La larga telenovela en que se ha convertido la reforma migratoria en Estados Unidos vive días extraños. Hasta hace unas semanas, parecía que los republicanos en la Cámara de Representantes no se arriesgarían a tocar un tema tan complicado durante un año electoral (en noviembre hay comicios legislativos). Buena parte de los activistas que soñaban con una reforma se había dado por vencida, imaginando que los tiempos, que tan favorables parecían pintar, se habían ido para no volver. De pronto, sin embargo, los republicanos han decidido cambiar de tono. Contra la voluntad de sus miembros más conservadores, parecen dispuestos a al menos considerar la discusión seria de una reforma migratoria en la primera mitad de este año.
El viraje republicano seguramente tomó por sorpresa a Barack Obama. Durante la semana que termina, en la que dio su informe presidencial, Obama enfrentó un par de preguntas: ¿debía referirse a la reforma migratoria de nuevo? Y en caso de ser así, ¿cómo abordar el asunto? Días antes del discurso, muchos le recomendaron bajar el tono de su retórica y referirse lo menos posible al tema migratorio. Insistían en que no había razón para agitar el avispero cuando la posibilidad de que el Partido Republicano apoye una reforma migratoria parece más cerca que nunca. Argumentaban que si Obama optaba por subir el volumen y regañar públicamente a los republicanos por su obstinada inacción, la reforma migratoria iría, otra vez, de vuelta al tintero. En otras palabras: la mejor manera de ayudar era diciendo casi nada.
Por desgracia, para Obama, ese consejo implicaba una serie de dificultades y hasta contradicciones. Después de todo, la hoja de ruta que han propuesto los republicanos en la Cámara de Representantes se refiere en términos muy ambiguos a una de las variables que, de acuerdo con el propio Obama y su círculo de asesores más cercanos, resulta simplemente fundamental para lo que busca el presidente: la posibilidad de otorgarle un camino hacia la ciudadanía a los 11 millones de indocumentados que viven en este país. Cuando entrevisté a Obama hace unos meses, mi primera pregunta fue si estaría dispuesto a vetar un proyecto de ley que no incluyera un camino franco hacia la ciudadanía para los indocumentados. Muy a su manera, palabras más palabras menos, Obama dejó entrever que, si bien no necesariamente vetaría dicha ley, si consideraba indispensable que existiera un camino hacia la ciudadanía estadunidense para esos millones que son, en la práctica, ciudadanos estadunidenses de facto: pagan impuestos, hablan inglés, tienen hijos, etcétera.
Es de suponerse que Obama no ha cambiado de parecer, mucho más ahora que la movilidad social se ha vuelto el corazón mismo del discurso de la Casa Blanca. Recientemente, Obama ha insistido en que el legado que le importa dejar tras de sí cuando deje la presidencia en 2016 es reactivar el llamado “sueño americano”: la idea de que, en este país, es posible empezar desde abajo y llegar hasta lo más alto. Por eso, tolerar la creación de una suerte de subclase social de cuasi ciudadanos se antoja no solo irracional: equivaldría a una traición de los principios más elementales que Barack Obama dice defender.
Al final, Obama optó, como acostumbra, por quedarse en el punto medio, en plena gama de grises. Durante el informe presidencial del martes, habló sobre la necesidad de una reforma migratoria, pero lo hizo brevemente, en los términos más cuidadosos posibles. Antes que referirse al enorme costo humano de las deportaciones o la importancia de respetar los derechos de 11 millones de personas, Obama habló del posible impacto económico positivo que tendría una reforma migratoria. Al usar el argumento económico, evitó pisar callos republicanos y, al hacerlo, reveló lo que en realidad piensa. Es evidente que la Casa Blanca cree que hay una auténtica oportunidad de que, por la razón que sea, los republicanos de verdad estén dispuestos a buscar la aprobación de algún tipo de reforma al sistema de migración antes de las elecciones de noviembre. Y eso, dada la historia reciente de abyecto obstruccionismo republicano, ya es mucho decir. Al optar por la precaución durante su informe, Obama dejó el camino libre a los republicanos para que diriman sus diferencias y, quizá, emerjan en las próximas semanas con una propuesta factible. Es una apuesta noble. También, quizá, era la única que le quedaba.
La pregunta ahora, como desde hace tiempo, es qué harán los republicanos. Los escépticos sugieren que lo único que hace el partido opositor es tratar de ganar tiempo. Dada la enorme impopularidad del Congreso en las encuestas, los republicanos necesitan urgentemente cambiar su imagen (tan bien ganada) de obstrucción, terquedad y gusto por la parálisis. Para eso, se dice, lo único que necesitan es la apariencia de la colaboración, aunque ésta termine, con el tiempo, donde siempre: en la nada. Si logran cambiar un poco la percepción que de ellos se tiene antes de la votación de final de año, podrían hacerse del control del Senado, y con ello de todo el poder legislativo. Hay otros que creen, en cambio, que los republicanos han entrado en razón: comprenden que es imposible soñar con la Casa Blanca si siguen enemistados con los votantes hispanos. Una reforma migratoria es necesaria para que el partido tenga futuro demográfico y político. ¿A cuál de los dos creerle?
Si alguien me preguntara, por supuesto, yo me anotaría dentro del primer grupo. Los años recientes han demostrado que el cinismo republicano no tiene límites. Aun así, sin embargo, si dicho cinismo ayuda a que los republicanos aprueben una reforma migratoria que legalice y, eventualmente, permita acceder a la ciudadanía a 11 millones de indocumentados —muchos de ellos mexicanos— pues… bendito cinismo. A veces, las malas pasiones también son productivas.
(Milenio, 1 febrero 2014)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.