El 2017 de Louis C.K.

2017 marca un rompimiento de imagen: C.K. ya no es el cómico desgarbado que espera su turno en el bar, sino el jefe que viste trajes de lujo y ordena a qué hora se encienden las luces y comienza el show.
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En el ensayo Being Rob Brydon: Performing the Self in Comedy, el analista Brett Mills, autor de Television Sitcom (2005), sostiene que el concepto de interpretarse a sí mismo “no sólo es un rasgo común de la comedia, sino que la comedia es probablemente el único género donde esto es posible”. En el entretenimiento de este siglo, donde la moneda común es la hibridización de géneros y la difusión de contenidos en múltiples medios, la máxima de Mills cobra una relevancia casi categórica: la línea entre la persona y el “entertainer” no sólo tiende a diluirse, sino que en el caso de muchos cómicos constituye una marca que se despliega con modificaciones mínimas en escenarios, televisión, radio y cine.

A lo largo de los años, por ejemplo, la personalidad de Jerry Seinfeld se ha mantenido sin cambios mayores en diversas plataformas, sea el stand up,  la pantalla chica (Seinfeld), la pantalla grande  (Bee Movie) o medios emergentes como Crackle  (el programa de entrevistas Comedians in Cars Getting Coffee). Seinfeld siempre es y será Seinfeld, irónico y distanciado, así charle con Barack Obama, asista a un velorio o lo imaginemos en un refugio nuclear, a punto de contemplar el fin del mundo. Algo similar sucede con Marc Maron, quien se muestra igual en espectáculos, podcasts y sitcoms. En el terreno nacional, este entendimiento del “cómico como interpretación de sí mismo” explica en parte el éxito de diversos “estandoperos” en plataformas como Netflix y HBO. La narrativa sentimental del stand up apunta que un genuino artista del género se alimenta de sus propios demonios; es decir, que los grandes performers son aquellos que cuentan sin miedo los episodios más significativos de su existencia –traumas, pensamientos oscuros, anhelos, deseos inconfesables– en clave de comedia confesional, frente a un público dispuesto a crucificarlos ante el menor atisbo de mentira o falta de comicidad. Es un cliché, desde luego, pero lo cierto es que la estrategia de crear personajes distintos al individuo que los actúa para exhibir vicios sociales parece haber perdido terreno en los tiempos de la posverdad, donde la autenticidad es una cualidad que se valora por encima de todas las cosas, incluso la verdad misma (no es casual que Trevor Noah, conductor de The Daily Show, califique a Donald Trump como un evil genius del stand up: crudo, sin autocensura  y permanentemente atento a las reacciones de sus seguidores).

Louie, Louie, Louie

Louis C.K., cómico y creador de 49 años de edad, no es ajeno a esta dinámica. Durante 30 años de carrera, el artista nacido en Washington D.C. ha edificado la personalidad escénica de un hombre confundido y ofuscado por una sociedad que parece conspirar en su contra todo el tiempo. La creación de autenticidad estriba en la manera cruel y despiadada en la que el cómico analiza sus propios problemas. El principal blanco de Louis C.K. siempre es él mismo, condición que lo libera para atacar todo lo demás.  Desde esa construcción, aborda temas como el egoísmo, la cultura del privilegio, el enfrentamiento generacional, la intolerancia y la frustración sexual. En años recientes, tanto en sus especiales de stand up como en Louie, serie de televisión que duró cinco temporadas en FX, esta personalidad se ha decantado en la de un padre cuarentón divorciado que trata de criar a sus dos hijas en medio de una crisis existencial que por momentos parece encaminarse hacia la locura. A diferencia de buena parte de sus contemporáneos, quienes muchas veces pecan de festejar la ideología de sus seguidores, el genio de Louis C.K. radica en presentar puntos de vista contrapuestos sobre asuntos polémicos con la finalidad de exhibir la hipocresía con la que se formulan en la arena pública, amén de la simpatía o moralidad de los individuos que conforman la audiencia. La falta de empatía es el tema central de los actos de stand up de Louis. Tres evidencias memorables. La primera: la apertura de Chewed Up, especial de 2008, donde reflexiona en torno a la arbitrariedad con la que cargamos de significado las palabras para tornarlas en insultos hirientes (faggot, cunt, nigger). La segunda: Oh My God!, espectáculo de 2013 que cierra con la rutina de “of course…  but maybe”, pieza que yuxtapone el “deber ser” con racionalizaciones oscuras formuladas por el lado más pragmático –aunque no necesariamente más lúcido– de su cerebro. Y la tercera, quizá la pieza maestra para entender su filosofía: el controversial monólogo de Saturday Night Live (2015) donde deduce que el placer de un pedófilo debe ser inmenso si está dispuesto destruir toda su vida con tal de obtenerlo. En principio, el monólogo parece grotesco en su engañosa intención de reírse de un crimen abominable; no obstante, una vez desplegado, se revela como una sátira inteligente sobre la falta de voluntad para comprender –que no legitimar ni absolver– la naturaleza del otro.

2017, el primero de dos especiales producidos para Netflix, es una continuación del discurso y traumas de C.K., aunque esta vez, debajo de toda la profanidad y el vitriol, subyace el ánimo melancólico y meditativo de un hombre  a punto de entrar a la sexta década de existencia.

Suicida y trajeado

De Shameless (2007) a Live at the Comedy Store, el uniforme de Louis en el escenario se reduce a jeans, tenis y playera negra. Un tipo común y corriente, sin pretensiones, que busca conectar con una audiencia acostumbrada a contemplar su autoflagelación. De entrada, 2017 marca un rompimiento de imagen: C.K. ya no es el cómico desgarbado que espera su turno en el bar, sino el jefe que viste trajes de lujo y ordena a qué hora se encienden las luces y comienza el show. El principio es devastador, casi una declaración de principios: sin introducción ni calentamiento, Louis va por la yugular y expone la dificultad de elegir bandos respecto al aborto, pues el conflicto consiste entre los que creen que es como “ir a cagar” y los que sostienen que es el acto de “asesinar bebés”. Él, afirma, se inclina por la segunda opción, aunque se manifiesta a favor del aborto debido a que la vida está sobrevalorada. La declaración derivará en una larga reflexión sobre la validez del suicidio, la solución final para todos los problemas. El tono trágico recuerda a Horace and Pete, el teleteatro escrito y dirigido por Louis C.K. que narra la vida en el bar del mismo nombre. El performer de 2017 no sólo luce como uno de los clientes que podrían encontrarse en la barra después de las cinco de la tarde, sino que su virulencia recuerda al tío Pete (Alan Alda), el copropietario reaccionario y racista del local que se pega un balazo a la mitad de la temporada. Pasada la mitad de los 74 minutos de 2017, el cómico cambia el ácido por la tristeza. El amor, nos dice, es efímero, una miserable burbuja cuya capacidad de asombro se limita a un instante. Ahora Louis nos remite a Horace, el dueño del bar que destruye su vida por no poder conservar una relación sana y estable. También nos recuerda a la cuarta temporada de Louie, en concreto a la saga romántica de Elevator, que cuenta el amorío fallido del protagonista con Hania, una migrante húngara. Louie y Hania hablan, en términos literales, idiomas distintos, por lo que prácticamente se ven forzados a inventar la relación. Las fallas en la comunicación no sólo redundan en la falta de conexión con el otro –en la ausencia de empatía–, sino en la inhabilidad para comprender lo que se quiere, como aborda 2017 en la secciones dedicadas a la transexualidad y a Magic Mike (el momento desternillante del especial, y uno de los puntos más altos hasta ahora en la carrera de C.K.).

Tras un breve detour en el que recuerda a su padre (un investigador mexicano con un monstruoso pene de tamarindo), Louis expresa su deseo de ser querido. Quizá ser gay sea un buen camino, siempre y cuando el novio sea un hombre alto que lo abrace y lo proteja. La sonrisa cálida de Louis cuando pretende ser abrazado por el novio ficticio es de una ternura entrañable. El gesto dura poco, pues para obtener ese abrazo, ataja C.K., debe soportar la embestida del pene erecto de su amado. La felicidad es tan evanescente y efímera como una vil pompa de jabón. Louis termina el espectáculo. El hombre elegante que inicio el show es ahora un tipo desaliñado y enrojecido. El 2017, lo sabemos, no será un año de triunfos o epifanías. Y Louis C.K. está perfectamente consciente de ello. 

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Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.


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