No violencia francesa

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Están hablando en Los Ángeles un escritor de guiones de cine, Marty, y su amigo Billy, un actor sin trabajo que sobrevive robando perros por los que después cobra la recompensa, y se discute una escena del filme en preparación: “¿No hay tiroteo? –dice Billy–. “¿Es que vamos a hacer una película francesa?” Se trata de uno de los mejores chistes de Siete psicópatas, la producción británica con grandes estrellas internacionales (Colin Farrell, Woody Harrelson, Olga Kurylenko) escrita y dirigida por Martin McDonagh, aunque, como resulta evidente, el efecto cómico falsifique la verdad; las leyes de la retórica y de la ficción lo permiten, desde los griegos. Hay un cine francés policiaco muy violento, del que serían muestras antiguas y recientes los excelentes polars de Jean-Pierre Melville, El carnicero de Claude Chabrol, Ley 627 de Bertrand Tavernier, casi todas las que interpreta Jean Reno y el penúltimo y muy vigoroso thriller carcelario de Jacques Audiard, Un profeta.

El cine francés arrastra una leyenda de estatismo, de discursismo, de lentitud y falta de acción en los movimientos de cámara y de actores, que algunos de sus grandes directores (Bresson, Rivette, el primer Resnais) favorecieron, desde luego, mientras que otros no menos grandes, Godard, Truffaut, Carax, supieron combinar con la trepidación, con el estilo libre indirecto, con la velocidad del relato. Es una paradoja, aceptada por ambas partes sin rechistar, que el gran apóstol actual del cine americano de explotación visual de la violencia, Quentin Tarantino, procede de Godard, al que homenajea de manera constante desde sus comienzos. Recuerdo una polémica de los años 1960 a propósito de À bout de souffle (Al final de la escapada), obra fundacional de una cierta tendencia del cine moderno. Las revistas de izquierda de la época (Positif, Nuestro Cine, Cinema Nuevo) decían que la película de Godard era una apología de la delación, y esa supuesta inmoralidad ideológica, en tiempos de la guerra de Argelia, la condenaba a ser reaccionaria y fascistoide. Hoy el anatema moral de los biempensantes se dirige a Tarantino y los “tarantinianos”, quienes, haciendo un cine de exquisito refinamiento formal y altura literaria en sus diálogos, enaltecerían el mal y la agresividad, al revestir sus brutales escenas de asesinato y tortura física de gran arte y hasta de humor (véase el episodio del Ku Klux Klan y la matanza final). Otros, en las antípodas, claman por la autonomía de la imaginación artística, que no puede estar sujeta al patrón de lo ejemplarizante y lo formativo.

El debate ha resurgido ante el último Tarantino, Django desencadenado, y podría continuar con Siete psicópatas si el filme de McDonagh no fuese tan fallido, resultando a la postre un ejercicio para minorías curadas de espanto ante la sinfonía de sangre, mutilaciones y evisceraciones que acompaña su trillada historia. Y es una lástima. Me gustó mucho su anterior y primera película In Bruges (aquí llamada Escondidos en Brujas), una ocurrente variación sobre la confluencia entre el turismo y el crimen, en la que el molde teatral de quien es uno de los más destacados dramaturgos de la actual escena irlandesa se adaptaba elocuentemente a un relato de asesinos filosóficos; había algún influjo de Mamet, y algo shakesperiano en el excelente final de exterminio gore en la plaza central brujense. Siete psicópatas, pese a contar en su reparto con Christopher Walken y Tom Waits (que, por desgracia, no canta; solo hace llamadas telefónicas), produce ese hastío de las aberraciones ilimitadas que echa para atrás a tantos posibles lectores del Marqués de Sade. Con la diferencia de que Sade quería arrasar las costumbres e imponer un nuevo orden social, y McDonagh, con sus guiños no solo a Tarantino sino a Robert Rodríguez y David Lynch, se queda en la sátira astracanada del mundillo hollywoodiense de los malos guionistas y directores allí imperantes. De momento hay que ponerle en esa lista, aunque no descartamos verle salir de ella y ascender a cotas más altas.

Django desencadenado es una cosa más seria. Una película musical toda ella hablada (la música está en la cuidadísima banda sonora) y estrictamente ajena al vacuo cine de danza oriental con dagas voladoras y samuráis encarnizados, un cine, popular también en Occidente, cultivado de vez en cuando por cineastas de la acreditada calidad de Zhang Yimou o de la habilidad de Ang Lee. Y acaba de sumarse a la moda otra figura muy considerable, Wong Kar-wai, que presentará en breve fuera de China su nueva película de artes marciales, The Grandmaster.

Quentin Tarantino sigue muy godardiano en la densidad verbal de sus diálogos, sobre todo cuando los enuncia el actor para el que fueron escritos los más chispeantes, Christoph Waltz. Al igual que en la primera etapa de la carrera del autor de Pierrot le fou, lo que dice Waltz tiene más de monólogo, inserto a menudo en la construcción dialógica con absoluta falta de respeto por la lógica: como excurso del discurso. Respecto a la banalización del problema de la segregación racial y el esclavismo, de la que se le acusa, mi respuesta tiene una sola palabra: Shakespeare. La mejor parte del teatro isabelino es el reino de lo macabro y lo atroz, y Shakespeare, que les trasciende a todos poéticamente, no quiso ser menos que sus coetáneos. Mató perversamente y presentó los peores estupros en escena, hizo granguiñolesco el canibalismo, natural el incesto, y no parece verosímil que el mundo deba a sus tragedias un mayor índice de criminalidad y sanguinolencia. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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