David Thomson, en su invaluable pero siempre discutible enciclopedia fílmica The new biographical dictionary of film (Knopf, 2009), empieza la entrada dedicada a Diane Keaton juzgando su triunfo en la noche del Oscar 1978, cuando ganó la estatuilla por interpretar a la protagonista de Dos extraños amantes (Allen, 1977), la emblemática Annie Hall. Palabras más, palabras menos, Thomson afirma que Keaton ganó ese Oscar después de haber hecho muy poco en esa película: poco más que aparecer en pantalla como una mujer moderna, atractiva y algo excéntrica. O sea, por interpretar a una versión de ella misma.
Algo tiene de razón Thomson en ese provocador juicio. Después de todo, Woody Allen tomó algunos elementos de su pasada relación sentimental con Keaton para construir a ese personaje, su ecléctico e inconfundible estilo de vestir –que terminaría imponiendo moda– era de la propia actriz y hasta el apellido del personaje era con el que ella nació en Los Ángeles, California, en 1946: Diane Hall. Dicho todo lo anterior, es también más que obvio que, antes y después de Dos extraños amantes, Diane Keaton fue algo más que esa balbuceante treintañera que, en los momentos de mayor nerviosismo, se soltaba diciendo para ella misma “La-di-da, la-di-da, la-di-da”. Es decir, que Keaton tuvo, en la vida real, el encanto neurótico de Annie Hall, nadie lo duda. Pero tuvo muchas otras cosas más a lo largo de una riquísima carrera cinematográfica que se extendió durante más de medio siglo en unos sesenta largometrajes, en la enorme mayoría de ellos encarnando papeles protagónicos.
Diane Hall nació en una familia californiana acomodada, hija de un ingeniero civil y una fotógrafa, y fue criada en un lugar tan de derechas que, a decir de Woody Allen en el hilarante homenaje que le organizó el American Film Institute en 2017, si alguien ayuda a un ciego a cruzar una calle, lo acusan de ser socialista. Lo cierto es que la jovencita Hall no tenía las mismas ideas: después de abandonar la universidad en el tercer semestre, viajó a Nueva York a estudiar actuación y danza, mientras cantaba, además, en algunas bandas de rock. Esta versatilidad innata le ganó participar primero como figurante, luego como sustituta, y al final de cuentas, como una de las protagonistas de la emblemática pieza teatral musical hippie Hair (1968). Un par de años después, Diane –ya con el apellido de soltera de su mamá, Keaton– debutaba en el cine en un papel secundario clave en el melodrama familiar y romántico Lovers and other strangers (Howard, 1970), donde interpretó a la emproblemada cuñada del protagonista.
La presencia de Keaton en esa cinta llamó la atención de Francis Ford Coppola, a tal grado que, desde el inicio, fue su primera opción para interpretar a Kay Adams, la novia y luego esposa de Michael Corleone en El padrino (1972). Coppola ha dicho que el personaje de Kay cobró no solo vida sino auténtica estatura dramática en cuanto Keaton se apoderó de él. En el guion, según Coppola, Kay era un personaje secundario, plano y hasta aburrido. Es su genuino desconcierto, cuando Michael le cuenta cierta anécdota mafiosa (“Mi papá le hizo una oferta que no pudo rechazar: este papel va a tener tu firma o tus sesos regados en él”), el que nos hace temer por ella: está enamorada del hijo menor de los Corleone y, por lo mismo, quiere creer todo lo que él le dice (“Esa es mi familia, Kay, no soy yo”). Su ingenuidad se transformará en desesperanza cuando los matones de su marido le cierren la puerta en sus narices, en uno de los finales más famosos de la historia del cine. La mirada de Keaton, en su infinita tristeza, es la más devastadora condena moral en contra de ese grupo de criminales.
Los 70 fueron los años maravillosos de Diane Keaton. No solo porque participó en algunas de las mejores películas de esa década, sino porque demostró una versatilidad impresionante, que es el mentís definitivo al juicio ya citado de David Thomson. Además de su regreso en la secuela El padrino (parte II) (1974), donde aparece dura y desafiante frente a su criminal marido gansteril, Keaton se convirtió en una de las más grandes comediantes fílmicas de su época. De hecho, su talento para la comedia ya se había demostrado unos años atrás en la exitosa pieza teatral Play it again, Sam (1969), que había protagonizado al lado del autor y, en ese momento, aprendiz de actor cómico Woody Allen.
Esto se confirmó al retomar su papel en la posterior adaptación cinematográfica de la obra, Sueños de un seductor(Ross, 1972), y al transformarse en la infaltable protagonista de las primeras y más ligeras películas allenianas, desde El dormilón (1973) hasta la oscareada Dos extraños amantes, pasando por esa obra maestra del pastiche existencial que es La última noche de Boris Grushenko (1975), en la que la actriz da cátedra, en una sola toma sostenida, de cómo convertir un monólogo que de por sí era divertido en uno legendario: “Amar es sufrir. Para evitar el sufrimiento, no hay que amar. Pero entonces se sufre por no amar. Por lo tanto, amar es sufrir; no amar es sufrir; sufrir es sufrir. Ser feliz es amar. Ser feliz, entonces, es sufrir, pero sufrir hace infeliz. Por lo tanto, para ser infeliz, hay que amar o amar para sufrir, o sufrir por demasiada felicidad. Espero que estés tomando notas”.
Keaton siguió colaborando fielmente con Allen, en su primer experimento bergmaniano Interiores (1978), en la rapsódica declaración de amor neoyorkina Manhattan (1979), en su bienvenido cameo cantando “You’d be so nice to come home to” en la nostálgica Días de radio (1987) y, cuando el escándalo tocó a la puerta de su antigua pareja, entró al quite para protagonizar a su lado la divertidísima Un misterioso asesinato en Manhattan (1993), que es lo más cercano a una secuela que haya dirigido Allen, pues funciona como una especie de continuación no oficial de Dos extraños amantes.
Sus relaciones amorosas y de amistad fueron inseparables de su carrera. Fue pareja no solo de Allen, sino también de Al Pacino –quien en su autobiografía cuenta anécdotas tan idiosincráticas sobre su relación que uno puede imaginarse a la ficticia Annie Hall protagonizando varia de ellas– y, también, de Warren Beatty, con quien alternó interpretando a la fervorosa periodista feminista Louise Bryant en la épica obra mayor Reds (1981), dirigida por el propio Beatty. Esta actuación le valió a Keaton su segunda nominación al Oscar, a la que sumaría, una década después, otra nominación más en el melodrama familia La sangre que nos une (Zaks, 1996). Su última nominación al Oscar vendría con la exitosísima comedia romántica Alguien tiene que ceder (2003), de Nancy Meyers. Una incontrastable señal de cómo Keaton podía brillar por sí misma y elevar cualquier material en el que ella apareciera es que en estas últimas dos películas, las únicas nominaciones al Oscar fueron las de ella, por más que estuviera rodeada de actores de la talla de Meryl Streep, Frances McDormand, Robert De Niro, Jack Nicholson, Leonardo DiCaprio o Keanu Reeves.
Keaton tuvo otros intereses: siguiendo los pasos de su madre practicó la fotografía y publicó su obra en varios libros como Reservations (1980), Still life (1983), California romantica (2019) y Saved (2002); editó libros sobre fotografía, arquitectura y sobre su muy propio y original estilo de vestir (Fashion first, 2024, con prólogo de, nada menos, Ralph Lauren) e, inevitablemente, pasó a la dirección cinematográfica, aunque en este último terreno sus resultados fueron más bien discretos: una curiosidad documental titulada Heaven(1987) –en el que la cineasta debutante explora las ideas e imágenes que hemos creado sobre la vida después de la muerte– y dos convencionales dramedys familiares, Héroes anónimos (1995) y No nos dejen colgadas (2000).
Diane Keaton es una figura irremplazable. Es cierto que antes de ella hubo otras actrices que, por ejemplo, se veían muy bien vestidas con ropas de hombre (Marlene Dietrich), que destilaban frente a la pantalla una irresistible neurosis (Katherine Hepburn) o que podían sostener y hasta superar el timing cómico de sus contrapartes masculinas (Rosalind Russell frente a Cary Grant). Pero ninguna de ellas, ni una sola, tuvo el poder de conjurar, en un solo gesto, en una sola mirada, el infinito dolor de la traición que transmite, antes de que le cierren la puerta –y nos las cierren a nosotros– en el último plano de El padrino. En ese momento, estamos del lado de Kay. Y desde entonces, nos quedamos, para siempre, del lado de Diane Keaton. ~