Efectos personales, de Juan Villoro

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EL ENSAYISTA QUE SURGIÓ DE LA NARRACIÓNJuan Villoro, Efectos personales, Anagrama, 2001, 249 pp.Juan Villoro es muchas cosas: novelista, cronista, cuentista, apasionado por el fútbol y viajero. Fue otras muchas: sociólogo, traductor y diplomático. Promete continuar sus metamorfosis: no sabemos qué más llegará a ser. Pero fuera de esta gracia dúctil, se debería tener presente el centro que palpita detrás de su trabajo. En rigor, Villoro es una sola cosa: un narrador. Bailarán distintos contenidos en cada nuevo libro y nos parecerá distinto para seguir siendo el mismo. Lo importante es la mirada que asigna a lo narrado. Y una manera de acercarse a esta mirada —parcial como toda mirada— se encuentra en su libro de ensayos Efectos personales.
     Esta recopilación de sus bienes personales de lector es también los efectos que han producido en él obras y personas, en una selección nada arbitraria y reveladoramente explícita que conviene leer como una secuencia porque en su disposición en tres partes (misteriosamente reducida a dos en el índice) el trayecto tiene un sentido. Desde Rulfo hasta Bernhard, pasando por Pitol, Schnitzler e Italo Calvino, Villoro hila un discurso donde el aire común de esta familia dispersa no es otro que la extrañeza frente a lo que de manera previsible se espera de su propia tradición —mexicana, hispana y de formación alemana— y que se reordena gracias a otra forma de leerla. La obra de Rulfo se nos revela con nitidez como el fruto de un extrañamiento en lengua española próximo a Kafka y al Barón Bagge de Lernet-Holenia. Al escribir sobre la obra de Alejandro Rossi, a Villoro le interesa destacar la escisión lingüística del desplazado como una situación que tensa su capacidad expresiva. Y de desplazados se compone la galería personal de Villoro. Dejando a un lado la aproximación a Augusto Monterroso, menos afortunada por previsible, lo más sugerente de la primera parte de este libro son los textos sobre Valle-Inclán, Goya y Carlos Fuentes. Destacar las falsificaciones de los localismos de Valle-Inclán en Tirano Banderas cumple la misma función de limpieza interpretativa aplicada a Rulfo: no someter el prestigio de la fuerza del estilo a lo evidente de las referencias. Es una defensa a ultranza del trabajo literario, donde todo es invención y coherencia luminosa del lenguaje. O bien lo contrario: desquiciamiento del lenguaje y multiplicación del prisma, como nos señala Villoro al vincular la mirada de Goya a la obra de Fuentes. Frente al tópico que nos presenta falsamente a Fuentes como gran portavoz de lo mexicano por el mundo, Juan Villoro prefiere ceñirse a algo menos declarativo y más de fondo que descubre en el autor de Terra Nostra: la relación compleja entre América Latina y España como un puente interrumpido por una negación mutua del otro y de su herencia.
     Antes de entrar en la tercera parte del libro, Villoro hace un intermedio donde nos prepara para una nueva metamorfosis con un artículo sobre la traducción y otro sobre las peripecias de tener que demostrar fingiendo, para consuelo de europeos y ciudadanos del Primer Mundo con imaginación inquieta, que América Latina todavía puede ser el punto de contraste para mirar, allá, en las utopías del atraso, la satisfacción, aquí, de los confortables e inocuos beneficios de la sociedad del bienestar y la razón. ¿Beneficios? Villoro pasa a territorios del Primer Mundo con su mirada de traductor, es decir, de quien vive en lo provisional y lo que descubre es el espanto y la voluntad de extrañamiento: la saga de los desplazados también está condenada en Europa, desde la Italia de Calvino a la Austria negada por Bernhard. Schnitzler es elegido para mostrarnos que no sólo los trópicos son tópicos: en la tradición germánica no todo es tan sesudo ni tan Musil, Mann o Broch, y las delicias de la levedad también forman parte de su patrimonio. Se remarca la condición de Calvino como autor que abandona progresivamente el neorrealismo literario en pro de un pathos de la distancia donde el yo narrativo, una vez conquistado en la tradición occidental, debe empezar a abandonarse para explorar nuevos territorios de conocimiento. Y aquí debo señalar que esta revisión de la obra de Calvino resume el planteamiento de fondo de este libro, en el sentido de que no existe un yo "esencial" en la perspectiva de un escritor, sino un cúmulo de efectos personales, azarosos y provisionales, que funcionan a modo de combinatoria con resultados imprevistos.
     Entre las ideas que de sus autores personales espiga y acota Villoro, no podían faltar los fulgurantes detalles que nos revelan a un ensayista surgido de la narración. Descubrir golosamente una palabra como indicio en la Lolita de Nabokov, o un recurso idiomático del alemán que explica la particularidad del procedimiento narrativo de Bernhard, revelan la perspicacia de un autor que no busca extraer sólo una idea de una obra sino las verdades dispersas en las partículas luminiscentes de su lenguaje. Efectos personales conforma un itinerario calculadamente señalado cuya lectura nos aproxima, más que a las distintas posibilidades de los autores predilectos de Villoro, a un autor que se esconde y que lo barniza todo con una gracia de estilo donde la sugerencia de un adjetivo cobra valor interpretativo. Podemos no estar de acuerdo con la visión de Villoro sobre los autores que analiza, pero no podemos dejar de leerlo porque se apoya también en otras bases: en la calidad de su prosa y en esa civilizada forma de autobiografía que sugería Wilde al respecto de la crítica. Civilizadísima forma la de Villoro, sin perder la compostura mientras se mueve por escenarios culturales tan distintos, con un toque de gracia en el lenguaje que nos devuelve una elegancia incompatible con la polémica fácil y la aridez académica. Visitados los padres literarios, ahora toca perder la compostura entre los contemporáneos. –

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(Ecuador, 1969) es escritor. Su novela más reciente es La escalera de Bramante (Seix Barral, 2019).


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