Hidalgo enamorado

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Acudí a la función de Hidalgo, la historia jamás contada lleno de prevenciones. Había leído una entrevista en donde Demián Bichir, el magnífico actor que representa al prócer, postulaba la “verdad” incómoda y supuestamente inédita de la película, pero yo temía encontrarme con una flagrante distorsión histórica. La distorsión existe, por supuesto. La cinta incurre en hechos falsos, no probados, inexactos e inverosímiles. El guión, centrado en las primeras cinco décadas de Hidalgo y en su juicio final en Chihuahua, resultaría ininteligible para un extranjero sin conocimiento previo de la Guerra de Independencia, que sólo aparece en breves e inconexos episodios retrospectivos. Y sin embargo, la película me gustó. En términos estéticos no es inferior a su homóloga Shakespeare enamorado. Tiene ritmo, belleza y encanto. Como historia, introduce una sana irreverencia y transmite admirablemente el drama psicológico y moral de Hidalgo.

Hay de falsedades a falsedades. Quizá la imposibilidad ya en esa época de un auto de fe como el que sufre el hechicero indígena Ascanio (personaje inverosímil por partida doble: como “politeísta” y amigo del teólogo Hidalgo) sea un pecado tan menor como la imposible destrucción del teatro en el que Hidalgo hacía representar su traducción del Tartufo de Molière, obra que no estaba, ni podía estar, prohibida. Pero el tratamiento de dos personajes españoles centrales sí implica una distorsión seria. Hidalgo no sólo no era malquerido por el obispo Antonio de San Miguel (personaje amadísimo en la diócesis de Valladolid) ni por Manuel Abad y Queipo (su contertulio y amigo) sino que era respetado y protegido. De hecho, su tránsito (que la película presenta como un castigo) del rectorado de San Nicolás a la parroquia de Colima (no a la de San Felipe Torres Mochas, que fue posterior) había sido un deseo expreso de Hidalgo en términos vocacionales y económicos. Su salida de Valladolid (hoy Morelia) no fue intempestiva ni forzada. Y San Felipe, en tiempos del esplendor barroco, estaba lejos de ser el sitio fantasmal (Real de Catorce) que aparece en la cinta.

Pintar a Josefa Quintana como la voluptuosa hija del próspero minero y comerciante José Quintana (quien en la realidad fue un modesto carpintero) tal vez sea una licencia comprensible en la medida en que permite a Ana de la Reguera desplegar su talento y belleza, pero todo el asunto de los amores y la paternidad de Hidalgo no pertenece tanto a la “historia jamás contada”, sino más bien a la nunca probada, tal vez ficticia. Carlos Herrejón, el más sólido y documentado biógrafo de Hidalgo, admite que el cura pudo haber tenido una hija, pero los indicios de su paternidad adicional parten de una documentación posterior y dudosa. En cuanto a su vida libertina, los testimonios son sospechosos: provienen de sus malquerientes religiosos y laicos, nunca fueron demostrados y, de hecho, fueron desechados por los fiscales (severos pero nunca sádicos, histéricos y vejatorios, como aparecen en la cinta) que lo juzgaron en Chihuahua.

La película adolece de pifias de producción e investigación que pudieron haberse corregido fácilmente. Es una lástima, porque en general la ambientación y el vestuario son un acierto. Ejemplos: los indios de la zona debieron hablar otomí, no náhuatl; enseñarles artes y oficios (como hizo Hidalgo en Dolores, no en San Felipe) era visto con admiración, no con desdén; su supuesta simpatía por el regicidio de Luis XVI no pudo ocurrir en el momento en que lo presenta la película; Hidalgo no estaba presente durante los hechos de la Alhóndiga; la matanza en ese lugar fue obra –como apunta Alamán– de “los indios y la plebe” de Guanajuato, no de personajes uniformados; los cocheros, los caballos, las sillas de montar, las copas tequileras, los atriles y las bancas corresponden muchas veces a épocas posteriores; Morelos joven no pudo llevar un paliacate ni el atuendo que lo distinguiese de sus condiscípulos; la vestimenta de los religiosos confunde a los jesuitas con los agustinos; la Teresa de la que, supuestamente, hacía mofa Hidalgo no era Santa Teresa, sino la madre Teresa de Ágreda; y la imagen venerada por una beata no es tampoco la de aquella santa, sino una Dolorosa; el torero Agustín Marroquín, verdugo contratado por Hidalgo para degollar españoles en la Barranca de Oblatos (mal escenificada, la original era una nogalera), no era andaluz ni lo parecía: era un forajido oriundo de Tulancingo.

Dicho lo cual, los aciertos de la película son sustanciales. Los episodios musicales, sin excepción, son deliciosos, en particular las escenas de Hidalgo tocando violín y los formidables bailes y jarabes prohibidos en la época. La fiesta campestre es una reminiscencia válida del famoso cuadro de Goya. La escena final de Hidalgo, atormentado por el remordimiento que le provocaba el recuerdo de los asesinatos cometidos en Guadalajara contra los cientos de españoles que “sabía inocentes”, es estrujante, verosímil y conmovedora. Sí, así debió sentirse Hidalgo, como muestra la frase terrible que pronuncia, referida explícitamente a los indios que le exigían esos hechos de sangre: “No los contuve porque no pude… porque no quise”.

Hidalgo, la historia jamás contada es una invención pero no una fantasía: tiene un fondo de verdad. El resentimiento criollo, el tono de la vida en el gozne entre el siglo XVIII y el XIX, la tensión entre la superstición religiosa y la relajación de las costumbres, la crueldad incontenible de la guerra que torturó las noches finales de Hidalgo, la pena de morir por una causa justa habiendo usado medios sangrientos (y, a sus ojos postreros, ineficaces) para alcanzarla, todo ello vuelve más humano al héroe. Con todas sus exageraciones, errores e imprecisiones, este Hidalgo enamorado y febril, refractado en la mirada de sus delatores, es más real y entrañable que el viejecito inmaculado de la leyenda y el mito.

– Enrique Krauze

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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