Por primera vez en mi memoria de los premios Goya, que cubre, si no me equivoco, los veintiséis años trascurridos desde su inicio, las películas con el mayor número de nominaciones eran todas de calidad. Faltaban, a mi juicio, entre las candidatas dos de las propuestas más estimulantes y ambiciosas de 2011, Los pasos dobles de Isaki Lacuesta y La mitad de Óscar de Manuel Martín Cuenca. Un poco raras ambas, quizá, o recalcitrantes para el gusto académico, aunque Lacuesta sí vio reconocido otro trabajo suyo: El cuaderno de barro estuvo entre las nominadas a mejor largometraje documental. No ganó el premio –concedido, en un acto de justicia metajudicial, a Escuchando al juez Garzón, la entrevista que Manuel Rivas le hace a palo seco ante la cámara al magistrado perseguido–. El galardón, y las palabras combativas de la directora del filme, Isabel Coixet, movieron al aplauso a la sala, mientras quedaban quietas las manos del ministro y el subsecretario de Cultura, presentes en la entrega.
Más que hablar de mi acuerdo o desacuerdo con los resultados, me gustaría hablar de tendencias, ya que las cuatro finalistas a mejor película y mejor dirección –Blackthorn de Mateo Gil, La piel que habito de Pedro Almodóvar, No habrá paz para los malvados de Enrique Urbizu y La voz dormida de Benito Zambrano– son obras de género, cada una en su registro, como también lo es la quinta triunfadora, Eva, que obtuvo tres Goyas, entre ellos el de mejor director novel para su joven autor Kike Maíllo. Eva, para mi gusto la película española más redonda del año, pertenece a un género poco frecuente aquí, el de la ciencia-ficción, y de ahí que resalte más el logro de Maíllo; tiene un guion muy bien escrito (en el que colabora el dramaturgo Sergi Belbel), unos actores estupendos (con un Lluís Homar sensacional haciendo de robot tocado por la “comedia del arte”) y un conglomerado de aciertos técnicos y visuales más cercanos al aparato industrial de Hollywood de lo que entre nosotros es habitual. También tiene las ingenuidades de la fantaciencia, que nunca resultan ñoñas, matizadas, como lo están muy efectivamente, por el humor.
La película ganadora de seis Goyas, incluyendo los dos principales, No habrá paz para los malvados, es un competente thriller de policías problemáticos, un género pujante dentro del género del cine negro actual. Urbizu, que no elude los tópicos cuando se le presentan en su propio guion, dirige siempre con brío, rara vez con genio, que es lo que le sobra a su máximo rival del año, Almodóvar. La piel que habito (con cuatro Goyas, ninguno para él directamente) puede tener ciertas descompensaciones en el trazo dramático y tal vez un abuso del flashback, pero es una obra deslumbrante en el relato, en el refinamiento formal, nada veleidoso, y en su propuesta de cine gótico, que transforma el motivo del mad doctor fílmico (los doctores Jekyll y Caligari, Moreau, Mabuse o Quatermass) en algo más: una profunda exploración de los mecanismos creativos y del rol del artista como gran cirujano de las formas imaginarias. Es además admirable ver al cineasta más famoso en la actualidad dando un salto semántico fuera de la comedia y el melodrama, donde se le reconoce maestría, para explorar el nuevo terreno del cuento de terror.
Aunque es, de todas las candidatas, la que menos me gusta, La voz dormida (con premios a dos de sus actrices y a la canción original) es un ejercicio solvente y bien tramado ambientado en la Guerra Civil –género historicista que arrasó en los Goya del año pasado gracias a Pan negro, ya comentada en su día, con respeto y decepción, en esta mismas páginas–. La película de Zambrano, que adapta la novela de éxito de Dulce Chacón, se asemeja en su tono, en su buen acabado y en su sesgo ideológico al muy popular culebrón de izquierdas de Televisión Española, Amar en tiempos revueltos. Las razones del gran fracaso en el box office de La voz dormida las veo claras: su vibrante lectura republicana y laica de la represión en el primer franquismo está concebida para un espectador de ideas afines al que la blandura sentimental del tratamiento dramático le resulta ajena. Mientras que ese sentimentalismo, muy acentuado en la segunda mitad del film, podría haber seducido a los espectadores más convencionales y acomodaticios, que no quisieron pagar el precio de una entrada para recibir un mensaje tan inequívocamente progresista. La voz dormida tenía a su público reñido.
Lo más inesperado de los premios de este año es todo lo relacionado con Blackthorn, segundo largometraje del director canario (y coguionista de Alejandro Amenábar) Mateo Gil. Tuvo muy buena crítica en su estreno a principios del verano pasado y un pobrísimo balance económico en las salas de exhibición, del todo inmerecido. Es un western crepuscular de excelente factura, magnífico guion y un gran duelo de titanes interpretativos entre Sam Shepard y Stephen Rea, a los que Eduardo Noriega responde con aplomo y en un inglés comprensible. Película alabada por los que la vieron pero maldita, Blackthorn renació (un poco) en los cines al obtener once nominaciones, y ahora se ha ido con cuatro premios (producción, fotografía, vestuario y dirección de arte). En este caso, el gran público nacional tal vez se vio ante un dilema, y eso lo retrajo en taquilla: pese a nuestro pasado almeriense como escenario del spaghetti western, la novedad de un film del oeste de ambiente boliviano posiblemente hizo que este noble y acreditado género cinematográfico no pareciera lo suficientemente español. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).