco emergió el feudalismo, que introdujo la idea de “contrato” como un acuerdo suscrito de manera nominalmente voluntaria entre dos partes. El intercambio de protección por servicio bajo la fórmula del vasallaje sentaría las bases para el desarrollo político y económico posterior, y supondría un paso más hacia la autodeterminación individual.
El Europeo comenzaba a “sentirse uno”, pero estaba todavía muy lejos de conquistar la autonomía moral que despuntó en el Renacimiento y se consolidó con la modernidad. Al proceso de subjetivización precedió uno de socialización en el que los europeos adquirían una identidad que venía determinada por el modelo de “sociedad tripartita”. Todos los individuos cabían dentro de tres órdenes: el de los oratores, los bellatores y los laboratores, esto es, el de los clérigos, los guerreros y los trabajadores.
Los trabajadores pertenecían al escalafón más bajo. El trabajo fue considerado indigno durante siglos, el residuo de un pecado original que dictó la expulsión de Adán y Eva del paraíso: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Sin embargo, el auge económico que se produjo bajo el feudalismo, en los siglos XI y XII, erosionó los pilares de la sociedad tripartita.
Por un lado, con el despegue económico proliferaron un gran número de nuevos oficios que fragmentaron las identidades disponibles. Por otro lado, ese crecimiento espoleó un desarrollo urbano del que emergió una nueva clase de profesionales que había conquistado cierto bienestar con su trabajo. El protagonismo económico pasó del campo a la ciudad, el trabajo dejó de considerarse un castigo divino y sus frutos se celebraron como signo de elección y salvación eterna. Al fin y al cabo, también Dios hubo de trabajar para crear el mundo, y necesitó descansar al séptimo día.
De esta estrecha vinculación entre la espiritualidad y el trabajo, o entre la religión y la economía, dan cuenta los campanarios de todas las iglesias: las campanas que indicaban las horas canónicas comenzaron a marcar el tiempo laico de las transacciones comerciales y las labores, cada vez con mayor precisión, en un proceso que culminó con la colocación de los modernos relojes en sus torres.
Estas inclinaciones no harían sino acentuarse con el advenimiento de la Reforma protestante: la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas y el libre examen ahondaron una deriva de subjetivización de la conciencia que había comenzado con la distribución de los manuales de confesión. Y la celebración religiosa de las riquezas consolidó el nuevo estatus moral del trabajo.
De un modo indesligable, la Iglesia y la economía fueron configurando los rasgos distintivos de las sociedades occidentales. Ambos factores, el cultural y el material, están también detrás de los valores que caracterizan a los europeos, de sus estilos de vida, sus identidades fragmentadas, de su patrón matrimonial y de su natalidad escasa. El fuerte arraigo estructural de estos rasgos invita a un cierto escepticismo sobre la capacidad de la prédica para alterarlos, y también a aguardar un éxito limitado de las políticas que se intenten para corregirlos.
Pero también cabe esperar que las sociedades desplieguen estrategias adaptativas a los cambios demográficos. Casarse tarde y tener pocos hijos es señal de que vivimos muchos años, de que la práctica totalidad de los recién nacidos prospera y de que los padres hacen una gran inversión formativa y humana en ellos. Solo una ruptura del equilibrio demográfico que condujera a la imposibilidad de sostener los estándares de vida de nuestras sociedades podría propiciar una respuesta para enmendarla: una recesión censal que se tradujera en un retroceso económico insoslayable o una inversión de la pirámide poblacional que hiciera inviable el estado de bienestar. La pregunta es si ese momento ha llegado ya.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.