Lección reprobada

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Se dice que una crisis termina cuando aprendemos de ella. Si es ése el caso, estamos muy lejos de que la normalidad regrese.

A un año de la quiebra de Lehman Brothers seguimos insistiendo en ignorar la realidad. Las lecciones que debieron aprenderse después del traumático evento no sólo han sido pasadas por alto, sino que se ha utilizado a la crisis como pretexto para hacer exactamente lo opuesto a lo que sería aconsejable.

Se asume que dejar quebrar a Lehman fue un error. En mi opinión, esa es una conclusión peligrosa. Un sistema capitalista requiere de la posibilidad del fracaso. Es ésta la que pone un límite al riesgo que la empresa está dispuesta a asumir. Lo que sí es claro después de la quiebra de Lehman es que no existe un proceso ordenado para que una entidad de tal tamaño caiga. La naturaleza del negocio hace que haya riesgos entrelazados en todas direcciones. Pero, lejos de que se haya hecho un esfuerzo para desarrollar ese proceso, hoy hay más bancos “demasiado grandes para quebrar” que antes. El tamaño se ha vuelto el mejor blindaje para estas instituciones.

La otra lección que debió aprenderse es que los riesgos que toman las instituciones financieras no son transparentes. Ciertamente, el impacto que tuvo la quiebra de Lehman sobre el mercado de papel comercial y de financiamiento de corto plazo fue imprevisible. Lejos de buscar mecanismos que inyecten transparencia, las autoridades financieras siguen dejando que los bancos ignoren el valor de mercado de los activos en sus libros, generando un gran espejismo.

En estos momentos, podemos afirmar que todos los bancos en los Estados Unidos están quebrados. Lo que los salva es que, con la venia de las autoridades, pueden reflejar a costo de adquisición activos que valen 70% u 80% menos en el mercado. El resultado de tan grotesca concesión es que en vez de estar buscando limpiar sus balances, los bancos se están deshaciendo de los mejores activos que tienen. Esto ocurre debido a que cuando venden un crédito que están cobrando puntualmente, por ejemplo, tienen que ofrecerlo con un mínimo descuento sobre el valor al que lo están reflejando en su contabilidad; si venden un crédito que está vencido, el descuento puede ser considerable.

¿Por qué entonces regresan los bancos los recursos que recibieron mediante el TARP (programa para rescatar activos en problemas)? Porque eso cumple con dos objetivos. Primero, quita presión al gobierno, pues éste puede decir que está recibiendo de regreso los recursos que pertenecen a los contribuyentes y que éstos, además, generaron una utilidad. Segundo, porque eso les permite volver a pagarle lo que quieran a los ejecutivos del banco. Nuevamente, y mientras la realidad no asome su cara en los mercados, los directivos bancarios cobrarán sueldos y bonos multimillonarios, pues ya “le dieron la vuelta” a sus magulladas instituciones.

El gobierno hace como que el rescate fue un éxito, los medios no se cansan de pregonar la mejora en la salud financiera de la banca, los precios de las acciones de éstos suben, aunque los “insiders” (ejecutivos de las empresas listadas en la bolsa) están vendiendo más que comprando, y los deudores morosos disfrutan de que el banco ni siquiera les esté embargando las propiedades.

El mayor mérito de la quiebra de Lehman fue que generó tal miedo entre los congresistas estadounidenses que acabaron, a regañadientes, aprobando el paquete de rescate bancario por más de 700 mil millones de dólares. El precedente blinda a cualquier banco suficientemente grande de sufrir la misma suerte, pues ya quedó demostrado que las consecuencias son imprevisibles.

¿Y cómo justifican los congresistas la colosal inyección de recursos públicos? Dicen que esto permitirá que haya crédito, y que controlarán mejor a los bancos. Ambos elementos son un engaño. Pero, además de eso, los bancos están nadando en dinero, pues no tienen a quién prestárselo. La capacidad de pago de los deudores ha bajado sustancialmente pues sus potenciales colaterales se han depreciado, sus trabajos han desaparecido, y sus ingresos han bajado. Lo que estamos viendo es una tendencia de las familias a bajar el endeudamiento, no a buscar endrogarse más. En cuanto a la regulación, de eso piden su limosna los grandes bancos. La regulación estadounidense está basada en reglas y no en principios. Esto quiere decir que, para cumplir con la ley, los bancos tienen que someterse a miles de reglas específicas cuyo seguimiento es caro y, generalmente, inútil. El comportamiento irresponsable de los bancos se dio mientras cumplían fielmente con las reglas. Los fraudes de Madoff, Stanford, y otros, se dieron “cumpliendo reglas” por años. Lo que faltó fue que hubiera reguladores que sí entendieran por qué era imposible que un hedge fund reportara rendimientos en línea recta durante décadas. Lo que hizo falta fue que las entidades reguladoras tuvieran empleados igual de sofisticados (y con compensaciones similares) que quienes inventaron todos esos instrumentos tóxicos en Wall Street. En pocas palabras, lo que hace falta no es más, sino mejor regulación.

Pero nadie habla de eso. Si antes había quinientas páginas de reglas, ahora habrá mil. Eso se volverá la gran barrera de entrada para evitar que los intermediarios pequeños crezcan, o para forzarlos a salirse del mercado y venderse a los grandes. Se seguirá dotando a la regulación de todo lo que le hubiera hecho falta para evitar la crisis pasada, pero de nada que le permita prevenir la futura. Habrá más reguladores, pero del mismo perfil de los actuales. Gente sin experiencia en la trinchera real y mal pagada, cuya principal meta será acumular suficientes horas de vuelo para lograr acabar en las áreas de cumplimiento de las propias instituciones a las que auditan, y ahí sí empezar a ganar dinero. ¿Cuál será la probabilidad de que ese regulador quiera enemistarse con los poderosos intermediarios? Y, si lo hace, ¿cuál sería su recompensa, comparada con lo que puede ganar en Wall Street?

En el siglo XIX, si un banco quebraba en Inglaterra, los accionistas tenían que responder con sus activos personales en forma ilimitada; los ejecutivos tenían que responder con los sueldos y bonos recibidos por su trabajo en esa entidad por las pérdidas provenientes de créditos mal otorgados. En Estados Unidos, a principios del siglo XX, los accionistas respondían con el doble del valor de su inversión en caso de quiebra. Ahora, hemos formado una nueva generación de banqueros ansiosos por tomar riesgos en forma ilimitada y dispuestos a esconder los cadáveres en el clóset. Saben que, si todo falla, lo que ya ganaron es de ellos, y el que responderá será ese gobierno que sigue cruzando los dedos y esperando que todos sigamos la farsa del emperador que, desnudo, se pasea por las calles. Ojalá, por el bien de todos, que no pesque una pulmonía.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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