Cuando un bebé llega a casa, con su ronroneo y su olor a recién nacido, los adultos que lo recibimos, lo queramos o no, tenemos miles de expectativas sobre cómo será en tres, quince o cincuenta años. Pero en ninguno de esos sueños suele aparecer la posibilidad de que pase por dificultades, que tenga un trastorno o que necesite apoyos especiales. Por eso, cuando ocurre, siempre nos encuentra desprevenidos. Definitivamente, ser padre o madre nos exige enfrentarnos constantemente a retos.
Una de esas situaciones inesperadas con las que algunos progenitores se encuentran es el denominado Mutismo selectivo. De pronto, el niño o la niña que hasta ese momento no había dado ninguna señal de tener problemas con el lenguaje o con la comunicación, deja de hablar en algunos contextos. El primero suele ser el centro escolar. Los días pasan y de pronto lleva ya más de un mes sin decir una sola palabra. Y no parece haber ninguna razón clara para ello.
La incidencia de este trastorno en la población es escasa, por lo que cuando aparece no siempre se entiende bien el problema. Profesores y progenitores tratan de dar una explicación a su conducta. Piensan que es un simple rasgo de personalidad, relacionado con la timidez; se consuelan con que puede que sea una etapa que se pasará igual que vino; consideran que es un niño o una niña difícil, que tiene conducta desafiante o que lo hace para llamar la atención. Todas estas explicaciones ralentizan el momento de llamar a un profesional, lo que tendrá un coste importante en la solución del problema. Si no se actúa a tiempo, el silencio se puede generalizar a otros contextos, hasta llegar al mutismo total. Además, cuanto más tiempo se tarde en comenzar la terapia, más difícil será la intervención.
Durante mucho tiempo los propios profesionales creían que la ausencia de habla en determinados contextos se debía a una decisión. Tanto es así que se le dieron nombres como Afasia voluntaria o mutismo electivo. No obstante, desde finales de los años 90 del pasado siglo la Asociación Americana de Psiquiatría ha entendido que el mutismo no se elige. El niño o la niña no habla en determinados contextos porque, sencillamente, no puede hacerlo. De ahí el cambio de nombre.
Y ¿cómo es posible que no pueda? Hasta donde se sabe, el mutismo selectivo es un trastorno de ansiedad. La misma ansiedad que a los adultos nos provoca eccemas, respiración acelerada, sudoración, pero también ataques de pánico, fobia social o agorafobia lleva a estos pequeños a no hablar. Se trata, en este caso, de una respuesta de evitación. El sufrimiento del niño o la niña que querría hablar y no puede os podéis imaginar que es grande.
¿Y cómo puede ser que tenga ansiedad un pequeño de tres años que pertenece a una familia funcional y que acude a un centro respetuoso con sus alumnos? La causa no está clara y falta todavía mucha investigación. Como siempre en el ser humano, probablemente sea una interacción de una vulnerabilidad genética y factores ambientales y psicológicos. En cualquier caso, no es culpa del niño o la niña, ni de su familia, ni de su entorno escolar. Es más: los lugares o las personas ante los que se manifiesta el mutismo no son peor valorados por el niño o la niña que no habla. Relacionar los contextos en los que se manifiesta el problema con la causa del mismo es injusto, simplista y no ayuda a solucionar el trastorno. Si tienes un pequeño pasando por esto, no te sientas culpable, ni culpabilices a nadie. Poneos en manos de un profesional y tened confianza. Con la ayuda adecuada, poco a poco, aprenderá a reducir su ansiedad y afrontarla de un modo más funcional. Ser padre o madre ya hemos dicho que no es sencillo, pero afortunadamente no estamos solos para afrontar los retos.
Mamen Horno (Madrid, 1973) es profesora de lingüística en la Universidad de Zaragoza y miembro del grupo de investigación de referencia de la DGA
Psylex. En 2024 ha publicado el ensayo "Un cerebro lleno de palabras. Descubre cómo influye tu diccionario mental en lo que piensas y sientes" (Plataforma Editorial).