Al empezar a leer la compilación de poemas de Ursula K. Le Guin que acaba de publicar Nórdica, me pregunto si la idea que me he hecho de sus libros de narrativa, que no he leído, influirá en mi lectura. Dada la gran cantidad de novelas suyas, entre las muchas que tiene, que se han publicado en España −además de algunos libros sobre el arte de la escritura−, empezar por su poesía parece un raro acercamiento por vía lateral. Pero lo cierto es que, de 1974 en adelante, Le Guin publicó también una buena colección de libros de poesía, además de poemas sueltos en distintas revistas; fue también poeta. De entre ellos, a los que se añaden muchos inéditos, se ha seleccionado el conjunto reunido bajo el título de En busca de mi elegía, que es la primera traducción de su poesía al español salvo por el caso especial de su versión del Tao Te King.
Entonces, ¿encontraremos aquí los intereses, encantos y rasgos de la escritora, concentrados? La selección abarca la producción, ininterrumpida, de entre 1960 y 2010, así que sus temas y su evolución aparecerán aquí, en una forma destilada y esencial como es propio de la poesía. El traductor al español es Andrés Catalán, especializado en poetas norteamericanas como Anne Carson, Louise Glück, Sharon Olds o Jennifer Michael Hecht. La edición es bilingüe, pero los poemas no están repartidos en las páginas pares e impares sino que los originales aparecen todos al final, ocupando un tercio del volumen y dando la agradable sensación de que tenemos entre las manos dos libros en lugar de uno. En español, los versos suenan ligeros, rítmicos, con cierres contundentes sin resultar falsamente enfáticos. A veces son tan suaves que hay que leerlos dos veces para comprender la intuición que está oculta en su forma.
Algo que destaca en la lectura es la particular percepción del tiempo, como un pulso interno que se detecta en ocasiones a lo largo de la vida, encarnado dicho tiempo en la conciencia que lo percibe. Ayuda, por supuesto, el hecho de que los poemas abarquen cinco décadas. Por ejemplo, es posible reconocer al mismo individuo cuando en uno de los primeros poemas dice “Oh, cuando era una desastrada virgencita / me sentaba a arrancarme las costras de las rodillas / y soñaba con algún treintañero / y sin hacer nada hacía lo que quería” (fundamental para el efecto que el poema empiece con la interjección oh y continúe con la referencia a las costras) y cuando dice, en uno de los últimos, “Sesenta años después, estoy en esa ventana cuadrada / y veo el granero, los robles, el verano radiante, // y las colinas a las que sube mi corazón / como lo hace el pájaro, alegre y sin guía”, o en otro también del final, “Me convertiré en una octogenaria / mañana por la tarde alrededor de / las seis en punto, a la hora de la cena, / según me contó mi madre. Es una hora rara”. Entre la escritura de los respectivos poemas, o entre los momentos de revelación que condujeron a su escritura, ha pasado toda una vida con todos sus hechos externos marcando los días, pero algo común ha conseguido permanecer, un advertir el interior en la superficie, una conciencia que gracias a ser personal es capaz de encontrar el lugar desde el que podrá fundirse en lo indistinto.
A lo largo de todo el libro se da esa sensación de que el tiempo va adquiriendo dimensiones espaciales cada vez más definidas gracias al movimiento de los seres que se ven atados a sus reglas, y especialmente cuando aparecen menciones a los hijos, las madres, los nietos, las generaciones: desempeñan la importante función de transmisión pero además el formar parte de una cadena los coloca en el punto de vista idóneo para que el mundo sea percibido. Esa percepción permite y alienta la existencia. Pero en estos poemas el estado de éxtasis místico se mantiene siempre en una intensidad humana, nunca arrasa con el valor de lo individual. Antes de leerla pensaba que en sus libros encontraría esas intuiciones que desarrolla la física, y así ha sido. La mejor manera de comprender algunos avances de la ciencia es la poesía.
Como es habitual en la tradición norteamericana, la naturaleza tiene mucha presencia, no solo como conjunto total que contiene las cosas sino desgranada en partes, cada árbol y animal con su nombre. Algunos de los poemas son estampas impresionistas animadas por plantas o animales, y quedan como destellos. Por cierto, qué gracioso este verso que cierra uno de los poemas de la serie En Kishamish, dedicado a un carpintero bellotero: “¡Pájaro de mi corazón! ¡En parte sagrado y en parte un chiste!”. A menudo los pájaros, pero también otros elementos más insospechados por su estatismo como las piedras, parecen aquí hermanos del mirlo de Wallace Stevens, ojo que se mueve en la calma general. Siempre hay una conciencia dentro de cada poema, aunque sea para admitir que no acaba de comprender lo que pasa. Algunos de los poemas son como peticiones para aprender a escribir, para que el mundo se abra, para saber penetrarlo, y también los poemas más narrativos, que recogen escenas de aire histórico, acaban adquiriendo un tono de cántico, y es casi como si la poeta se hubiese lanzado a cantar para animar al mundo a que diga su canción, nunca del todo sagrada, nunca del todo trivial.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).