Empecemos por dejar una cosa clara: el nacimiento reciente de un trío de supuestos lobos terribles, esos preciosos cachorritos blancos que se viralizaron en redes hace unos días y que, de acuerdo con Colossal Biosciences Inc. –la empresa que los creó–, representan el retorno de tales cánidos, Aenocyon dirus, desaparecidos de la faz de la Tierra hace más de 10 mil años, no tiene nada que ver con traer de vuelta a especies extintas.
Para empezar, porque el procedimiento de biología sintética empleado, si bien sorprendente, dista mucho de la clonación de animales arcaicos a partir de material genético fósil, proceso que se acercaría un poco más al hito falaz presumido en titulares de medios masivos de comunicación alrededor del mundo, aunque, como elaboro más adelante, tampoco reviviría a ninguna especie. Lo que realmente se hizo, según Santiago Rafael Ron, Curador del Museo de Zoología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y experto en biología evolutiva, fue “insertar 15 substituciones del ADN de la especie extinta en el genoma de los lobos grises. ¿Cuántas substituciones serían necesarias para que el ADN del lobo gris sea idéntico al del lobo extinto? Más de 10 millones de substituciones. Entonces, lo que realmente se tiene son lobos grises con pocos cambios genéticos que hacen que su pelaje sea blanco y largo. Es posible que también sean más grandes que los lobos grises. Pero, entre eso y afirmar que se trajo a una especie de vuelta de la extinción, hay una enorme diferencia”.
O sea, los cachorros susodichos son, en el mejor de los casos, lobos grises, Canis lupus, genéticamente modificados, o más bien transgénicos perrunos, puesto que la nodriza fue una perra, y los insertos de genes provienen solo parcialmente del ADN reconstruido de lobos terribles: el color blanco del pelaje, sin ir más lejos, es originario de los propios perros. Quimeras de laboratorio, vaya, alteradas bajo demanda para asemejarse, cuando menos a los ojos de unos cuantos biotecnólogos expertos en mercadotecnia, a los depredadores extintos. Que, encima, ni siquiera son lobos, como sugiere su nombre común, sino cánidos más emparentados con los chacales. “Estas decisiones los hace similares al ‘ratón lanudo’ que produjo la misma compañía y que poca información aporta sobre los mamuts lanudos. Es decir, más que experimentos de frontera son perros de diseñador muy costosos”, dijo Eduardo de la Rosa, otro de tantos científicos que criticaron las proclamaciones de la empresa que inundaron los noticieros.
Por otro lado, al momento de publicar este texto no ha sido dado a conocer un artículo científico correspondiente por parte del equipo de Colossal Biosciences que, según ellos, podría brindar sustento a esa vistosa portada de la revista Time, lo que, por lo pronto, reduce el asunto a un mero fantoche de tabloides. Por ahí, otro investigador dijo: es como si alguien modificara genéticamente a un puma para que fuera más grande, y después publicara una nota en la revista Selecciones diciendo que regresaron de la extinción al León del Atlas.
Tampoco quisiera menospreciar los logros técnicos del procedimiento desarrollado; a lo mejor a la larga podrían ser la base para aplicaciones más importantes.
Pero, dejando de lado la polémica suscitada, valdría la pena detenerse en el asunto de la llamada “desextinción” que, si se lo preguntan a cualquier naturalista versado, es un completo despropósito, cuando menos en términos biológicos y bajo el esquema actual, obsesionado por traer de vuelta al mamut, a los osos de caverna, a los lobos terribles y demás criaturas icónicas de la megafauna pleistocénica. Y es que, si bien se presta de manera insuperable para la especulación fantástica, como lo ha demostrado la jugosa saga de Parque Jurásico, en el mundo real no aporta mucho más allá de poner a prueba ciertas capacidades biotecnológicas y, de paso, recaudar fondos para que la industria privada siga perpetuando sus desplantes sensacionalistas. Un mero truco publicitario, vamos. Clickbait en todo su apogeo.
Lo cierto es que desextinguir a una especie está muy, pero muy lejos de nuestras posibilidades. De hecho, en el sentido ecológico quizá sea llanamente imposible, más aun tratándose de linajes que habitaron en una iteración del mundo diferente a la que impera en nuestros tiempos. Esas especies extintas formaban parte de ecosistemas y paisajes bióticos que ya no existen más. Habían establecido, como es la norma en la floresta, una compleja y extensa red de interacciones con otra multitud de seres (animales, plantas, hongos, protozoarios y bacterias) también hoy desaparecidos, y que resultan indispensables para que una especie, cualquiera que sea, pueda prosperar, y si me apuran, incluso ser concebida como tal. Porque las especies son mucho más que los ejemplares individuales de los organismos que las componen: se constituyen por poblaciones, y ya en esas, por poblaciones con suficiente variabilidad genética entre sus partes como para poder asegurar la supervivencia a largo plazo.
Digamos que una especie no es únicamente un conjunto de sujetos emparentados filogenéticamente entre sí, que comparten atributos genético-fisionómicos similares y que pueden entrecruzarse produciendo descendencia fértil, sino más bien una capacidad emergente del sistema viviente que surge por esa intrincada red de interacciones con otros organismos y con el entorno.
Supongamos por un momento que el bulo mediático de Colossal Biosciences fuera cierto, y que sus perros de diseñador alobados al estilo Game of Thrones fuesen, en efecto, lobos terribles. ¿De dónde obtendrían su microbiota, es decir, el tropel de microorganismos que habitan a todo ser vivo, exclusivos de cada una de las especies y que resultan tan primordiales para la vida plena como lo es la propia información genética? Dicha microbiota es producto de un largo proceso evolutivo y se transfiere principalmente de la madre (y otros familiares) a las crías. Si, tras decenas de miles de años, de pronto te resucitasen, como a los mentados cachorros, no habría manera de que la adquirieras.
O pensemos en el nicho ecológico de los supuestos lázaros cánidos: ¿qué comerían? ¿Cuál sería su hábitat? Me temo que estarían condenados al cautiverio eterno (y una vez más, en cautiverio no se tienen especies, sino solo individuos), o bien, en el controversial caso de que fuesen puestos en libertad, terminarían por ensanchar la larga lista de especies introducidas que desatan verdaderos cataclismos ambientales (que, sin ir más lejos, figuran como la segunda mayor causa de pérdida de biodiversidad a nivel mundial).
En resumen, no es posible desextinguir especies, cuando menos no las que habitaron hace tanto tiempo. Otra cosa sería pensar en alguna extinción reciente, en alguno de los tantos grupos de organismos desaparecidos durante las últimas décadas y que sí cuentan con un entorno apropiado en el panorama actual. Ahí sí podría tener sentido. Las técnicas de inserción de genes y manipulación genética podrían funcionar para deshomogenizar el genoma de ciertas especies empujadas a la endogamia por la destrucción de su hábitat y que hoy en día se encuentran gravemente amenazadas, como es el caso del pavón del Triunfo, Chiapas, cuya población ha colapsado y comienza a perder de manera peligrosa la variabilidad de su acervo genético. Quizás, en instancias como esa, los protocolos de Colossal Biosciences y empresas afines podrían desempeñar una estrategia interesante de conservación.
Mientras tanto, mejor haríamos en enfocar nuestros esfuerzos como humanidad, y nuestro dinero, en intentar conservar todo lo que se está extinguiendo en este momento: 47 mil especies, de acuerdo con la lista roja (o si se prefiere, 28% de todas las especies evaluadas). Apuesto que con lo invertido en la faramalla lobezna bien se habrían podido proteger unas cuantas hectáreas de vegetación tropical, que, a fin de cuentas, es el meollo del asunto: no queremos conservar especies, sino entornos. ~