El Batman de plomo

Los años no han tratado bien a la primera cinta sobre Batman de Christopher Nolan.
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Después de cruzar el desierto, cualquier líquido sabe a agua Evian. La sed y el cansancio son tales que está de más exigir pureza, claridad y frescura. En esas circunstancias, hasta un vaso de agua marrón, como el que le sirven a Marty McFly en aquella granja de Back to the Future III, sería bienvenido. Sin afán de extender la analogía más allá de tres renglones, así estaban los fanáticos de Batman después de las dos cintas de Joel Schumacher: ambas espectáculos deplorables, cosméticos y empalagosos, que convirtieron al superhéroe más rudo de la historia en una criatura bañada en luces neón, con villanos de oso y, para acabarla de fregar, con pezones en el batitraje. Después de la debacle de Mr. Freeze, Alicia Silverstone como Batichica, Clooney como Batman y Tommy Lee Jones como un vergonzoso Harvey Two Face, casi cualquier película que reinterpretara la mitología del hombre murciélago y se alejara de la estética de Schumacher sería considerada un alivio. El encargado de darle un giro fue Christopher Nolan, con Christian Bale como el encapotado de Ciudad Gótica, en Batman Begins.

¿Quién no recuerda haberla visto por primera vez? Esos primeros treinta minutos se sentían ásperos, a años luz de las cintas de Schumacher. Batman, antes relegado a un mundo fantástico, de caricatura en las de Burton y de dulcería en las otras dos, parecía arraigado al mundo real. Casi prescindiendo de efectos especiales por computadora, Nolan explicó los inicios de Batman con aparente solvencia: el asesinato de sus padres, su búsqueda de justicia, su encuentro con Ra´s Al Ghul y su transformación, apenas verosímil, en un vigilante vestido como murciélago. Sus archirrivales no tenían superpoderes ridículos: eran, más bien, mafiosos truculentos, asociaciones delictivas ultrasecretas, científicos dementes. A primera vista, Batman Begins se sentía como una cachetada bien puesta. El héroe, su ciudad y su contexto vistos, todos, desde una óptica diferente: lo contrario a la nueva Spider-Man, que en esencia es la misma cosa que la trilogía de Raimi. En Batman Begins había un ímpetu de cambio. Y eso valía el boleto y el aplauso.

Desgraciadamente, la cinta no ha envejecido bien, y no hay mayor prueba de esto que constatar en The Dark Knight, su secuela, cómo Nolan descartó la mayoría de los conceptos que usó en la primera. Atrás quedó esa Ciudad Gótica digital, con barrios bajos que son mitad Blade Runner y mitad Seven. Pero no solo la estética de la cinta ha caducado con el tiempo. Su narrativa se siente torpe, anquilosada, solemne y, sobre todo, ridícula en sus intentos por robarle el absurdo inherente a la premisa de un millonario que se disfraza de animal para atrapar criminales. Las secuencias de acción son incoherentes, filmadas con torpe frenesí: nunca se sabe qué espacio ocupan los personajes, ni contra quién se enfrentan, ni cómo libran los obstáculos (lo mismo ocurre, aunque en menor medida, en The Dark Knight). Tom Wilkinson, un actor que rara vez tropieza, se pierde detrás de un acento de mafioso que se escucha impostado y chafa, mientras que Katie Holmes es tan creíble en el papel de una abogada aguerrida como Hayden Christensen fue en el papel del villano más villano de la galaxia más lejana. Solo Michael Caine brilla en el papel de Alfred, el sabio mayordomo de la familia Wayne. El resto es solemnidad acartonada; amenazas ridículas en una cinta que hace todo por brindarle autenticidad a Batman (¿un gas que enloquece a una ciudad como método de aniquilamiento?, ¿neta?).

Volver a ver Batman Begins no nos hace añorar las épocas de Schumacher, pero sí las de Burton. Aquellas dos primeras cintas fueron creaciones más honestas, conscientes del mundo en el que operaban, despreocupadas con la inverosimilitud de su premisa. La cinta de Nolan es otra cosa. Al igual que The Dark Knight, es un ejercicio loable pero fallido, ejecutado con mínima gracia y destreza. Un vaso de agua marrón que se agradece al salir del desierto, pero que no debemos tocar en ninguna otra circunstancia. 

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Profesor adjunto de Cinema Studies en la Universidad de Edmonton. Autor de Kinesis o no Kinesis: ¡Cinema Verité!


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