Leopoldo Méndez, del muralismo al cine

Con grabados que aparecieron en películas emblemáticas de cine mexicano, Leopoldo Méndez ayudó a extender y darle nuevos significados al muralismo mexicano.
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Leopoldo Méndez (1902-1969) tuvo una idea: hacer murales en movimiento, animar las ideas del muralismo, expandir las convicciones de la vanguardia artística posrevolucionaria más allá del fresco. De la mirada del grabador comprometido políticamente surgieron imágenes que se arraigaron en películas emblemáticas del cine mexicano, especialmente de Emilio Fernández y Roberto Gavaldón, fotografiadas por Gabriel Figueroa.

Es imposible pensar en Río Escondido (1948), Pueblerina (1949) o El rebozo de Soledad (1952) sin los grabados de Méndez que, en los créditos iniciales, adelantan aspectos simbólicos de la trama. Por ejemplo, el paraje desierto en el que la figura de una mujer, diminuta y cargando una maleta, avanza con voluntad, amparada por un cielo cuyas nubes parecen el águila de la patria. En Río Escondido, de El Indio Fernández, esa mujer no es otra que la maestra Rosaura (María Félix), que recibe la grave encomienda del presidente de México de alfabetizar un pueblo de Coahuila.

Gracias a la muestra Leopoldo Méndez. De la estampa al mural en movimiento, que se presenta en el Museo Nacional de la Estampa, sabemos que Figueroa acogió la idea del grabador de infundir un vigor renovado al muralismo al imaginarlo en un medio masivo, con un alcance infinitamente mayor al de un fresco y, además, en su apogeo: el cine. Figueroa se hizo cargo de las imágenes de las siete películas en las que colaboró Méndez, quien, según cartas y fotografías de la exposición, trabajó directamente con los guiones antes de que se filmaran, y no al revés.

Cuando Méndez se involucró en el cine, el muralismo ya estaba consolidado; Diego Rivera pintó entre 1923 y 1928 los muros de la Secretaría de Educación Pública. Sin embargo, la vertiente más audaz, la de los murales de Juan O’Gorman de la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria, aún no se concretaba. Volver a las películas en las que colaboró Méndez, con la lectura que propone la muestra, es considerar de forma alternativa el muralismo, su influencia, alcances y también sus resultados como proyecto estético y político.

A diferencia de Rivera y su enfoque histórico, especialmente su crítica a la Conquista, en Méndez hay una exaltación de la fisonomía mexicana de los pueblos indígenas que alude a un sentido de orgullo y dignidad. Es el caso de la última viñeta de los créditos de Un dorado de Pancho Villa (1966), donde un hombre arrodillado extiende los brazos hacia el cielo, en un gesto de clamor y liberación.   

Todos los filmes en los que participó el grabador son melodramas que desarrollan una idea de justicia social que señala el rezago y el caciquismo. El trazo de Méndez hace un llamado inmediato, a veces violento e indignante. Para Rosa Blanca (1961), por ejemplo, compuso una imagen donde representa a Porfirio Díaz sentado en una silla con forma de águila cuyas garras, igual que los zapatos del dictador, aplastan el cuerpo de una persona que se lleva las manos a la cara; atrás y a la izquierda, un grupo de hombres viejos en un estrado le aplauden; a la derecha, una protesta avanza.  

Curiosamente, la imagen, alegoría del poder que oprime al pueblo y la patria, no aparece en los créditos del filme de Gavaldón, tratamiento fílmico de la novela homónima de B. Traven, sobre el asesinato del dueño de la finca agrícola y ganadera Rosa Blanca, que se niega a vender su propiedad a la compañía petrolera El Cóndor, de origen estadounidense. Aunque aparece su nombre en los créditos, por alguna razón los grabados de Méndez solo se utilizaron en los afiches y materiales de prensa.     

Lo que selló la amistad de Figueroa y Méndez fue su convicción política compartida. Una breve semblanza del cinefotógrafo en el dossier de Rosa Blanca lo describe así: “Gabriel Figueroa nació en la ciudad de México en 1907. Por lo tanto, su juventud y su educación transcurrieron en los años pródigos del resurgimiento mexicano, después de la revolución. En su concepción artística existe una notoria influencia de los grandes muralistas mexicanos”.

Por su lado, Méndez, que nació en 1902 también en la Ciudad de México, fue parte del grupo de los estridentistas y luego fundó al lado de otros creadores el Taller de Gráfica Popular, colectivo que tenía la consigna de utilizar el arte como vehículo para fomentar las causas sociales revolucionarias.

La relación de Méndez con Figueroa y el cine es un ejemplo importante del escenario mexicano posrevolucionario en el que tantos otros artistas cruzaron disciplinas y enriquecieron el panorama. La familia Revueltas, Adolfo Best Maugard y Miguel Covarrubias y Rosa Rolanda, el mismo B. Traven, influyeron notablemente para crear un ambiente basado en afinidades políticas que afectaron la estética del momento.                     

Del proyecto identitario, político y estético del muralismo traspasado al cine, principalmente de los años cuarenta y cincuenta, hay varias consideraciones. Por ejemplo, el efectivo  maniqueísmo mitológico de El Indio Fernández, que en Un día de vida (1950) narra la actitud heróica de un militar revolucionario acusado de traición por protestar por el asesinato de Emiliano Zapata. Ni el amor de su madre –mamá Juanita, interpretada magistralmente por Rosaura Revueltas– ni el de una bella mujer que encarna Columba Domínguez podrán evitar que vaya al paredón a morir “como los hombres”.

El pesimismo de Gavaldón, por otro lado, tiene un dejo más bien crítico al mostrar la angustia y la decepción de un médico (Arturo de Córdova) que ya no logra encontrarse ni en la ciudad ni el campo. En El rebozo de Soledad, De Córdova encarna el vacío y anuncia el malestar social generado tras la revolución, donde al individuo solo le queda hacer esfuerzos por sí mismo, aislados y vacilantes, sin la fuerza o protección del Estado. El arte del grabador podía ajustarse al montaje de dos artistas con miradas diferentes.

Quizá el momento más admirable influido por Méndez y que encarna a cabalidad la idea del mural en movimiento ocurre en La rebelión de los colgados (1954) de Alfredo B. Crevenna, otra adaptación de B. Traven, película brutal en la que colaboró, aunque no aparecen sus grabados en los créditos, por lo menos en las copias conocidas.

Son apenas cuatro imágenes intercaladas en la secuencia del enfrentamiento final entre los trabajadores, esclavos de un campamento maderero en la selva, y el capataz y sus hombres. Aquí, Figueroa copia fielmente el estilo de Méndez al mostrar al grupo atrincherado detrás de los carrizos de una vivienda; por el contraste entre el negro de las siluetas y la luz blanca que se filtra por las hendiduras que forman los tallos, la textura de la imagen es idéntica al trazo del grabador en la matriz o plancha. Es un momento admirable, de síntesis, en el que confluyen dos visiones resueltas que juegan con la inmovilidad de la estampa y el movimiento temporizado propio del cine.

Amén de su función en las películas (ya sea en los créditos o en materiales promocionales) y del estilo del director, el trabajo de Méndez ayudó a imprimir y prolongar la gloria del muralismo en el cine, elevó la dimensión plástica y estética del proyecto político identitario nacionalista. Hoy nadie duda que esas imágenes, las de los murales, los grabados y el cine, son símbolo de cohesión, de lo mexicano. Lo más sorprendente es que los grabados de Méndez aún son capaces de conmover y sobre todo de sublevar los sentimientos de justicia y esperanza del espectador. Se trata de un mecanismo estético del que todavía mana una verdad. ~


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