Lo anterior a la política

El líder del PSOE Pedro Sánchez ha defendido la unidad territorial de España como algo "previo a la política". 
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En La República, Platón expone el relato fundacional de la “ciudad buena”, que se sostiene sobre el mito de la autoctonía, según el cual toda la población indígena convive en una “hermandad natural”: todos son, literalmente, hijos de la tierra. Por supuesto, se trata de una mentira, pero Platón dirá que es una “mentira noble”, una ficción que tiene una utilidad pública. En tanto que todos los ciudadanos se sientan partícipes de ella, reinará la armonía social.

Con la modernidad llegará la irrupción de los Estados nacionales, construidos en torno a sus propios mitos, ficciones que explican el carácter ancestral de la nación y la hermandad natural que une a todos sus miembros. En el nuevo relato fundacional, los franceses pretenderán un Vercingétorix que sueñe ya una Francia desde Saint-Malo a Estrasburgo; y los españoles evocarán a un Cid Campeador que proyecte en el siglo XI una España desde Finisterre a Gibraltar.

El cartel de la Diada de 2015 estaba ilustrado con las pinturas rupestres de la Roca de los Moros, en una suerte de homenaje a la cultura catalana neolítica. El mecanismo mental que subyace a estos planteamientos es el de alguien que cree que Francia, España o Cataluña preexistían como unidades nacionales en el fondo de las almas de sus primeros pobladores. Que cree que son anteriores a la política y, por tanto, no se pueden cuestionar.

Pero no solo el mundo antiguo o los estados modernos se cimentaron sobre ficciones, la democracia misma está llena de ellas. Para Carl Schmitt la representación era discusión y compromiso, y tales características la hacían irreconciliable con la verdad: la verdad no se discute. Por ello, la auténtica naturaleza de la soberanía no podía radicar en la democracia, sino en el poder para poner fin a la impotencia y ordenar la acción: la dictadura.

Kelsen, sin embargo, hallará en el argumento de Schmitt una falacia naturalista, la que deduce del ser el deber ser (recordemos que esa discusión tiene lugar en el autoritario periodo de entreguerras), y nos alertará contra ella. Para Kelsen, el valor de la democracia reside en su liturgia, en su funcionamiento constitucional. Dice que la nación “no es una masa o un conglomerado de hombres, sino un sistema de actos individuales regidos por la ordenación jurídica del Estado”. Y no le temblará la voz a la hora de afirmar que la representación es una ficción necesaria.

Viene todo esto a cuento de que Pedro Sánchez ha señalado que el PSOE “no dialogará sobre cuestiones previas a la política, como es la integridad territorial de España”. Teniendo en cuenta lo expuesto anteriormente, el líder socialista está señalando que la unidad nacional preexiste a la democracia y que, por tanto, no está sujeta al debate que caracteriza el ordenamiento liberal.

Una de las formas en las que cabe interpretar sus palabras es en clave primordialista: la nación es anterior a la política y no cabe su cuestionamiento. En este sentido, su argumento no estaría muy lejos del de los nacionalistas catalanes, lo único que les distanciaría es que el primero lo estaría formulando desde el “ser” y los segundos lo harían desde el “deber ser”.

La otra forma de interpretarlo es en clave democrática kelseniana: la “integridad territorial” no es arbitraria, está sujeta al ordenamiento jurídico, y el respeto a la ley es anterior a la política. Acatar la democracia es aceptar un sistema de “reglas fijas para resultados inciertos”.

La interpretación democrática no está exenta de ficciones. Implica la asunción como verdades de conceptos políticos o ideológicos. La soberanía nacional, la igualdad o la voluntad general no son sino idealizaciones, pero se trata de abstracciones necesarias. Forman parte de lo que se ha dado en llamar la “parte pétrea de la constitución”, aquellos principios fundamentales que se consideran consustanciales a la naturaleza humana y que son, por ello, inmutables. Valgan como ejemplo de una de las grandes ficciones sobre las que se erigen las democracias contemporáneas los derechos humanos, que no se legislan, sino que se “declaran”, pues son inherentes al individuo.

Lo mismo sucede con la integridad territorial del Estado. Afirmar que se trata de un elemento anterior a la política es una ficción, como lo es el mito de la autoctonía de La República de Platón. Pero, en tanto que los ciudadanos se sienten partícipes de ella, es una “mentira noble”. Para que la democracia funcione, es imprescindible que sus miembros reconozcan como verdaderas las abstracciones políticas que la conforman. Hasta ahora se asumía que el respeto a la ley estaba por encima del juego político. Los independentistas catalanes han comenzado a cuestionarlo, y ello colisiona con todos los ordenamientos de los que forman parte: el autonómico, el nacional y el europeo. Exonerar a la política de sus constreñimientos normativos supone adentrarse en un camino peligroso.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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