Todd
Solondz es uno de los directores vivos con más capacidad de
irritar. Heredero de John Waters –y, como éste,
reivindicador del mal gusto en su afán de épater
le bourgeois–, cuenta historias de pederastas y nerds
para revertir los valores en boga y dar cuenta de su falibilidad. Un
moralista astuto, su estatus acaba siendo insuperablemente cool.
Además de altares a la misantropía, sus tres primeras
películas –Bienvenido
a la casa de muñecas, Felicidad
e Historias de amor y
perversión– fueron piezas con narrativa sólida
y en las que el director tenía una idea clara de a quiénes
quería molestar. En Palindromas,
su más reciente –la historia de una adolescente que es
obligada a abortar– lo mismo hace chistes a costa de la derecha
religiosa, que de los freaks
que en sus primeras obras buscaba reivindicar. Dispara a diestra y
siniestra, y da lugar a una paradoja que echa por tierra su proyecto
original: el otrora director maldito se desvive por complacer a sus
fans. ~
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