Las vidas (y muertes) de Herschel Grynszpan

En 1938, el joven refugiado judío Herschel Grynszpan asesinó a un diplomático alemán en París, lo que desembocó en la noche de los cristales rotos. El destino de Grynszpan tras el crimen y la guerra es aún un misterio.
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Una serie de bloques de cemento de estilo brutalista rompe la armonía de la calle: las dos iglesias recién reformadas, una luterana, otra evangélica, a cada lado de la calle, el pavimento empedrado y limpio, las casas bajas de techos altos y ventanas grandes. La escultura, tres grandes menhires de cemento, recuerda al arte de Carl André, y en cierto modo reflexiona del mismo modo sobre el vacío. Es una zona cero. Una estrella de David grabada en el cemento corona una inscripción austera que recuerda la enorme Neue Synagogue de Hannover, construida en 1870 y quemada por los nazis en 1938. En la noche del 9 de noviembre de ese año, los camisas pardas nazis quemaron más de 1.300 sinagogas en toda Alemania.

La llamada Kristallnacht, o noche de los cristales rotos, tuvo para el gobierno nazi, e incluso para parte de la prensa judía alemana, un causante llamado Herschel Grynszpan. Dos días antes del pogromo, Grynszpan, un joven refugiado judío de 17 años y originario de Hannover, compró un revólver en la  rue du Faubourg-Saint-Martin, en el centro de París, y se dirigió a la embajada alemana de la ciudad. Allí solicitó una cita con cualquier alto cargo de la embajada. El primero que le atendió, Ernst vom Rath, fue el que recibió cinco disparos que acabaron con su vida. La noticia sirvió perfectamente a los intereses propagandísticos de Goebbels. Este, ansioso por encontrar la justificación para un pogromo a nivel nacional –con la apariencia de espontáneo y surgido desde el pueblo alemán–, convirtió al joven Grynszpan y su asesinato en la excusa perfecta para la Kristallnacht.

Grynszpan no era un bohemio parisino sino un refugiado judío de la Alemania nazi. Su crimen lo convirtió en un asesino político, con las connotaciones que implicaba en la época. La prensa norteamericana lo idealizó: el reportero Quentin Reynolds, de la revista Collier’s, escribió que “está llamado a convertirse en uno de los asesinos más notorios de nuestra época”, y lo comparó con Gavrilo Princip, el anarquista serbio-bosnio que, en 1914, asesinó al archiduque Francisco Fernando y causó el inicio de la Primera Guerra Mundial. Ese interés por el carácter político del crimen no lo compartía la prensa judía alemana, temerosa de que ese enfoque provocara más pogromos y ayudara a la propaganda de Goebbels. El historiador Ron Roizen, en un artículo publicado en la revista Holocaust and Genocide Studies, sostiene que “Grynszpan fue considerado por una gran mayoría de judíos como el portador de un gran mal”.

El objetivo retórico de la respuesta nazi al asesinato era establecer una “culpa judía colectiva” […] Muchos judíos se apresuraron a denunciar el acto para así distanciar a la comunidad judía de él, y a la vez centraron el foco de atención en la brutalidad de la Kristallnachtpogrom.

Grynszpan fue siempre un adolescente muy político. Nació en 1921 en Hannover, pero conservó la ciudadanía polaca de sus padres. Desde muy joven mostró un feroz rechazo al antisemitismo nazi. En 1935 abandonó la escuela como protesta por la discriminación a los judíos. Intentó encontrar trabajo como aprendiz, pero le estaba vetado, así que sus padres lo enviaron a una yeshiva en Frankfurt am Maine, donde aprendió hebreo y estudió la Torá. A su vuelta, con 15 años, intentó conseguir un visado para viajar a Palestina, por entonces bajo mandato británico, pero no lo consiguió: era demasiado joven (y además de estatura muy baja). Los kibbutz judíos en Palestina exigían mayor fortaleza física. Su única opción de salir de Alemania era París, donde vivían sus tíos. Tras cruzar legalmente a Bélgica, consiguió traspasar la frontera francesa de manera ilegal en septiembre de 1936.

En octubre de 1938, el gobierno alemán expulsó a más de 12.000 judíos a Polonia. El gobierno polaco los volvió a extraditar a Alemania, por lo que quedaron desamparados en la frontera, muertos de hambre. Entre ellos estaban el futuro crítico literario Marcel Reich-Ranicki y los padres de Grynszpan. Una carta de estos últimos a su hijo, donde explicaban su dramática situación, lo motivó a cometer el asesinato. En su respuesta, Herschel se justificaba: “mi corazón sangra cuando escucho vuestra tragedia y la de 12.000 judíos. Debo protestar para que así todo el mundo me escuche, y eso haré. Perdonadme.”

Su proceso judicial fue kafkiano, su nihilista actitud camusiana. Tras el asesinato, se entregó a la policía y fue trasladado a la prisión juvenil de Fresnes, a las afueras de París. En junio de 1940, tras la entrada de los nazis a la ciudad, los reclusos fueron trasladados al sur del país. En uno de esos trayectos, el tren que los transportaba fue bombardeado por los nazis. Todos escaparon excepto Grynszpan, que, quizá por el miedo a las tropas nazis, decidió volver por su propia cuenta a la cárcel. Tras ser rechazado en la de Toulouse, fue ingresado en la prisión de Bourges. (Otras versiones afirman que tras el bombardeo fue capturado por los nazis). Un año después, en julio de 1940, fue extraditado de vuelta a Alemania, donde sería finalmente juzgado. Al terminar la guerra, varios investigadores encontraron documentos sobre el juicio farsa que iba a recibir: tenía guion, los diálogos y el fallo judicial estaban ya escritos. No se llegó a realizar, gracias a la guerra y a que los abogados de Grynszpan, pagados por diversas campañas internacionales de solidaridad con su causa –especialmente desde Estados Unidos: el programa de la célebre periodista de la CBS Dorothy Thompson recaudó hasta 30.000 dólares– encontraron una mejor defensa: si Grynszpan admitía que el crimen no era político sino pasional, y que había mantenido relaciones homosexuales con Ernst vom Rath –se especulaba que era gay–, salvaría la vida. La táctica parece que funcionó, y al menos retrasó el juicio.

Se desconoce si Grynszpan sobrevivió a la guerra. En 1961, el teniente coronel nazi Adolf Eichmann, durante su juicio en Israel, admitió haber entrevistado a Grynszpan en 1943 ó 1944. Hay muchas teorías sobre su destino posterior. En unas, no sobrevivió a la guerra. En otras, escapó y volvió a París, donde se casó y tuvo dos hijos. Los padres de Grynszpan, que sí sobrevivieron, emigraron a Rusia y luego se instalaron en Israel, exigieron una investigación sobre su paradero. En un juicio en Hannover, en 1958, su hermano Mordechai y su padre Sindel narraron sus intentos por encontrarlo. No podían explicarse que no hubiera contactado con ellos. El 1 de junio de 1960, el tribunal de Hannover lo declaró muerto, a pesar de todas las incógnitas que rodean su caso.

En el monumento en memoria del Holocausto en el centro de Hannover aparecen los nombres de todos los judíos de la ciudad asesinados por los nazis. El nombre de Grynszpan no está. En las tres ocasiones en las que pasé por delante, grupos de adolescentes, de la misma edad que tenía Grynszpan cuando mató a sangre fría como protesta contra un antisemitismo que no había alcanzado aún el horror del Holocausto, se reunían en las escalinatas. Parece un lugar de encuentro de los swaggers de la ciudad –un término inclasificable de la generación Z–. Se sientan sobre los nombres de miles de judíos, sobre un Chaim y un Ari que acabaron en Buchenwald, un Shlomo y una Golda que murieron en Dachau, y se hacen selfies. En el cartel informativo del memorial, la palabra Holocaust está tachada. Con rotulador permanente pone encima Yolocaust. YOLO es el eslogan hedonista de los swaggers: You Only Live Once. Solo se vive una vez.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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