Desde los primeros siglos de la era cristiana se sistematizó el conocimiento en dos regiones. Primero se enseñaba el Trivium, conformado por la gramática, la lógica y la retórica, y más tarde se impartían cátedras del Quadrivium, que comprendía la aritmética, la astronomía, la música y la geometría. Son siete artes liberales heredadas de la Antigüedad. ¿Cómo se reunieron el arte de la palabra con el arte de los números para entreabrir ventanas al cosmos en un mundo dominado por la visión geocentrista que Claudio Ptolomeo planteara desde mediados del siglo II?
El primer lugar donde debemos detenernos es en la pequeña ciudad de Chartres, a una hora de París en dirección suroeste. Es famosa por su bella catedral gótica, para algunos la más bella de Europa, la cual empezó a ser edificada en 1194. En la puerta occidental, también conocida como Puerta Real, pueden encontrarse representaciones finamente labradas que nos recuerdan la consolidación del pensamiento proveniente de la Antigüedad tardía (siglo I a X) a lo largo del periodo medieval europeo. Algunas de ellas evocan el Convivio del poeta Dante Alighieri, quien compara las artes liberales con los siete planetas, tal como se concebía el sistema solar en 1300. La gramática le correspondía a la Luna, la lógica a Mercurio, la retórica a Venus, la aritmética al Sol, la música a Marte, la geometría a Júpiter y la astronomía a Saturno. Si bien ya habían aprendido algo de cada planeta y de cada saber, era claro que aún restaba mucho por descubrir.
Por estas calles caminó Thierry de Chartres, quien estaba convencido de que la filosofía contaba con dos instrumentos: el intelecto y la expresión o emoción. El primero se halla iluminado por el quadrivium, mientras que el segundo debe ser resguardado por el trivium. Y ambos han reunirse si queremos comprender el orden que surge del caos. Boecio, el gran traductor de los textos antiguos que nutrían el quadrivium, intentó establecer una incipiente base científica, la cual se refleja en las cuatro condiciones de la existencia corporal: número, tiempo, espacio y movimiento, también representadas en esta hermosa e imponente obra de arquitectura románico–gótica. No es gratuito que en los límites del conocimiento se encuentre la astronomía, la ciencia del ritmo cósmico.
Nuestra siguiente parada es la ciudad de Limoges, reconocida en todo el mundo por su milenaria cerámica y joyería de extraordinaria belleza y calidad. Ahí vivió en el siglo XI Ademaro de Chabannes, abad de la iglesia de San Marcial de Limoges. Tanto él como los monjes a su cuidado transcribieron, compilaron, interpretaron textos, en un intento por rescatar y preservar conocimiento útil para sobrevivir y reconfortar el espíritu. Sin embargo, es cierto también que en la época instaurada por Carlomagno no hubo propósito científico en esta materia, sino que todo esfuerzo se orientó a consolidar la Iglesia. Había que contar estrellas, conocer las constelaciones como una fuente destinada a determinar fiestas religiosas, no para entender de qué estaban hechas, por qué brillaban con diferentes intensidades ni la causa de que se movieran de esa manera.
El cómputo eclesiástico se convirtió en una especialización de los monjes en aquel entonces, a quienes no se les exigía ningún conocimiento avanzado de la astronomía matemática. La astronomía que había surgido en los albores del Medioevo con los tratados de Gregorio de Tours e Isidoro de Sevilla (gracias al mecenazgo del rey godo Sisebuto, quien gobernó entre 612 y 621) se desvaneció en un asunto administrativo y simbólico, de vital importancia para la vida cristiana pero carente de significado para la incipiente ciencia. Los ilustradores carolingios rescataron las figuras clásicas de las constelaciones, aunque el espíritu científico que las animó se había extraviado. Las imágenes relativas a la astronomía realizadas en la Alta Edad Media casi siempre fueron hechas para ser vistas, no para interpretarlas.
Podemos encontrar las huellas de este pensamiento alrededor de la astronomía en ciudades como Toulouse, hoy en día un enclave de la conquista del espacio, pues cerca de ahí se construyen los cohetes de la Agencia Europea Espacial. Tampoco está lejos el castillo de Carcassonne, donde escuchamos un concierto de música coral de aquella época. Nos transporta al turbulento periodo después de la caída del Sacro Imperio Romano. Entonces Carlomagno se dio a la tarea de reconstruir el tejido social de lo que había quedado de dicho imperio. Su programa político era también cultural. Para ello, su ideólogo, llamado Alcuino “el Flaco”, en una obscura referencia al poeta latino Horacio, importa a la Galia lo más selecto de la sabiduría antigua, el bagaje que debe conocer el mundo cristiano. De esa manera se extiende desde el año 782 una forma de mirar y decir que perdura hasta la introducción de los textos árabes de los siglo XII y XIII, si bien desde la conquista de Toledo por Alfonso VI, en 1085, se multiplicaron las traducciones del árabe al latín. Su punto culminante fue 1272, cuando el rey Alfonso X el Sabio ordenó elaborar las tablas alfonsíes, cuyo contenido incluía conocimientos astronómicos.
Otra ciudad importante para la vida científica medieval fue Montpellier. El gran escritor Rabelais estudió medicina ahí, sin olvidar la influencia intelectual de Moses Maimónides, nacido en Córdoba, actualmente España, en 1135, y fallecido en Fustat, Egipto, en 1204, así como tampoco debemos dejar de mencionar la obra del árabe Averroes, también cordobés nacido en 1126, y muerto en Marruecos, en 1198. En ambos encontramos el impulso de cerrar la ventana de los hechos capciosos, de los datos dispuestos a engañar el sentido común, ayudando a gestar con ello el renacimiento de la filosofía natural, antecedente de la ciencia física tal como la conocemos hoy en día.
De hecho, fue la astronomía árabe la que mantuvo un espíritu más cercano a la investigación científica, mientras la cristiandad sufría esos años convulsos. Entre los más notables se encuentran Al-Battani, Al-Sufi y Al-Farghani. Una de las tribus árabes que se romanizó, los omeyas, fundó en Damasco un observatorio hacia el año 700. Setenta años más tarde Al-Mansur ordenó que se tradujeran los Siddhantas, tratados hindúes cuya materia era la astronomía desde el siglo VI antes de nuestra era. En 995 Al-Hakin inauguró en El Cairo una “Casa de la Ciencia”, pocos años más tarde Ibn Yunis recopiló observaciones astronómicas de los últimos dos siglos y las publicó bajo el nombre de Tablas Hakenitas, dedicadas a su protector, Al-Hakin. Avicena elaboró un “Compendio del Almagesto” y un ensayo sobre la inutilidad de la predicción astrológica. En 1080 Azarquiel concluyó las Tablas toledanas, las cuales se emplearon durante más de cien años con objeto de determinar la posición de los planetas. Los cálculos de Averrores, Abúqueber y Alpetragio contradecían ya la hipótesis geocentrista de Ptolomeo. Quizá el único astrónomo cristiano que comenzó a realizar nuevas observaciones y mediciones fue Johannes Müller, conocido como Regiomontano.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).