Foto: NASA

Reflexión poslunática

En un artículo de 1969, Jorge Ibargüengoitia satirizaba el viaje a la Luna como una gran industria y una aventura pueril. Lejos de eso, la empresa fue el detonador de numerosos desarrollos tecnológicos y podría ser el inicio de una cadena de riqueza que beneficie a la humanidad.
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Jorge Ibargüengoitia escribió el 19 de julio de 1969: “En estos días, opinar sobre el viaje a la Luna se ha convertido en una gran industria… Por el momento, hay que seguir la corriente. De lo contrario, me pasa lo que a la guerra entre El Salvador y Honduras, que nadie me hace caso”

((“Reflexión lunática”, en Ideas en venta, Joaquín Mortiz, 1997.
))

. Su sarcasmo característico lo revela como una de esas personas que, en cuanto algo se pone de moda, tratan de borrarlo de su mente a fin de espantar al esnob que llevan adentro. “En el momento en que Armstrong ponga un pie en la Luna (…) será uno de tantos lugares a los que no pienso ir”, afirma.

Al cabo de cincuenta años, y con honrosas excepciones, la avalancha de “expertos” nos deja mudos con su dudosa sabiduría y retahíla de datos, imparables cucharadas de miel. Son como el cuadro de Caspar David Friedrich, Hombres contemplando la Luna (1818–1820), copiado más allá del hartazgo, incluso por el mismo pintor romántico.

Aun así, como el mismo Ibargüengoitia reconoce: “En realidad, estamos viviendo momentos celebérrimos en la historia de la humanidad”. Lástima que entre quienes han salido al espacio sideral no haya un poeta, un novelista que narre con ojo agudo lo que está viendo, y tengamos que conformarnos con las declaraciones “más bien frívolas”, anodinas, de los astronautas. Las fotos son mucho más elocuentes, sostiene el autor de La ley de Herodes. Y se refiere a un asunto polémico que aún sigue debatiéndose: “Para que los hombres digan sandeces, mejor que manden aparatos”.

Los partidarios de la conquista robotizada del Universo tienen argumentos contundentes: la radiación de partículas emanadas del Sol causa cáncer casi de inmediato, mientras que la ausencia el exceso de la ineludible gravedad nos afectan sensiblemente, al igual que a todos los organismos en cualquier rincón del cosmos, son dos razones poderosas. Además, en la Luna existe un polvillo insoportable, finos fragmentos de roca y granos minerales llamados regolitos que cubren su superficie y, dada la carga electrostática que poseen, llegan a flotar, adhiriéndose a todo lo que tocan.

Pero eso no basta para inhibir la osadía humana. Hay quienes sienten un compromiso ontológico y están resueltos a diseminar la vida tal como la conocemos, incluso crear nuevas especies en sitios remotos, donde los pioneros olvidarán los atavismos éticos y morales que imperan en este planeta, si así lo deciden. Dos de ellos son los ilustres cosmólogos Stephen Hawking y Lord Martin J. Rees. Este último, quien ofreció la oración fúnebre cuando aquél murió, está convencido de que nuestro destino es salir a las estrellas.  El primer paso será establecer una base en nuestro satélite natural, una “aldea lunar” bajo un espíritu internacionalista, según plantea la Unión Europea.

Si bien los Estados Unidos están dispuestos a colaborar en la creación de esta aldea, su agenda es otra. Lo mismo sucede con China, cuya  tecnología espacial aún es inferior a la norteamericana, aunque es probable que la diferencia se desvanezca en las próximas décadas. Rusia volverá a partir de 2020 y la India está haciendo su mejor esfuerzo. Si hace medio siglo se suspendió cualquier hipotética colonización de la Luna fue, sobre todo, porque no se contaba con la voluntad política de quienes tomaron las decisiones, a pesar de que existía la tecnología necesaria o era factible desarrollarla en pocos años. A pesar de los timoratos que pensaban que cualquier fracaso no solo resultaría muy costoso  en términos monetarios, sino que afectaría el ánimo de la sociedad, los últimos cincuenta años han traído un espectacular desarrollo de la tecnología espacial y la creación de nuevas disciplinas, como la astrobiología.

Otros han cuestionado: ¿Para qué invertir tantos millones en mandar un puñado de personas tan lejos si aquí la gente se muere de hambre? Esta clase de argumento atenta contra la imaginación, motor de la aventura humana. Equivale a decir en un día de lluvia: ¿Para qué compro un paraguas de cien pesos si puedo llevarme cinco cervezas de a veinte? Para colmo, nada garantiza que el dinero “ahorrado” se destine a dar de comer a quienes lo necesitan. En cambio, tenemos ahora novedosos materiales, ligeros y resistentes, mejores cohetes y naves espaciales, instrumentos de navegación más precisos y la invaluable experiencia de quienes han pasado largas temporadas en la Estación Espacial Internacional.

Esta recuperación del interés en la Luna tiene que ver con la obsesión humana de probarse a sí misma que puede llevar a cabo tal o cual empresa, por más descabellada y absurda que parezca. Pero la próxima conquista no es un acto de voluntarismo intrépido, sino una empresa bien calculada, tanto militar como comercial. El gobierno norteamericano ha anunciado la creación de un ejército estelar. Además de ser un trampolín para ir a Marte y más allá con objeto de responder preguntas científicas y empujar las fronteras de la tecnología, o inclusive como una forma extravagante de turismo, será una fuente de valiosos recursos minerales. Un ejemplo es la ilmenita, que abunda en la Luna y de la cual se extrae titanio y fierro. También hay aluminio, así como grandes cantidades de un isótopo del helio, el helio-3, parte del viento solar, que podría servir de combustible en la Tierra y sería inocuo para el ambiente.

Ahora mismo, en varias partes del planeta hay grupos inventando algo que neutralice los efectos de la gravedad lunar, un material para edificar hábitats resistentes a los micrometeoroides, la radiación solar y los letales regolitos, que sirvan de vivienda a los colonos mientras logran construir estancias hogareñas dentro de los túneles de lava sublunares. También hay gente ideando invernaderos a fin de cultivar plantas que comiencen a crear un entorno propicio para la vida. Se diseñan robots que cavarán hasta encontrar agua, o bien, simplemente calentarán el suelo hasta que ésta se evapore. Las gotas recolectadas podrán descomponerse mediante una corriente eléctrica en los elementos que las constituyen, obteniendo así combustible para impulsar los cohetes. En estas páginas, el doctor Vinton Cerf nos habló de la construcción del internet extraterrestre.

El descenso en la Luna dejó de ser, como concluía Ibargüengoitia en su artículo de 1969, un acto de publicidad, una aventura pueril consistente en una sesión de fotos familiares, brincos nerviosos y pepena de unas cuantas piedras, el botín del conquistador que muestra al mundo su supremacía. Es ahora un disparador de inimaginables oportunidades de negocio entre unos cuantos. De ellos dependerá generar una cadena de riqueza que, quizá en la segunda mitad del siglo, nos lleve a todos a un estadio de desarrollo inédito.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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