Ratatouille (Brad Bird, 2007), hasta este momento la última gran película de Pixar, comienza con un divertido codazo lateral a “los franceses”. Desde una televisión encendida en un documental una voz dice:
Aunque a cada uno de los países del mundo le gustaría poder disputar este hecho, nosotros los franceses sabemos la verdad: la mejor comida del mundo se hace en Francia; la mejor comida de Francia se hace en París. Y la mejor comida de París, dicen algunos, la hace el chef Auguste Gusteau.
Puede tratarse de una bromita, con la voz encopetada del francés como merengue del pastel; puede tratarse de una falacia –¿no será en Tokio o en San Sebastián donde de veras se está haciendo girar al mundo culinariamente?– o un mero prejuicio, pero algo en la idea se siente real: cualquiera que quiera graduarse de glotón o de cocinero tiene que estar en París. Más importante: Rémy, la rata protagonista de Ratatouille, lo cree en serio: la mejor comida de Francia se hace en esa ciudad.
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El París de Ratatouille es apropiadamente decorativo: más parecido al de la intratable Amèlie que al de la vida real. Libre de teporochos, limpiecito (salvo por las ratas, claro), con calles que todo el tiempo parecen recién lavadas. También: una ciudad detenida en el tiempo: los automóviles y otros objetos son setenteros; después de eso, ha dicho Brad Bird, “las ciudades se homogeneizaron y todo mundo usa las mismas marcas, anda en los mismos coches”. Es el París que vive en la imaginación cinéfila. Pero también, claro, el París de concreto: ahí está su torre Eiffel, Notre Dame, el puente Alexandre III –donde Rémy se conduele del cocinero sin futuro Linguini y acepta convertirse en su ghost chef– o la tienda de Julien Aurouze, fundada en 1872 en Les Halles y especializada en desratización (y “déstruction des animaux nuisibles”), a cuyas puertas Django, padre de Rémy, intenta darle una lección: “Cuidado con los humanos; no podemos cambiar la naturaleza”, para terminar recibiendo una más valiosa: “La naturaleza es cambio.”
Y ahí están sus restaurantes. Naturalmente. Gusteau’s es una suerte de antología o mash-up de elementos de clásicos restaurants gastronomiques parisinos: de Le Train Bleu con sus hermosos falsos techos art nouveau; de Le Procope, el café más antiguo de París: fundado en 1686; de La Tour d’Argent, cuyo roce con la decadencia puede acaso entreverse en los manejos de Skinner, jefe de Gusteau’s desde la muerte del gran chef; de Taillevent –dijo Jean Marie Ancher, maître de este restaurante, que los cineastas, viejos clientes, se inspiraron en su forma de presentar platos– y Guy Savoy previo a su renovación. (Ancher y Savoy participaron en el doblaje de la versión francesa.) Colette, la única cocinera en la brigada de Gusteau, tiene no poco de Hélène Darroze, a su vez única cocinera en París con dos estrellas de la guía Michelin. El bistrot Ratatouille, obra conjunta del pequeño Rémy, Colette, Linguini y el crítico Anton Ego, puede verse como parte de la ola de “bistrots gastronomiques” –ya la vamos adoptando en el DF: cf. gastrofondas–, iniciada en los noventa con la aparición de La Régalade de Yves Camdeborde, chef que antes estuvo, no es coincidencia, en la cocina de La Tour d’Argent.
Ratatouille retrata el restaurante parisiense con un cuidado sorprendente, con una minucia digna de las más altas causas. Cosa curiosa, hay algo muy poco parisino en Ratatouille: la ratatouille.
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La ratatouille no sólo no es parisina: pertenece a todo el Mediterráneo: en la España castellana es pisto; en Cataluña, samfaina; en Mallorca, tumbet; en el Magreb, chakchouka; en el Languedoc, chichoumeille… Más aún: la ratatouille de Rémy es en realidad el clásico confit byaldi, inventado en los setenta por el chef Michel Guérard, inventor de la llamada “cuisine minceur”, que proponía versiones aligeradísimas (y superiores, muchas veces) de clásicos nouvelle cuisine. Acá, el confit de la rata y uno sacado de wikipedia:
Para acabarla, el famosamente mamón crítico de comida de Le Figaro, François Simon, condenó el platillo de Rémy: “Una paupérrima rosa de berenjenas, calabacitas y jitomates para comer con el meñique levantado, nueva cocina gringa circa 1997-98. Nada que ver con la ratatouille de veras, que es compotada, fundente.” Por cierto, el propio Simon asumió que Anton Ego, el destructivo crítico de Ratatouille, estaba basado en él. Quién sabe por qué.
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Por supuesto, esos detalles gastrodetectivescos no son reparos legítimos a la película: en su universo, en su París, la ratatouille es esta y no otra. Porque este París es el fantástico París donde el crítico iracundo reflexionará y sabrá que un gran cocinero puede surgir en cualquier parte –de las coladeras, por ejemplo, y ser una rata–, y donde nadie, en palabras del propio Rémy, debe alimentarse de desperdicios. “This is Paris, baby: my town”, dice Rémy: tiene razón.
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)