Los quince minutos de fama para todos y cada uno de nosotros predecidos por Warhol, la máxima de McLuhan sobre la relación entre medio y mensaje, hasta lo de que la revolución no será televisada –televisarla será una forma de anularla–, que cantaba Gil Scott-Heron. Pero la conversión de la relevancia cultural en fama y esta en mesianismo y esto amplificado por las redes sociales y sus shorts-píldoras de moral no la vimos venir. Este nuevo mesianismo es el resultado de una mezcla bastante pestilente: la autoayuda, un dogmatismo cool y la fama abaratada.
El mecanismo es similar, tanto que ya está industrializado: lanzamiento de serie o película y bombardeo imparable de entrevistas de alguno de los participantes o de las cabezas más visibles; suelen ser los actores para las series y el director para las pelis. Algunos ejemplos recientes: Los años nuevos, la serie de Rodrigo Sorogoyen producida por Movistar; La infiltrada, película de Arantxa Echevarría, con Carolina Yuste de protagonista, producida también por Movistar; ahora llevamos un par de semanas –solo dos, sé que parecen más, pero han sido solo dos– de entrevistas a Oliver Laxe a propósito del estreno de Sirat, la película que se llevó el premio del jurado en Cannes, también producida por Movistar. No voy a hablar de las películas sino de ese modo de atosigar, de imponer una conversación a base de insistir e insistir en que es lo que hay que ver. Por un lado, a mí me produce el efecto contrario al que se busca: bastó que Los años nuevos se convirtiera en la serie de la que todo el mundo hablaba –durante un tiempo limitado, porque así se juega ahora– para que naciera en mí no una pereza tremenda, que también, sino sobre todo un sentimiento de rebeldía, me revuelvo como los gatillos recién nacidos de mi calle cuando los intentamos tocar. Me niego a ir por el camino que me indican a empujones, entre otras cosas, porque me parece que esa conversión en “serie del momento” no es genuina, sino que forma parte de una avasalladora operación de marketing. Será porque cuando estaba en la universidad hice de gallina en El último gallinero, de Manuel Martínez Mediero –pieza de 1969 con la que la película de animación Chiken run guarda alguna similitudes–, pero ante esa insistencia me sentí como una gallina a la que meten el grano con un embudo. También pensé en la espuma de poliuretano expandido, que se infla al secarse. El exceso de foco y el temor a hablar de cosas complejas y quizá alejadas de la vida cotidiana –pero en realidad mucho más interesantes– hace que las entrevistas a actores y famosos se conviertan en discursos de ejemplaridad. Es una vuelta de tuerca más del capitalismo de la personalidad: no hay que vender solo la serie o el libro o el disco o la peli, sino a uno mismo. La persona es el producto.
Hay otra cosa que favorece la búsqueda de líderes morales que tiene que ver con el vacío que produce la multiplicación de las opciones: da mucho miedo pensar por uno mismo, lo sabemos desde la adolescencia cuando la amistad se forja basándose sobre todo en afinidades de gustos musicales, etc., y cuando más nos afanamos en ser aceptados por el grupo. Con la prescripción atomizada, la religión sin prestigio y la posibilidad de definirse desde un montón de lugares, nos sentimos ante la sobreoferta como ante un abismo. Por eso, buscamos profetas: convertimos a nuestros escritores favoritos en modelos; buscamos en los libros de la temporada una respuesta a la angustia existencial.
Para que la operación de mesianización se complete, el protomesías ha de dejarse cuando no colaborar; Oliver Laxe es una muestra de entrega entusiasta y esforzada: “No es que me guste ser un referente, es que debo serlo”, dio como titular de una entrevista el cineasta gallego, que está a un par de entrevistas más de ser devorado por su propio personaje. El primer fin de semana de la Feria del Libro de Madrid se viralizó –es un decir, son libros– un vídeo cortísimo de Vivian Gornick que estaba entre la autosugestión y la nada. “Mi escritora favorita es la italiana Natalia Ginzburg. Lee sus ensayos y entenderás cómo me hice escritora”, decía. Y la gente lo compartía con corazoncitos y alabanzas y oes. ¿Qué era tan revelador? ¿Qué dijera yo en todas y cada una de las frases? ¿Que diera como motivaciones para leer a la genial escritora italiana descubrir cómo Gornick se había hecho escritora? Carmen Martín Gaite, Andrés Trapiello, Félix Romeo o Flavia Company han traducido a Natalia Ginzburg, escritora a a su vez reivindicada por autores como Ignacio Martínez de Pisón o Elena Medel. La conversión de Gornick en mesías habría sido mucho más difícil sin Sexo en Nueva York.
En todo caso, yo me alegro por Vivian Gornick, que disfruta de un momento feliz de reconocimiento, viaja y se rescatan ensayos antiguos suyos. Comprendo también que se deje querer y responda con el mesianismo exigido a su nueva condición de profeta. Y usted que lo vea.