1. Algunos lo califican púdicamente de “tardo-moderno” y los más audaces de “hípermoderno”. Otros lo describen aún como “posmoderno” o incluso lo tildan, entre bromas y veras, de “posposmoderno”. Lo cierto es que las dudas, los tanteos y la incomodidad que así se delata vienen de lejos. En 1992, cuando Juan Cruz le pregunta a Octavio Paz cómo se llama el tiempo en que vivimos, el poeta responde: “La época que comienza no tiene nombre todavía.” Y agrega enseguida: “Ninguna lo ha tenido hasta convertirse en pasado. El Cid no sabía que vivía en la Edad Media ni Cervantes en el Siglo de Oro.”
2. Pero Paz sí sabía que había vivido en una edad que se dijo “moderna” y a cuyo ocaso le estaba tocando asistir desde la posición inestable de aquel que ve desdibujarse un mundo y todavía no atina a percibir los contornos del que vendrá. Al abrirse la última década del siglo XX, esta experiencia liminar no es, en realidad, algo excepcional, sino un fenómeno bastante difundido y aceptado. Se piensa, se siente que se ha entrado en un periodo de tránsito entre dos eras, que se vive a caballo entre dos etapas históricas. “Vuelta de los tiempos” llama el poeta por entonces a esta conciencia de un cambio de época que crece al calor del debate sobre la posmodernidad durante los años ochenta y luego se agudiza y afirma con la caída del muro de Berlín en 1989 y la implosión de la Unión Soviética en 1991.
3. Es curioso que nadie parezca saber a ciencia cierta cómo se llama este tiempo, pero que sean tantos los que piensen que ha empezado en Berlín, en 1989, o en Moscú, en 1991. Figuras tan distintas, política e intelectualmente, como Francis Fukuyama y Eric J. Hobsbawm coinciden en ello. También François Hartog, el especialista francés de historia actual que estudia la rearticulación de las categorías del presente, el pasado y el futuro con el final de la Guerra Fría en sus Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps (2003).
4. Existen sin embargo opiniones diferentes sobre el tema. Además, abundan las agendas locales que matizan estas referencias globales o las conjugan con otras fechas. En América Latina, por ejemplo, los venezolanos pensarían en 1989 pero menos por la caída del muro de Berlín que por el levantamiento popular conocido como “El Caracazo”; por su parte, los chilenos hablarían con probabilidad de 1988, el año del plebiscito contra Pinochet con que se inicia el proceso de transición democrática; los cubanos, en fin, más cerca de las referencias globales, verían sin duda un hito en 1990, el comienzo del famoso periodo especial en tiempos de paz. La correlación entre estos distintos ejes es eminentemente variable y vuelve aún más difícil una definición de la época en que vivimos, sobre todo si se tiene en cuenta que refleja las crecientes tensiones entre las magnitudes del espacio y el tiempo. Ambas, como es sabido, se han visto sometidas con la globalización a un rápido proceso de compresión que reduce las distancias y cuyo resultado es la imagen de un mundo a la vez más inmediato, diverso y desigual.
5. A principios de la década de los noventa, Octavio Paz se cuenta entre los que creen que es inútil buscar una fecha que sirviera como un parteaguas entre la vieja y la nueva época. El cambio, según él, habría sido gradual y progresivo, y denotaría menos el impacto de un evento determinante que los efectos acumulados de una transformación profunda en nuestra experiencia de la temporalidad. Es verdad que, en aquella coyuntura, el poeta sigue con especial atención el desarrollo de los acontecimientos y, en su Pequeña crónica de grandes días (1990), analiza con cuidado las repercusiones de la caída del muro de Berlín; pero no es menos cierto que ha leído a Reinhart Koselleck y que, a la manera de Hartog (aunque mucho antes que él), ve entonces la historia como una sucesión de distintos regímenes de historicidad, es decir, como un proceso gobernado por la paulatina evolución en las formas de ensamblaje de las categoría del presente, el pasado y el futuro. Son las relaciones entre ellas y sus fluctuaciones las que resultarían decisivas en la configuración de la idea del tiempo que estructura nuestras sociedades, tal y como puede deducirse de varios pasajes de La otra voz. Poesía y fin de siglo (1990). Así, al régimen antiguo, que privilegió el pasado sobre el presente y el futuro, e hizo del mundo grecorromano y su quimérica Edad de Oro el arquetipo de la perfección, le habría sucedido, a partir del siglo XVIII, el régimen moderno, que exaltó el futuro y lo convirtió en su norte exclusivo. Hablar del cambio de época significa, para Paz, hablar de la crisis de este régimen de historicidad y, por tanto, de la crisis del lugar del futuro y su corolario, a saber: la noción de progreso que puso a la historia en movimiento y nos convirtió en protagonistas de su gesta, en personajes históricos.
6. En Estocolmo, en diciembre de 1990, trece meses después de la caída del muro de Berlín y faltando solo algunas semanas para la desaparición de la Unión Soviética, Paz lee en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Literatura: “El hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos veneraron a la polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala –los grados del ser– de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo con la idea de progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como posmodernidad, no son fenómenos que afecten únicamente a las artes y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han movido a los hombres desde hace más de dos siglos.”
7. El discurso de Paz ante la Academia Sueca adopta como telón de fondo las rápidas transformaciones que se estaban viviendo y, en aquel momento de recia incertidumbre, las pone a gravitar alrededor del nuevo eje que se dibuja con el reajuste del régimen de historicidad. El futuro habría dejado de ser nuestra tierra prometida, nos dice, y, como factor y producto de dicho cambio, el proyecto de emancipación moderno que encarnó la revolución, así como también su extensión a la práctica del arte como un proceso de ruptura e innovación continua, habrían caducado. O, en todo caso, se verían redefinidos por el ascenso de un nuevo régimen: el del presente. “Creo que la nueva estrella –esa que aún no despunta en el horizonte histórico pero que se anuncia ya de muchas maneras indirectas– será la del ahora, los hombres tendrán muy pronto que edificar una Moral, una Política, una Erótica y una Poética del tiempo presente”, escribe en La otra voz.
8. La conferencia del Nobel viene como a confirmar esta intuición desde su mismo título, “La búsqueda del presente”. Paz describe en ella varias facetas de nuestra relación con el nuevo régimen de historicidad, plasmando una visión matizada e inquieta en la que alternan luces y sombras, miedos y esperanzas. Hay incluso algo paradójico y hasta contradictorio en su manera de concebir el cambio que acaso resulta de la tradicional tensión dentro de su pensamiento entre poesía e historia, entre política y estética; pero que al mismo tiempo expresa el sentir liminar de aquella encrucijada: la experiencia de asistir al encuentro y encabalgamiento de dos temporalidades.
9. Por un lado, el presente se despliega –dice en la misma conferencia– sobre un horizonte poético que lo erige en “el manantial de las presencias”, es decir, en el tiempo de ese invisible territorio donde habría de realizarse por fin el objetivo cuasi metafísico de la poesía moderna: la encarnación de “la verdadera vida” y “la realidad real” o, si se prefiere (y a la manera surrealista), en el tiempo del punto mágico donde se reconcilian todas las oposiciones que antes parecían irreductibles: vigilia y sueño, alma y cuerpo, vida y muerte. Es posible trazar la genealogía de esta visión en Paz por lo menos hasta Los hijos del limo (1974) donde el poeta ya imaginaba una nueva poesía que sucedería a la poesía moderna y a su tradición de la ruptura: “la poesía que comienza ahora sin comenzar –escribía entonces– busca la intersección de los tiempos, el punto de convergencia. Dice que entre el pasado abigarrado y el futuro deshabitado, la poesía es el presente”.
10. El complemento indispensable de dicha poesía sería un pensamiento también del presente que habría de reconciliar las dos grandes corrientes políticas del siglo XX: el socialismo y el liberalismo. Paz soñaba con algo más que con la socialdemocracia. En La otra voz considera, parafraseando a Ortega, que el surgimiento de ese pensamiento sincrético es “el tema de nuestro tiempo”. Y en Estocolmo añade que la poesía bien puede contribuir a su configuración: “Así como hemos tenido filosofías del pasado y del futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas sí saben algo: el presente es el manantial de las presencias.”
11. No es difícil advertir que Paz pinta un paisaje por el que cruza aún el fantasma de la utopía moderna que anunciaba la disolución de la poesía y el arte en la existencia y la sociedad. Su visión más esperanzada del nuevo régimen de historicidad está hecha en buena medida con los restos de un futuro que no llegó nunca y es como un intento por prolongarlo o preservarlo, aun a sabiendas de que el cambio conlleva también una mutación en el contenido y los valores de las tres categorías, que no se mantienen constantes ni idénticas. Y es que resulta bastante claro que nuestro presente, vivido desde este ahora, ya no corresponde a la experiencia del presente de Paz, imaginado desde una perspectiva todavía del siglo XX, como tampoco se corresponderían su experiencia del pasado ni del futuro con las nuestras.
12. La otra versión del presente que nos ofrece en ese entonces nos aleja bruscamente del poético “manantial de las presencias”. Hay que recordar que, en Estocolmo, Paz advierte también del peligro que representaba el retorno de los nacionalismos y los fundamentalismos para la idea de comunidad –le inquietaba la quiebra de lo que llamaba “la fábrica social”–; además allí mismo anticipa las distorsiones que la hegemonía del mercado provocaría en la autonomía de las prácticas artísticas y literarias. Lúcidamente, el poeta vio la sombra de un sistema donde solo podrían sobrevivir los productos destinados a un público mayoritario o a la especulación financiera. Unos meses antes, en La otra voz había escrito: “el mercado es circular, impersonal, imparcial e inflexible. Algunos me dirán que, a su manera, es justo. Tal vez. Pero es ciego y sordo, no ama a la literatura ni al riesgo…”
13. En ese mismo libro, logra vislumbrar también cómo el crecimiento, la aceleración y la concentración de la oferta editorial van a afectar los vínculos entre el escritor y su tradición, sustituyendo el tiempo largo de la producción de un valor literario por el tiempo corto del éxito de ventas. La cara más oscura del nuevo régimen del presente comporta así una doble ruptura tanto en los lazos con el pasado como en el horizonte del porvenir: “El poeta sabe que no es sino un eslabón de la cadena, un puente entre el ayer y el mañana. Pero de pronto, al finalizar este siglo, descubre que ese puente está suspendido entre dos abismos: el del pasado que se aleja y el del futuro que se derrumba. El poeta se siente perdido en el tiempo”, escribe.
14. Estos desajustes que está provocando el reajuste temporal recorren muchas páginas del último Paz y lo convierten en uno de los observadores privilegiados del cambio cultural en nuestras sociedades a fines del siglo XX. Releerlo hoy nos abre perspectivas no solo para comprender el proceso histórico del cambio de época sino para entrar en la lógica de las transformaciones que estructuran nuestra subjetividad contemporánea. “La preeminencia del ahora lima los lazos que nos unen al pasado –escribe–, la prensa, la televisión y la publicidad nos ofrecen diariamente imágenes de lo que está pasando ahora mismo, aquí y allá, en Patagonia, en Siberia y en el barrio vecino; la gente vive inmersa en un ahora que parpadea sin cesar y que nos da la sensación de un movimiento continuo y sin cesar acelerado. ¿Nos movemos realmente o solo giramos y giramos en el mismo sitio? Ilusión o realidad, el pasado se aleja vertiginosamente y desaparece. A su vez, la pérdida del pasado provoca fatalmente la pérdida del futuro.”
15. No es difícil entrever que Paz da cuenta aquí de su experiencia como telespectador ante una pantalla que, con la llegada de la televisión por cable y satélite, de pronto se subdivide en un sinnúmero de rectángulos y se convierte en un vertiginoso mosaico donde se yuxtaponen imágenes de los espacios más alejados del planeta: Patagonia, Siberia y el barrio contiguo. Al igual que David Harvey, quien publica en aquellos años The condition of postmodernity: An enquiry into the origins of cultural change (1989), el Nobel subraya cómo la compresión espacio-temporal se está traduciendo en un trastorno de nuestra conciencia histórica y está alterando unas subjetividades que se ven confrontadas de pronto a la simultaneidad de lo no simultáneo, para decirlo con la fórmula de Carlos Rincón. Vemos el mundo a través de un simulacro mediático que sugiere una ecualización de todos los tiempos en uno solo: un vasto y continuo presente saturado que gira sobre sí mismo sin llevarnos a ninguna parte.
16. No son pocos los que desde entonces se han ocupado de ofrecernos descripciones de este ahora incesante y laberíntico que es como el signo y el sino de nuestro tiempo. Eduardo Milán en 1994: “Todo lo que tenemos es el presente: sofocante, implacable, filoso como una lámina, pero eso es todo, al menos por ahora. Los abanderados del presente no pensaron, no pudieron haber pensado qué significa exactamente vivir encerrados entre las cuatro paredes del presente, como si hubiéramos sido pintados. La cuadratura de nuestra vivencia tiene algo de arte, de artificio: por algo se dice, y no solo en alusión a la representación de nuestra existencia, que vivimos en la sociedad del espectáculo.” Jesús Martín-Barbero en 2000: “Catalizando la sensación de estar de vuelta de las grandes utopías, los medios se han constituido en un dispositivo fundamental de nuestra instalación en un presente continuo, en una secuencia de acontecimientos que, como afirma Norbert Lechner, no alcanza a cristalizar en duración, y sin la cual ninguna experiencia logra crearse, más allá de la retórica del momento, un horizonte de futuro. La trabazón de los acontecimientos es sustituida por una sucesión de sucesos en la que cada hecho borra el anterior; y sin un mínimo horizonte de futuro no hay posibilidad de pensar cambios, con lo que la sociedad patina sobre una sensación de sin-salida.” Finalmente, Hartog en 2003: “No dejamos de mirar constantemente hacia adelante y hacia atrás pero sin salir de un presente que se ha convertido en nuestro único horizonte.”
17. Mal puede sorprender así que la sensación a la vez de encierro y extravío aparezca en muchos poemas que se escriben en los años noventa. Por entonces no solo la ausencia o la desaparición del futuro llega a convertirse prácticamente en un tópico, sino que se asiste además a una multiplicación de posturas que visibilizan una nueva gestión de los lazos con el pasado. Aludo a la poesía de la memoria histórica y a lo que comporta como aspiración a la justicia en los procesos posdictatoriales dentro y fuera de Latinoamérica, por supuesto; pero aludo asimismo a una generalización de la teoría y la práctica de la reescritura, a los niveles relacionales más diferentes que puedan imaginarse, ante tradiciones modernas o antiguas, occidentales o extraoccidentales. Dichas reescrituras parten ahora de una toma de conciencia que hace imposible la simple repetición o el ejercicio de estilo, a la manera patrimonialista o antivanguardista. Por ello, ahí donde unos creen ver otra vez lo mismo, en un eterno carrusel humanista, está pasando en realidad otra cosa: digamos que algo cuya alteridad no se revela sino como estrategia crítica ante el nuevo régimen de historicidad que se instala con la década. Estoy pensando en poetas tan distintos como el argentino Sergio Raimondi, el mexicano Luis Felipe Fabre o el dominicano León Félix Batista.
18. Giorgio Agamben dice, comentando un conocido poema de Ósip Mandelstam, que contemporáneo es el poeta capaz de percibir el espinazo roto de su siglo, la fractura del tiempo que nos constituye y desde la cual se descubre a la vez la profundidad del pasado y la raíz del porvenir. Octavio Paz fue uno de los primeros entre nosotros en ver esa falla, ese hiato, e invitarnos a poner los relojes a la hora de un nuevo tiempo. Que todavía no tengamos un nombre con cual llamarlo es un signo de nuestra dificultad para identificarlo, para apropiárnoslo e interpretarlo, y para trascender la falsa continuidad en que inconscientemente estamos instalados, esa prolongada resaca del siglo XX a la que ni la utopía tecnológica ni la utopía del mercado han sido capaces de ponerle un punto final.
19. Paz, como hombre moderno al fin, pensaba que la esperanza vendría de otros ámbitos y, en especial, del mundo del arte, la literatura y la poesía. “Es indudable que algo le falta a la literatura contemporánea –señalaba–, ese algo es la sílaba no, una sílaba que ha sido siempre el anuncio de grandes afirmaciones. Estoy seguro de que, en los repliegues de este fin de siglo, algo se prepara.”
20. Quizás una de las mejores maneras de rendirle un homenaje a Octavio Paz en estos cien años es compartiendo esta espera que nos legó como una vieja y útil herramienta destinada a abrir horizontes y a devolverle al presente su carácter transitorio, circunscrito y efímero. “Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica”, dijo en Estocolmo. Su visión del cambio de época en aquel momento clave del último fin de siglo no solo suponía un cambio de régimen de historicidad sino la exigencia de pensar críticamente una sociedad distinta y, para hacerlo, de salvaguardar la exterioridad, la alteridad de la poesía. De ahí que la otra voz constituya, en el fondo, mucho más que una voz otra, mucho más que la memoria de los poderes de negación que toda creación trae infusa como posibilidad de transformar el presente en un tiempo diferente. La otra voz fue, es también, para nosotros, un lugar en el tiempo: ese de la distancia y el desfase, de la excentricidad y la disensión; ese que, como quería Nietzsche, delimita el margen inactual de lo verdaderamente contemporáneo. En él, o desde allí, Paz sigue entre nosotros, como exigiéndole a nuestro tiempo que diga su nombre, para que podamos al fin reconocerlo y hacerlo nuestro. ~