El festival Doqumenta, especializado en cine documental, inició el pasado jueves en la ciudad de Querétaro y finalizará el próximo domingo 13 de agosto, aunque una parte de la selección estará disponible en FIlminLatino por lo menos una semana más. La emisión número once de este pequeño y acogedor festival cinematográfico presume, como es su costumbre, una selección competitiva impecable, tanto en el terreno del largometraje como en el cortometraje de no ficción. Se podría alegar que la intachable curaduría de Doqumenta se debe, en gran medida, a la fecha de su organización: agosto es el mes en el que se está cerrando el ciclo festivalero, iniciado en septiembre y octubre del año anterior, con los filmes presentados en Venecia y Toronto a nivel internacional, y en Morelia y Los Cabos a nivel nacional.
Es cierto que los programadores tienen la ventaja de poder elegir con más cuidado cuáles cintas estarán en la competencia del largometraje documental mexicano –la llamada sección Chimal–, pero también que Doqumenta suele programar valiosas novedades que, a saber por qué, no fueron tomadas en cuenta en Morelia, Los Cabos, FICUNAM o Guadalajara. Así está, de hecho, conformada la competencia de largometraje documental de este año: varios títulos ya vistos y hasta premiados en los festivales fílmicos nacionales alternan con películas que fueron desdeñadas en otros lados y que aquí han logrado, con toda justicia, ser tomadas en cuenta para la competencia Chimal.
Hay otro elemento notable en la selección de este año de Doqumenta 2023: a través de sus nueve largometrajes en competencia, el espectador puede echar un vistazo no solo a distintos estilos y escuelas de cine documental –el cinéma verité de Mi no lugar junto al cine militante de La montaña, la regocijante crónica desparpajada de Kenya junto al lirismo humanista y conmovedor de Home is somewhere else– sino, también, a una multiplicidad de temas dignos de ser conocidos y reconocidos por el público espectador. Si desde este espacio he comentado más de una vez mi creciente exasperación por el cine documental ombliguista, centrado en lo que vive y sufre (ay, sí, pobre) cada cineasta al hacer su película, me parece extraordinario que en la selección de los nueve títulos en competencia de este año no haya una sola cinta ombliguera/solipsista: aunque parezca mentira, todos los realizadores elegidos para la competencia dirigieron la cámara no hacia el espejo, sino en otra dirección, hacia otro lado, con el fin de revelar el mundo que les rodea.
No diré nada de Home is somewhere else –acaso la mejor cinta de la competencia– porque escribí largo y tendido de ella cuando la vi en Los Cabos 2022. Tampoco de Kenya, que hace un par de meses arrasó en Guadalajara 2023, ni de La montaña, que se presentó en el FICUNAM pasado. Déjenme centrarme en otros seis títulos que, con mayor o menor fortuna, con más o menos sofisticación formal, logran el objetivo de explorar y descubrir escenarios, experiencias, vidas, sueños y tragedias. Se trata de un cine documental que intenta asir para interpretar, en toda su inabarcable complejidad, la realidad mexicana.
Así, por ejemplo, en Toshkua (México, 2023), de Ludovic Bonleux, se trata el tema de la migración y la desaparición de personas a través de dos historias entrelazadas: la de Mary Martinez, una madre hondureña que busca en nuestro país a su hijo desaparecido Marco Antonio; y la de Francisco Hernández, líder indígena hondureño que está poniendo en riesgo su vida al enfrentar la deforestación de la selva Mosquitia, perpetrada por grupos de narcotraficantes. El ir y venir narrativo entre los dos personajes –Mary en su peregrinar al acompañar las caravanas de madres migrantes por nuestro país, Francisco en su quijotesco desafío por defender no solo la selva sino su propia forma de vida– presentan, sin necesidad de subrayar ni editorializar nada, la causa y el efecto de la migración obligada.
Mi no lugar (México, 2022), de Isis Ahumada Monroy, está centrado también en la migración, pero interna. Jonathan Damián es un adolescente que ha salido de su pueblo, San Francisco Ozomatlán, en Guerrero, hacia un ingenio azucarero ubicado en Colima, acompañando a sus padres, trabajadores migrantes que laboran en la zafra. Aunque en ese lugar los trabajadores tienen unos cuartos en donde vivir y Jonathan una escuela pública en la que está inscrito, la realidad de la discriminación implícita o explícita se hace presente en todo momento y un instintivo sentido de desplazamiento resulta apabullante para este semiarticulado jovencito que, en un momento clave, dice que quiere ser alguien en la vida, “no andar siempre de pobre”. Ahumada, siguiendo la añeja tradición del cinéma-verité, presenta los hechos sin comentario alguno, dejando que las imágenes y los testimonios construyan la más contundente –y deprimente– argumentación posible.
Me mataron 3 veces (México, 2023), de Rodrigo Occelli, es una propuesta mucho más estilizada, aunque su tema sea, también, mucho más doloroso. La persona del título que fue asesinada en tres ocasiones es la madre de tres niños, quien fue ultimada por su propio marido. Así, de un terrible plumazo, Angélica, de 16 años, Beto, de 12 y Rodrigo, de 5, fueron dejados en una orfandad triple: con su madre muerta, su padre en prisión y ellos separados unos de otros. Dieciocho años después de esa tragedia, los tres hermanos se reúnen para rememorar la tragedia y señalar las tres ocasiones en las que fue asesinada su mamá: en la normalización de la violencia cotidiana de su padre, en el momento mismo del asesinato y, después, por la condena al olvido, por negarse a hablar de ese horror. Si “el silencio es el ruido de fondo del machismo”, es claro que el objetivo de Occelli es romper el silencio y hacer hablar a los tres hermanos. Aunque duela, porque debe de doler.
En un tono menos sombrío, aunque igual de empático, en Redes: Juegos de la vida (México, 2023), el realizador César Aréchiga sigue a cinco jóvenes panboleros –dos hombres, tres mujeres– que han participado en la Copa Jalisco, el torneo de fútbol amateur más grande del mundo, con 125 equipos (50 de ellos femeninos) provenientes de cada pueblo de los Altos, de los llanos o de las zonas urbanas de Jalisco. Las cinco trayectorias son el perfecto muestrario de los sueños y fracasos panboleros: el ascendente Max, que luego de triunfar a lo grande en el deporte amateur, busca jugar profesionalmente en España; la bravera Fátima, que recuerda entre risa y risa que cuando jugaba con niños “nomás les llegaba fuerte, no los golpeaba”; la articulada Susan, que luchó desde chamaca no solo para poder patear la pelota sino para salir del clóset frente a sus encantadores papás omnicomprensivos; la de Roberto “el Pantera”, que en su mejor momento deportivo tuvo que afrontar con madurez el hecho de que una lesión lo hiciera abandonar tempranamente la cancha; y la de la tatuadísima y llorosa Joanna, que vive el fútbol no solo como un deporte más sino, como la única vía para mantenerse sobria y digna de sus hijos y de su recia mamá insumergible. Redes… es, sin duda, el más convencional de todos los documentales en competencia, pero es, también, uno de los más disfrutables, aunque a uno no le interese en lo más mínimo el fútbol, como sucede con quien esto escribe.
Otro grupo de jóvenes son los protagonistas de Breaking la vida (México, 2022), de Abraham Escobedo Salas. Estos chamacos no juegan fútbol, pero sí se la llevan en la calle, en el pavimento, bailando, saltando, dando cabriolas y azotando su cuerpo en el piso. El hombre orquesta Escobedo Salas –director, guionista, fotógrafo y coeditor– sigue a Miguel, Max Steel, Kastro, Chik, Ojitos y Kastrito en sus ensayos, competencias y exhibiciones callejeras, así como en su vida familiar y hasta en la vida “real” de sus trabajos, pues eso de bailar hip hop no deja mucho dinero –aunque sí les llene la vida entera, como sucede con los panboleros de Redes. El documental de Escobedo abre con una pregunta que se le lanza a uno de los protagonistas: “¿Cuál es tu sueño?”. La respuesta vendrá en el final, cuando el mismo chamaco responda, con la certeza absoluta si no del triunfo, sí del sueño de lo que quiere ser y hacer. De ese lugar que quiere ocupar bailando.
Esto lo podrían entender perfectamente tanto el músico wixárika Daniel Medina como el músico minimalista Philip Glass, quien en Un lugar llamado música (México, 2022) responde a la pregunta de lo que significa la música con esta definición sustantiva: la música es el lugar que se habita, en el que uno vive, en el que las personas se encuentran y se entienden, aunque no hablen el mismo idioma. Este documental de Enrique M. Rizo nos presenta, precisamente, el resultado de la colaboración espiritual, creativa y musical de estos dos músicos, quienes compusieron una serie de piezas en las que la música wixárika sagrada de Medina –dictada en sueños por las deidades, nada menos– se fusiona con los contrapuntos y acompañamientos minimalistas de Glass en el piano, sea en apantallantes conciertos neoyorkinos, en consagratorias presentaciones en Juilliard o en silenciosas comuniones alrededor del fuego, pues queda claro que Medina no necesita hablar inglés ni Glass huichol para entenderse. Los dos comparten el mismo espacio llamado música. Y lo comparten con todos nosotros. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.