Venecia 2024: horizontes familiares  

El Festival de Cine de Venecia 2024 ha reunido historias que exploran las fracturas más íntimas de las familias, donde el pasado violento y los vínculos inquebrantables parecen siempre volver para sacudir la calma aparente.
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Escribo este texto a la mitad del Festival Internacional de Cine de Venecia 2024 y, además, a la distancia, pues aunque al momento de pergeñar estas líneas he podido ver ya una docena de películas que han sido programadas en las distintas secciones del festival, es imposible hacerse un juicio certero de cómo será la 81 Biennale de Venecia cuando se repartan los premios este próximo fin de semana.

En todo caso, sí puedo hacer notar un par de consensos: en primer lugar, el elogio unánime y hasta hiperbólico de los colegas acreditados en Venecia a The Brutalist (2024), el tercer largometraje como cineasta del actor Brady Corbet y, en segunda instancia, que el resto de la competencia ha sido, si no decepcionante, por lo menos sí muy menor -aunque, otra vez, algunos han previsto premios y reconocimientos a la Callas de Angelina Jolie en la más reciente biopic femenina de Pablo Larraín, María (2024) y tampoco han faltado aplausos para La habitación de al lado (2024), en la que Almodóvar ha dirigido a Tilda Swinton y Julianne Moore. 

Yo agregaría un denominador común con el que me topé al revisar varias cintas programadas en varias secciones, especialmente en la Orizzonti, creada con el objetivo específico de presentar películas realizadas por cineastas en consolidaciones o en ascenso. En este caso, el denominador común al que me refiero es la crónica de una serie de familias en crisis, en conformación, transformación y autodestrucción constantes, desde distintas perspectivas y miradas genéricas.

La más convencional de estas cintas se llama, precisamente, Familia (Italia, 2024), cuarto largometraje -pero apenas segundo de ficción- de Francesco Costabile. La siempre bienvenida Barbara Ronchi -recién vista en México en El secuestro del papa (Bellocchio, 2023)- es obligada por la ley a separarse de sus dos hijos, cuando el padre de los dos chamacos sale de prisión para regresar a la casa y continuar violentando física y psicológicamente a la mujer. Para proteger a los dos niños, la autoridad separa a la madre de los hijos, al mismo tiempo que prohíbe al golpeador entrar en contacto con su familia. Los años pasan y todo parece haberse asentado: los dos muchachos ya entrando en la adultez, están viviendo con su trabajadora madre, aunque el menor, ¿ante la falta de figura paterna?, ha caído en las garras de un violento grupo fascista. Vuelve a entrar a escena el padre desaparecido (Francesco Di Leva), quien parece haberse transformado por completo y busca con humildad no solo la aceptación de su familia sino una necesaria expiación. 

La historia escrita por Costabile -en colaboración con otros dos guionistas- logra manejar con eficacia los distintos elementos del drama, desde la exploración de las raíces de la fascinación juvenil por el fascismo hasta las enfermizas dinámicas de poder en el interior de esta familia quebrada y vuelta a quebrar. No se trata de una mirada optimista, por cierto, y puede que Costabile roce al final con el tremendismo, pues el planteamiento argumental de esta cinta subraya lo complicado (¿o de plano imposible?) que es darle la espalda al pasado violento, sea en el ámbito público -el fascismo que se niega a desaparecer- o en el privado -en la más íntima vida familiar.

Al inicio de Quiet Life (Suecia-Francia-Grecia-Alemania-Estonia, 2024), cuarto largometraje de Alexandros Avranas, tenemos acceso a un inquietante cuadro íntimo de otra familia en crisis, aunque en este caso los problemas no provienen del interior de ella, sino del exterior. Y peor aún: de un exterior frío, burocrático, deshumanizado.

Los cuatro miembros de la familia -padre, madre, dos hijas- están esperando ansiosos la visita oficial de un par de autoridades que tienen la responsabilidad de ver cómo estan viviendo, de qué manera se están adaptando y si todo está bien, especialmente con las dos niñas. Estamos en Suecia, en 2018 y la familia de marras ha huido de Rusia, pues el padre era director de una secundaria y desafio la prohibición de recomendar ciertas lecturas a sus estudiantes. Ahora, trabajando como un modesto empleado de limpieza, Sergei y su esposa Natalia -además de sus hijitas Katia y Alina-, espera recibir su estatus de refugiado, pues el regreso a Moscú sería catastrófico para la familia.

El griego Avranas nos entrega un impasible melodrama clínico en el que los encuadres extendidos y simétricos de Olympia Mytilinaiou permiten estudiar las reacciones de los cuatro miembros de la acorralada familia Gallitzin. Tanto la distante puesta en imágenes como la temática misma a través de cierta vuelta de tuerca -la reacción psicosomática que tienen las niñas por la ansiedad de estar esperando el ansiado permiso de residencia- coquetean con el estilo de la Ola Rara Griega -ese movimiento “liderado” por Yorgos Lanthimos y del que Avranas perteneció hace unos años-, aunque una aclaración final nos subraya que no estamos antes una historia fantástica sino realista y, aunque parezca mentira, hasta documental.

Mon inséparable (Francia, 2024), opera prima de Anne-Sophie Bailly, presume una puesta en imágenes que denota no solo realidad sino hasta urgencia. Mona (extraordinaria Laure Calamy) es una chambeadora mujer madura aún atractiva que tiene que lidiar todos los días con el bienestar de su hijo adulto Joël (Charles Peccia), quien sigue viviendo con ella porque el muchacho tiene una discapacidad intelectual evidente y permanente, lo que no evita que él haga migas -y algo más también, diría la canción – con otra muchacha que tiene el mismo tipo de discapacidad.

Mon inséparable plantea la muy pertinente discusión sobre la emancipación de las personas con discapacidad intelectual -¿tienen derecho a hacer su vida como ellas quieren?, ¿entienden realmente esas implicaciones?, ¿pueden hacerlo en una realidad tan compleja para todos, tengamos o no alguna discapacidad?- aunque, a decir verdad, lo que le interesa a la debutante Bailly es plantear todas estas interrogantes desde la perspectiva de la indómita madre encarnada por Calamy. Al final de cuentas, ella ha dedicado toda su vida, como luchona madre soltera, a cuidar de su hijo. Ahora que el muchacho quiere emprender el vuelo (pero, ¿quién se cree?, ¿puede hacerlo?), la pregunta que ella se plantea, sin verbaliozarla, es simple: ¿quién va a cuidar a la cuidadora?: “¿Quién me va a cuidar a mí?”

Calamy se ha especializado en interpretar a mujeres comunes acorraladas por las circunstancias. De hecho, hace unos años ganó en Venecia el premio a Mejor Actriz en esta misma sección, Orizzonti, por el intenso melodrama femenino/laboral Á plein temps (Gravel, 2021). No me extrañaría en lo absoluto que repitiera.

Eso sí, Calamy tiene una rival muy seria, Valeria Bruni Tedeschi, protagonista de L’attachement (Francia-Bélgica, 2024) quinto largometraje de Carine Tardieu. Bruni interpreta a otra mujer madura, Sandra, feminista y soltera -pero no célibe, que quede claro- que sin deberla ni temerla ni quererla, le cae la responsabilidad de navegar a un precoz chamaquito, Elliott, hijo de la vecina, a quien se le adelanta el parto y como la mujer no tiene con quien dejar al niño, se lo encarga por mientras a la hosca Sandra. El asunto es que la pobre vecina muere en el parto -no estoy descubriendo ninguna sorpresa: esto sucede en la segunda secuencia- así que el vecino viudo se queda con la responsabilidad de criar a un chamaco de seis años y a una bebé recién nacida, por lo que cualquier ayuda que pueda recibir, no estará de más. 

A simple vista, L’attachement puede parecer el problemático melodrama chantajista en el que basta que aparezca una mujer independiente para castigarla con responsabilidades que no se buscó. Total, feminista o no, toda mujer nació para ser madre, ¿o no? El asunto es que, por fortuna, la realizadora Tardieu no está interesado en impartir lecciones a su protagonista sino, más bien, en compartir con nosotros la complejidad inherente a la vida, la muerte, el amor y el desamor a través de un grupo de personajes encabezados por la claridosa Sandra. 

Así pues, aunque la señora Bruni es a la primera que vemos en el encuadre -y será la última, también, que aparezca-, el novelístico guion escrito por la propia directora nos plantea también las difíciles decisiones tomadas por el emproblemado viudo, por el despreocupado papá biológico de Elliott -pues el niño nació del primer matrimonio de la mujer fallecida- y hasta por una simpática pediatra que atiende a la bebé recién nacida, mientras vemos crecer, a lo largo de dos años, a la niñita, que puede que no tenga mamá, pero sí un dedicado papá, un generoso padrastro, una amable vecina y hasta una doctora que podría ser su madrastra. 

O a lo mejor no, porque las familias se construyen, reconstruyen, se forman y se conforman con el paso de los años. No lo podemos evitar: para bien y para mal, volvemos a ellas. O, mejor dicho, nunca salimos de ellas. 

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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