He roto todas mis promesas a Katie
((Los nombres de los pacientes fueron modificados para proteger su privacidad.
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desde la última vez que la vi a principios de marzo. “No tengo ganas de hablar hoy. No quería venir”, me espetó aquel día mientras caminaba el corto trayecto hacia mi oficina. La cadencia de su acento irlandés siempre me hacía sonreír. Le dije que no tenía que decir nada. Sabía que estaba enojada incluso antes de que la saludara. Cuando me detuve en la puerta me lanzó una mirada fulminante desde el otro lado de la sala de espera. Esta pequeña acción tomó solo un momento, pero es una de las tantas que se pierden conforme los psiquiatras adoptan la telepsiquiatría.
Katie es una mujer de 90 años que padece esquizofrenia, lo que significa que tiene severas alteraciones en el pensamiento, la comunicación y la percepción. También tiene poca conciencia de su enfermedad, lo que significa que no cree estar enferma. Sin embargo, Katie está enferma, lo sepa o no, y se reúne conmigo una vez al mes para recibir la terapia y los medicamentos que la mantienen en buen estado. Gracias a esta rutina, se ha mantenido estable durante casi 30 años. A menudo desconfía de las personas, pero no ha intentado dañar a otros ni a sí misma. Me ha tomado dos años quitar la dura corteza que la rodea. El primer logro, después de dos meses, fue accidental. Rompí su silencio preguntándole: “¿Alguna vez le dejaste leche a los duendes en Irlanda?”
Su risa, un sonido cálido proveniente de una mujer típicamente gruñona, fue la recompensa. “No. No existen los duendes. Y vivíamos bien, mi madre limpiaba casas. … Pero no podíamos desperdiciar leche cara”.
Nuestra relación avanzó a pasos vacilantes después de eso, a menudo sin palabras. Leía su lenguaje corporal y reconocía sus pesadas pausas. Nos sentábamos en silencio, apreciando el discurso en lugar de esperarlo. A veces olía fatal, lo que me decía que estaba teniendo un mal mes. Las personas con esquizofrenia suelen tener una higiene deficiente. Cuando comenzamos a reunirnos, le prometí sin decírselo que prestaría atención a estas señales, que respetaría su estilo de comunicación. Pero ahora no puedo hacer nada de eso, porque nuestras visitas mensuales terminaron apenas comenzó la pandemia.
Con muchos de sus pacientes ambulatorios, los psiquiatras han pasado a tener sesiones a distancia. Como muchos, al principio me resistí a este cambio. Disfruto de las visitas de terapia cara a cara. Pero sin una buena alternativa, me he adaptado a la nueva normalidad y comencé a atender pacientes desde la mesa de mi cocina. Tanto los psiquiatras como los pacientes informan que disfrutan de la flexibilidad y de esta libertad recién descubierta. Para muchos de mis pacientes, funciona incluso mejor que el modelo habitual. No hace mucho, Tyler*, de 34 años, se deleitó paseándome por su casa para mostrarme sus creaciones artísticas, haciendo voces extravagantes para los personajes de sus pinturas. Esto pudo haber resultado más terapéutico para un paciente con TDAH que una visita física al consultorio.
Pero la ausencia de las Katies del mundo es notoria en las consultas remotas en casa.
A la siempre irritable Katie la diagnosticaron en sus sesentas y desde entonces ha vivido 30 años con la enfermedad. En muchos sentidos, Katie es una anomalía: se le diagnosticó a una edad más avanzada que a la mayoría y ha vivido más que muchos pacientes con esquizofrenia. No tiene celular ni computadora, sino un teléfono fijo. No desea adquirir nuevas habilidades ni acceder a la tecnología para facilitar el aprendizaje. Cuando la llamé para sugerirle una visita en persona a fines de marzo, ella respondió: “¡No voy! ¡No debo de salir de casa!” y colgó. Fue difícil respetar sus límites, pero si llamaba de nuevo corría el riesgo de alejarla todavía más. Como no pudimos programar una cita de seguimiento, renuentemente coordiné que una enfermera la visitara para proporcionarle sus medicamentos, pero esto podría no sustituir la relación personal que nos tomó tanto tiempo desarrollar.
Los síntomas de Katie comenzaron hace 30 años. Miraba fijamente por la ventana y murmuraba para sí misma. Trataba a los miembros de su familia con sospecha y comprobaba obsesivamente las cerraduras de sus puertas. Dejó de salir y de mantener una buena higiene. Le preocupaba que le hubieran implantado dispositivos en los oídos a través de los cuales el gobierno pudiera registrar sus pensamientos. Su pareja finalmente llamó a la policía después de que ella lo atacara con un atizador de hierro. Este último síntoma fue el más evidente, pero es posible que no habría llegado a este punto si hubiera sido atendida antes.
Esta trayectoria es común en las personas con esquizofrenia. En persona puedo captar sutilezas tempranas como la falta de higiene. Las sospechas y las tendencias paranoicas a menudo se revelan incluso en conversaciones breves. En la oficina puedo ver a un paciente responder a voces internas. Sin encuentros cara a cara, es más difícil saber si las señales de advertencia están ahí.
La telepsiquiatría se desarrolló específicamente para abrir nuevas formas de atención a las poblaciones desatendidas: las personas con depresión grave, que luchan por levantarse de la cama, las poblaciones de las cárceles y las personas que viven en situación de pobreza o en zonas rurales. La telepsiquiatría se diferencia de la teleterapia en que los psiquiatras ofrecen administración de medicamentos además de la sesión de terapia. A principios de la década de 2010, las nuevas empresas de telepsiquiatría prometían facilidad y comodidad a través de Internet y aplicaciones móviles. Un ejemplo de estas es Telepsych, la cual se ha expandido desde entonces, pero durante los últimos meses el ascenso ha sido meteórico. Los psiquiatras se apresuraron a cambiar las pautas y adaptarse al cuidado de los pacientes en una completa ausencia de interacción en persona.
Sin embargo, la telepsiquiatría requiere automotivación y la capacidad de participar sin el contexto de un entorno estructurado. Los déficits neurocognitivos progresivos que acompañan a la esquizofrenia hacen que cada tarea individual se sienta insuperable. Katie, al igual que muchos pacientes con esquizofrenia, no está motivada para asistir a las citas, especialmente porque no cree estar enferma. El trabajador social que la supervisaba programaba todas sus citas en persona, y la llevaba en coche de ida y vuelta. Ella no puede hacer estas cosas por sí misma: no les daría prioridad, las olvidaría y no se preocuparía por su propio bienestar hasta que fuera demasiado tarde. Para Katie ya es bastante difícil mantenerse involucrada en una conversación en persona; conectarse a través de una pantalla es imposible. Como no reconoce sus propios síntomas como parte de una patología mental, no puede decirme que los está teniendo. No comprende gran parte de la tecnología, no tiene una computadora y no está dispuesta a aprender. Los beneficios de la telepsiquiatría son numerosos para quienes pueden acceder a ellos, pero hasta ahora Katie no puede. Como tampoco pueden hacerlo las personas sin hogar, los migrantes que no hablan inglés o aquellos con enfermedades mentales graves y persistentes.
En lo personal, extraño los momentos en los que Katie y yo mirábamos a través de la ventana. “Es tan hermosa la forma en que los árboles bailan con el viento”, dijo una vez.
La esquizofrenia es una de las principales causas de discapacidad, con 3.5 millones de personas diagnosticadas en los Estados Unidos. En 2013, el costo económico general de la esquizofrenia se estimó en 155.7 mil millones de dólares. Los pacientes con esta enfermedad viven 20 años menos en promedio. En ellos las afecciones médicas comunes a menudo se pasan por alto o no se tratan, incluso cuando el mundo no se enfrenta a una pandemia. Si estos cambios abruptos excluyen a los más vulnerables, estos se quedarán atrás. Por ahora, debo trabajar de forma remota, tanto por la seguridad de Katie como por la mía. Entre más tiempo continúe, es más probable que esto se vuelva permanente. Si olvidamos a aquellos que no pueden adaptarse a este sistema, correremos el riesgo de perder una parte de la población acostumbrada a ser pasada por alto y olvidada, con un tremendo costo económico y emocional.
“Me gusta tu sombrero”, le dije a Katie en marzo, en la que ninguna de nosotras sabía que sería nuestra última cita. Lo dije en serio. Era una gorra de pata de gallo blanco con negro. Nunca la había visto usar algo así antes.
“¿En serio? Ahora trato de combinar mi ropa porque me gusta cómo combinas la tuya”.
Estaba impresionada. “No tenía idea de que te habías dado cuenta”.
Me pregunto cuántas de estas interacciones se pueden perder a través de las pantallas.
Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de Slate, New America, y Arizona State University.
Ruchi Vikas es psiquiatra tratante en el hospital NYU Langone/Bellevue, y profesora clínica asistente en el hospital de la Stony Brook University.