Pequeño aprendiz de comisario

El odio a la literatura y al arte no es nuevo, pues representan la promesa cumplida de la libertad. Y la libertad, que es la mejor defensa del respeto a la vida, es siempre sospechosa.
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La poesía es el único seguro de que disponemos contra la vulgaridad del corazón humano.

Joseph Brodsky

 

A la muerte de Lenin, Gorki escribió un obituario en el que retrató un momento especial de sus encuentros con el líder soviético. Estaban en Moscú, en casa de una amiga y Lenin escuchaba a Isaias Bobrovem tocar a Beethoven. Lenin dijo: “No conozco nada más hermoso que la Apassionata. Me gustaría oírla todo los días. Es una música sorprendente, sobrehumana. Pienso siempre con orgullo tal vez ingenuo: ¡qué maravilla pueden crear los hombres!”.

Y, con los ojos semicerrados añadió sin alegría:

“Pero no puedo escuchar con frecuencia la música. Me hace daño a los nervios, dan ganas de decir tonterías encantadoras y acariciar la cabeza de las gentes que aún viviendo en un sórdido infierno son capaces de crear tanta belleza. Pero hoy es imposible acariciar la cabeza de nadie, te morderían la mano. Hay que golpear las cabezas, pegar sin piedad, aunque desde el punto de vista ideal estemos contra toda clase de violencia contra los hombres… ¡Una labor infernalmente difícil!”.

Poco después del triunfo de la Revolución de Octubre, Lenin fue nombrado presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y redactó la “Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado”, preámbulo de la primera constitución soviética. Allí se estableció, entre otros objetivos: “Con el fin de eliminar los sectores parasitarios  de la sociedad, se implanta el trabajo general obligatorio”.

Casi medio siglo después, en 1964, el trabajo de los comisarios daba otro de los múltiples frutos que produjo. El joven Joseph Brodsky, que había trabajado operando una máquina de molienda y más tarde en un hospital donde cortaba y cosía cadáveres, fue llamado por la justicia revolucionaria. A la edad de 24 años los fiscales soviéticos consideraron que su vocación poética era en realidad una vocación socialmente parásita y fue enviado a un campo de trabajo en Siberia. Nadie, por supuesto, le acarició la cabeza.

Brodsky es uno de tantos escritores cuyas vidas y padecimientos bajo los estados totalitarios son conocidos por todos. Me importa distinguirlo porque no lo acusaron de escribir contra el Estado, sino porque su actividad –la poesía– era parasitaria. Me importa también, porque no fue Lenin quien lo encarceló –tenía cuarenta años de haber muerto–, sino la burocracia de los comisarios que no muere nunca y es una de las formas que adopta la, aparentemente imbatible, Hidra de Lerna.

Hay tantos ejemplos anteriores y posteriores a este acontecimiento que sería imposible abarcarlos en el espacio de esta nota. El odio a la literatura y al arte no es nuevo, pues ellos representan la promesa cumplida de la libertad, y la libertad, que es la mejor defensa del respeto a la vida, es siempre sospechosa. Como la verdad, no peca, pero incomoda. ¿Alguien podría refutar que la imaginación es una parte esencial de la vida? Sí, siempre hay un personaje oficioso o fanático –un pequeño aprendiz de comisario– que intenta refutar su valor y su capacidad real de emancipación, porque la literatura es, en sí misma, una operación crítica.

“Hemos dirigido nuestro actuar contra el espíritu no alemán. Entrego todo lo que lo representa al fuego”, dijo Herbert Gutjahr el 10 de mayo de 1933 frente a setenta mil personas reunidas en el Opernplatz de Berlín: 20 mil libros fueron arrojados al fuego.

El 30 de junio de 1961 Fidel Castro consideraba que “el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.” Todos conocemos algunas de sus “Palabras a los intelectuales”. (“Dentro de la revolución, todo. Contra la revolución, nada”.)  Desde mi perspectiva, tan grave como ello fue la pregunta que ese día introdujo en su discurso: “¿Y en realidad pudiera discutirse en medio de la Revolución el derecho que tiene el gobierno a regular, revisar y fiscalizar las películas que se exhiban al pueblo?”.

Si cambiamos “las películas” por “la literatura”, lo veremos diez años después, vociferando contra los “liberales burgueses”, los “agentillos del colonialismo cultural” que se habían manifestado contra la detención del poeta Heberto Padilla, quien el 20 de marzo de 1971 había sido detenido por funcionarios del G-2 (la Dirección de Inteligencia Cubana), por “atentar contra los poderes del Estado”. ¿Y qué había hecho Padilla?, escribir un libro de poemas, Fuera de juego, que desde la perspectiva de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba) era un libro ambiguo, en el que Padilla mantenía dos actitudes, “una criticista y otra antihistórica. Su criticismo se ejerce desde un distanciamiento que no es el compromiso activo que caracteriza a los revolucionarios. Este criticismo se ejerce además prescindiendo de todo juicio de valor sobre los objetivos finales de la Revolución y efec­tuando transposiciones de problemas que no encajan dentro de nuestra realidad. Su antihistoricismo se expresa por me­dio de la exaltación del individualismo frente a las demandas colectivas del pueblo en desarrollo histórico y manifestando su idea del tiempo como un círculo que se repite y no como una línea ascendente. Ambas actitudes han sido siempre tí­picas del pensamiento de derecha, y han servido tradicional­mente de instrumento de la contrarrevolución.” Imagino los pechos henchidos de patriotismo de estos hombres –los funcionarios de la Inteligencia Cubana, pero también los miembros de la UNEAC– por hacer cumplir los deseos de su líder. Juntos, funcionarios y letrados fundidos en un solo deseo: vencer al insidioso enemigo, un poeta.

 

Ayer nos enteramos de que el doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y director de Materiales Educativos de la SEP, Marx Arriaga Navarro, ofreció una conferencia en la Escuela Normal San Felipe del Progreso, “La Formación de docentes lectores en la Escuela Normal”. Después de describir el horror de la visión hedonista e individualista de la sociedad de consumo, narró el dolor causado por la pandemia: no la muerte y los errores de la política de salud, sino la división discriminatoria entre personas sanas y personas enfermas. Pero el más grave de los problemas detectados por él a partir de la aparición del virus era la crisis de los valores morales. La cuarentena había sido un tiempo perdido para la humanidad porque no habíamos reflexionado sobre la sociedad de consumo y nuestro lugar como individuos dentro de ese sistema. México, no obstante, había tenido el enorme privilegio de contar con un Jefe de Estado empático que nos había llamado al optimismo y a darle la espalda al individualismo.

Las declaraciones de Arriaga en contra de la “sana distancia”, del “quédate en casa” y a favor de la fe, son objeto de un ensayo mayor, pero el objeto de esta nota es comentar su idea sobre los procesos revolucionarios y el papel de la literatura que, desde su perspectiva, se verán afectados por el capitalismo y el miedo a la covid-19. Después de la explosión de los modelos de consumo, comentó, “las bases realistas y naturalistas que tenían su origen en las épicas grecolatinas fueron subordinadas a un principio materialista” que solo buscaba el goce y en el que los conflictos y el análisis de la realidad se eliminaban a favor de “leer como un acto maravilloso que provoca viajes a otros mundos llenos de felicidad en donde la lectura funciona como un sedante que alivia el dolor de las personas”. Una literatura sin compromiso, cómoda, centrada en el placer. Desde su punto de vista, ese placer fomentó la apatía y una idea de la lectura como una actividad de ocio –parasitaria, imagino–, cuando la lectura debía ser una acción emancipadora y comunitaria.

Hay algo extraño en ese discurso que dice buscar el bien común y que fue expresado por alguien que consideró que el bien común pasaba por no pagarle a los ilustradores de los libros de texto. No puedo más que estar de acuerdo con él cuando dice que la literatura provoca acciones emancipatorias. Pero la literatura que lo hace es crítica, no complaciente ni dictada por algún líder o sus aprendices de comisarios. No recuerdo un solo nombre de los autores de la literatura comprometida que el realismo socialista propinó como un mazazo. Un mazazo como el que le dieron a Joseph Brodsky cuando lo llevaron a Siberia, acusado de actividades parasitarias.

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(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.


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