Hace unas semanas leí Genius Loci, el libro −originalmente publicado en 1899− en el que Vernon Lee desarrolla su teoría de que ciertos lugares tienen una carga que es posible percibir, o que en ellos vive un espíritu con tanta entidad que incluso podríamos hacernos amigos suyos. No parece una teoría a secas sino el cultivo de una sensibilidad no capada. La vibración ctónica que anima algunos lugares es un hecho reconocido desde antiguo, y por eso la escritora utiliza la locución latina para describirlo, antes de lanzarse a descubrir su supervivencia en el presente cotidiano. La de incomodidad o bienestar inmediatos al acceder a un cierto lugar es una sensación relativamente frecuente. Vernon Lee la reconoce, se pregunta por ella, sospecha que tiene algo interesante que contarnos y le deja hablar. Se dedica a la disección de esas sensaciones mediante una descripción meticulosa que debe tanto a su erudición como a su vitalidad.
Es algo parecido, o se nota detrás la misma pluma, lo que hace en otro libro suyo también de recentísima publicación: La psicología de una escritora de arte, prologado y traducido por Rafael Accorinti para Carpe Noctem. Aquí se reúnen dos breves ensayos, el que titula el libro y otro llamado Diarios de galería, que es una selección de las notas que conformaron la base para el posterior Belleza y fealdad. Como explica Accortini, “la escritura de Vernon Lee siempre habitó la escucha y la reflexión. Desdeñó las pruebas de laboratorio. La arquitectura de su teoría estética se cimentaba sobre las emociones, sobre las sensaciones suscitadas en galerías y museos”. En el caso de este volumen aquello a lo que atiende Lee no es a la relación que se establece con los lugares que conocemos en los viajes, sino a la que establecemos con las artes plásticas, con los cuadros y esculturas que podemos visitar en las pinacotecas.
Tenemos entonces en las manos unos breves tratados de estética y psicología que pueden servirnos de introducción a textos más largos de la autora, aunque su lectura sin más es cerrada y redonda. El relato de su despertar estético está al servicio de sus investigaciones en la psicología, pero se lee también como unos recuerdos de infancia y adolescencia. Entre los doce años, cuando al instalarse con su familia en Roma “me enfrenté por primera vez a obras de arte y […] daba mis primeros pasos mediante la elaboración de mis propias teorías”, y los dieciséis, cuando “el destino me envió para mis clases de latín a un arqueólogo alemán que empezaba a destacar en su carrera”, empezó a interesarse por la estética “gracias a mis ambiciones literarias”. Puede sonar precoz, pero lo cierto es que lo normal es que el interés por el arte se manifieste pronto, y lo raro que el arrebato por Durero o Barbara Strozzi nos ataque inopinadamente a los 57 años, aunque por suerte de todo hay en la Viña.
Por supuesto en la formación de una personalidad como la de esta autora no es nada desdeñable la educación que tuvo. Antes de recalar en Roma, había vivido con su familia en Alemania, Francia y Bélgica. Pero de ella dependió el haberse concentrado en la escritura desde una edad muy temprana. Desde que publicó a los 24 años sus Estudios del siglo XVIII en Italia,y hasta su muerte en 1935, escribió medio centenar de libros. Volviendo a La psicología de una escritora de arte, aquí la autora se propone investigar el modo en que nos afecta la contemplación de las obras de arte, teniendo en cuenta que la visita en días diferentes puede despertar emociones también diferentes. Lo especial de su acercamiento es que maneja y combina el registro científico con el subjetivo, o personal, o literario, de manera que lo que leemos se parece más al generoso ordenamiento de los aparentemente difusos pensamientos que nos acompañan en nuestros paseos que a un interesante manual teórico cuyas tres dimensiones construyen una pieza que podemos sacar de nuestro mundo sin desplome o menoscabo del mismo.
A pesar de su enorme erudición, no parece que Vernon Lee se base en ella para comenzar sus pesquisas, sino más bien en las conmociones internas que nos afectan a todos, aunque fuésemos analfabetos. Aislada la sensación, Vernon recurre a su cultura para facilitar su transmisión a los demás, no para multiplicar la cantidad de los cuerpos teóricos. Lo advierte desde el principio: “Cuando me propuse la labor de investigar lo que llamaremos mi registro estético, lo hice principalmente con el objeto de analizar mejor a los demás o incluso servirles de referencia”. Es un planteamiento admirable, pues muestra disposición científica y generosidad, y en él no falta una graciosa chulería. Sorprende la modernidad del texto, no solo en su estilo sino en hallazgos como la intuición de que existen relaciones entre lo observado y quien observa, antes de Heisenberg y a miles de kilómetros del vedanta. Quizá lo notable no sea tener la intuición, que a priori está a disposición de cualquier ser humano, sino el valor y el entusiasmo de seguir la pista que señala la propia curiosidad. Durante la lectura del libro se piensa a menudo en Proust, que no empezaría a publicar En busca del tiempo perdido hasta 1913, por cómo Vernon Lee suele seguir la premisa de reconocer la conmoción, asociarla a un momento de exposición a −en este caso− una obra determinada, y después aplicarse a desentrañar su sentido sin soltar la presa.
Vernon Lee investiga los fenómenos universales y atemporales sobre cuya pista le han puesto sus experiencias. Al leerla sentimos que su genio se hace presente, y parece que nos mirase sorprendida de que no hayamos reparado en lo mismo que ella, pues está a la vista de todos. Se la puede convocar mediante la lectura de este apasionante y corto librito.
La psicología de una escritora de arte
Vernon Lee
Traducción de Rafael Accorinti
Carpe Noctem, 2023
78 páginas
Ilustra este artículo La Madonna del sacco, de Andrea del Sarto, por la que Vernon Lee sentía “una atracción inagotable”.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).