Los poetas no resbalan ante los misterios y cultos de la verga y han acostumbrado celebrarla, cantarla e interrogarla desde el origen del lenguaje, verbal equivalencia del ánimo que llevó a los humanos debutantes a crear profusa y alegremente toda clase de artes fálicas y vulvares.
Pulula la poesía de la verga que, como dispone su musa, ejecuta con frecuencia sus ascensos y caídas. Algunas religiones y filosofías la censuran, bien sabido que es, mientras que otras la incorporan con gusto a sus liturgias. La moral la persigue, lo que es muy bueno, pues que obliga al ingenio a inventarle discursos clandestinos y disfraces formidables. Los antiguos romanos, en cuyos jardines era habitual poner esculturas del Priapo feral, hasta inventaron un género, los carmina priapeia que pueden leerse aquí en traducción al inglés de mi querido amigo, Sir Richard Burton. Y alguna vez en este blog evoqué a Goethe infinito, cuyo interés abarcó temas de vergología. Y así muchísimos poetas que en el mundo han sido… Intentar siquiera una enumeración sería contabilizar arena.
Por lo pronto, me llama el recuerdo de “El sueño de la viuda de Aragón”, curioso relato en verso del cercano XVI, ovidiano y aretiniano, que suele adjudicarse a fray Melchor de la Serna y que hace años comentó en una clase mi maestro Antonio Alatorre. No está en línea, parece, pero sí la glosa y el comentario de Adrienne Laskier Martin en su muy buen libro An Erotic Philology of the Golden Age. Narra ese sueño fantasmático la historia de una viuda que comparte el lecho, por ausencia del marido, con sus doncellas. Una noche lo extraña tanto que comienza a soñar con su fornicio y, fiel a su costumbre, sueña que se monta en él, sin percatarse de que es a una de las doncellas, adecuadamente llamada Teodora, a quien acaricia. Siempre en sueños, la dama busca la verga del marido, que obviamente no porta Teodora, y sin embargo (pues así son los sueños), al hurgar la venus de Teodora
de la concavidad que antes tuviera
produjo un tal pimpollo tan lozano,
que ninguna mujer, por más matrera,
podrá con los halagos de su mano.
Y es que, como al mismo tiempo Teodora está soñando que se convierte en hombre, los sueños de ambas se sincronizan de tal forma que, magia o fantasmagoría, le surge entre los muslos una verga bastante habilitada. Ya después de acatar alegremente las delicias que ordena la natura (o sea: coger), y ya despiertas las dos, muy confusas y sorprendidas, la viuda dice como en la rola “Lola” de unos Kinks barrocos:
Yo no sé si eres él o si eres ella.
Respóndeme, que soy muy cuidadosa
porque de la mujer tienes el nombre
y tus hechos no son sino de hombre.
A lo que Teodora replica:
Señora, yo no sé qué responderme.
Estoy de mi figura tan mudada
que no puedo a mí misma conocerme.
De lo que ahora soy, no no sé nada,
ni quién barón [sic] de hembra pudo hacerme,
verdad es que después de ser dormida
soñé que era en hombre convertida.
Bueno, pues Teodora y la viuda dejan de preguntarse por qué les sucede ese onírico misterio y, claro, prefieren seguirlo soñando una y otra vez esa y otras noches subsecuentes.
La profesora Laskier realiza las abluciones de rigor a los discursos culturales, comenta el falocentrismo, apela a las sexualidades no convencionales, explica que el lesbianismo debía disfrazarse de heterosexualidad para preservar el derecho al placer y todas esas cosas que deben denunciarse, pues que revolotean alrededor de este himno a la verga que entona la viuda y con el que doy culminación a esta entrada:
Tomábale después entre las manos
el miembro genital recién nacido,
al cual daba loores soberanos
poniéndole continuo este apellido:
“¡Oh padre universal de los humanos
de quien tantas naciones han salido!
¡Tú solo das contento a las mujeres
y en ti se cifran todos sus placeres!
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.